El disfraz de policía

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Disparador:

En el barrio más conocido de la ciudad hay una casa que se sospecha que está embrujada. Todos los que la compran, al mes siguiente, se van de allí. En la noche de Halloween, en la comisaría reciben una llamada diciendo que se escuchan ruidos en esa casa. Como policía te toca ir a inspeccionar a esa casa y luego dar un reporte.

Agradecí bajar del coche, el insoportable ruido del motor, ese maldito repiqueteo de los pistones, me ponía enfermo. Caminé despacio hacia una casa que tenía las capas de pintura exteriores roídas, los tablones de madera picados y muchas telarañas en las esquinas de los marcos de la entrada y en los alfeizares de las ventanas. Pensé en lo oportuno que la llamada a la comisaría me condujera ahí.

Un grupo de niños pasó rápido por la acera, cada uno iba disfrazado de un monstruo diferente, disfrutaban de Halloween. Me detuve, encendí un cigarro y los observé alejarse. Algún día descubrirían las bestias tras las sombras y maldecirían haberse disfrazado como ellas.

—Debisteis mantenerlo cerrado —susurré, tras mirar la puerta descascarillada de la casa, morder la boquilla y sacar la placa de detective del bolsillo interior de la chaqueta—. Vuestra arrogancia os ciega. —Caminé hasta alcanzar las verjas oxidadas que delimitaban el jardín repleto de arbustos secos de la acera—. Pronto no seréis más que un recuerdo perdido en mares de ceniza.

Tiré la placa a los matorrales, subí los pocos peldaños de mármol desgastado que conducían a la entrada y di una patada en la puerta. El marcó tembló y la cerradura cedió. Apuré el cigarro hasta que sentí el calor alcanzar los labios, lo escupí y entré en la casa embrujada de los antiguos ricos, como la llamaban en el vecindario más conocido de la ciudad.

—No hay nada como el hogar... —murmuré, después de inspirar el olor rancio y avinagrado del interior.

Unas fuertes risas de niños se escucharon a mi izquierda, provenían de una gran estancia que en algún momento sirvió de sala de estar. Avancé por el pasillo y los tablones crujieron con los pasos. Me quité la chaqueta antes de alcanzar el salón y la dejé caer.

Al fondo, cerca de un sofá cubierto por una gruesa tela repleta de polvo, se manifestaron poco a poco dos niñas que llevaban puestos largos vestidos blancos manchados con decenas de marcas de pequeñas manos ensangrentadas. Tenían las cuencas vacías, el pelo recogido en largas coletas que daban latigazos en el aire y carecían de labios.

—No debiste volver —pronunciaron al unísono, antes de que el eco de decenas de risas espectrales resonara en la estancia y se escuchara un portazo que provenía de la entrada de la casa.

Allí, enfrente de un reflejo de la ceniza, abandoné el disfraz que me había visto obligado a llevar durante ocho años. Mi piel humana hirvió, se desprendió y cayó sobre los viejos tablones convertida en una pasta que burbujeaba.

—Demasiado tiempo haciéndome pasar por uno de ellos —solté con desprecio mientras inspiraba el humeante olor de mi cuerpo—. Me forzasteis a convivir con los humanos, pero se acabó.

Chasqueé los dedos y la habitación explotó. Los tablones de madera del suelo, las paredes y el techo, se convirtieron en miles de astillas que flotaron paralizadas. Espiré despacio y expulsé un vaho ardiente formado por humo rojo y partículas azules.

—Ya me siento yo —dije, tras mirarme las manos y apreciar de nuevo el granate cristalino de mi verdadera piel—. Cometisteis un error al crear un vínculo en esta casa.

Las astillas se convirtieron en pedazos de vidrio que se unieron y dieron forma a paredes compuestas por espejos. Giré un poco la cabeza y me observé. Aunque estaba desgarrada, aún conservaba parte de la ropa del oficial que suplanté al ser desterrado. La visión de la corta barba de filamentos metálicos, los ojos de un resplandeciente amarillo y la capa de escamas violáceas que se extendía por mi rostro y por mi cabeza me trasportaron al pasado.

—Creí que no te atreverías a volver. —La voz, grave, pausada, que daba la sensación de masticar las palabras, me llevó a dirigir la mirada hacia delante—. ¿Has venido a ocupar un puesto entre las larvas que limpian el suelo con sus lenguas?

Inspiré con fuerza por la boca, di unos pasos y conjuré una espada de fuego azul y un revolver de llamas del mismo color.

—He venido a acabar contigo y con el consejo —dije, tras alzar la mano y apuntar con el arma a un demonio gordo, amarillo, con una cornamenta torcida, que estaba fundido al metal del trono que ocupaba.

—No has perdido tus delirios de grandeza —contestó.

Nada más que una bala de fuego infernal salió disparada del revolver, el demonio gordo se desvaneció y su lugar lo ocuparon centenares de seres esqueléticos, amorfos, sin ojos, con garras y colmillos afilados, que emitían rugidos ahogados.

—¡Empecemos a bailar! —Corrí al mismo tiempo que multitud de llamas azules me envolvían y quemaban la ropa humana—. ¡Os ensartaré con vuestras garras!

Las criaturas, movidas en grupo, dirigidas por una de mayor tamaño que las coordinaba, se lanzaron a por mí. La espada brilló justo cuando la hoja atravesó el cuello de la primera. Las balas tronaron al salir del revolver y hundirse en los cuerpos esqueléticos. La horda se vio frenada por mi sed de venganza y mi naturaleza demoníaca reprimida.

—¡¿Eso es todo lo que sabéis hacer?! —bramé—. ¡Ganaos el privilegio de que os recuerde!

Uno de los seres saltó hacia mí, esperé al último momento, solté el revolver, que se trasformó en humo, le amputé los brazos con la espada y lo cogí del cuello. La lengua, repleta de pinchos, salió de su boca y trató de incrustarse en mi rostro. Sonreí mientras apretaba y lo forzaba a soltar un grito agónico.

—Patético. —Dejé caer el cuerpo, que sufría espasmos, y avancé despacio—. Si esto es lo único que tenéis, os aconsejo que no os crucéis en mi camino.

Las criaturas castañearon los dientes, alguna trató de acercarse, pero se apartaron movidas por la que las dirigía. Alcancé el espejo más alejado de la sala con el ruido de los rugidos ahogados de los seres detrás de mí. Observé un instante mi reflejo, me acaricié la piel dura del rostro, abrí la boca para contemplar la dentadura amarilla y golpeé el cristal. Una fuerza tiró de mí y me arrastró hasta un jardín de lianas cubiertas de gruesas espinas.

Examiné las distantes puertas de roca, busqué la que servía de paso a la sala del consejo e invoqué una fuerza ancestral para que se abriera.

Khaté Melagmak laghe lagte termeis.

Las llamas que me rodeaban el cuerpo crecieron y se fundieron en una más grande mientras se retorcían. Levanté la mano y el fuego voló hasta impactar con la puerta, romperla y dejar al descubierto un remolino de resplandeciente bruma naranja.

El jardín, que tan solo era un espejismo alimentado por los accesos sellados, se resquebrajó y las lianas, junto a los muros y las losas, comenzaron a derrumbarse. Corrí y salté por los fragmentos del suelo que aún se sostenían antes de alcanzar el remolino y ser engullido por él.

—Cada día, en el mundo humano, soñé con este momento —susurré mientras conjuraba el revolver de fuego y sentía cómo todo daba vueltas a mi alrededor.

Caí en un manto de ceniza, hundí la rodilla en él y levanté una nube de polvo. Alcé la mirada para contemplar a los altos demonios que se atrevieron a desterrarme.

—Asgurmagael. —La voz hizo vibrar el aire—. No creí que te atreverías a volver. —Dirigí la mirada hacia quien hablaba, el Dador Infecto, el líder del consejo—. Deberías haberte quedado en el mundo de los humanos.

Me puse de pie, contemplé su cuerpo dorado formado por millones de esquirlas, lo señalé con la espada y apreté los dientes.

—No merecéis sentar vuestros culos en los tronos —pronuncié sin contener la rabia—. Vivís de las cenizas del pasado.

—¿Y tú no? —preguntó alguien a mi espalda—. Te enviaron al mundo humano para que pudieras adorarlos. —Me giré y contemplé al caudillo de los ejércitos de las huestes del polvo negro—. ¿Acaso el estar viviendo entre ellos, camuflado como un apestoso saco de carne, ha hecho que cambies de opinión?

Rugí mientras observaba su cuerpo y su rostro compuestos por piezas de metal plateado unidas a la carne rojiza.

—No amo a los humanos, amo consumir sus almas. —Di un par de pasos—. Si no os hubiera detenido, habríais acabado con nuestro alimento.

El caudillo movió los resplandecientes ojos pardos para mirar al Dador Infecto y asintió.

—Solo nos retrasaste, nada más. La tierra será arrasada y los humanos convertidos. —Conjuró una lanza de llamas rojas—. El reino de la ceniza debe crecer.

—Malditos locos... —mascullé, antes de correr hacia él.

No fui capaz de alcanzarlo, cuando solo me faltaban unos pasos para llegar a él y hundirle la hoja en la coraza fundida a la carne, se desvaneció. Me detuve, miré a uno y otro lado en su busca, pero no vi más que a los miembros del consejo acomodados en sus tronos.

—Sigues siendo igual de débil, Asgurmagael —dijo el caudillo, tras aparecer detrás de mí, golpearme y arrojarme contra la capa de ceniza—. No eres más que un soldado, algo por encima de la media, pero no más que eso.

Con la respiración acelerada, lancé vaho ardiente contra la ceniza, la trasformé en ascuas y apreté los dientes.

—No tengo tu poder ni el del consejo —mascullé mientras me ponía de pie—, pero en el mundo humano descubrí algo interesante.

—¿El qué? —soltó con escepticismo.

—Averigüé que era posible tolerar la pureza y me entrené para soportar la presencia de un alma inmaculada. —Su mirada cambió y las placas de su cara tensaron la carne y reflejaron inquietud—. Me preparé para aguantar su efecto en mi ser corrupto.

—Tonterías, nadie es capaz de tolerar las almas que jamás serán condenadas —respondió con desdén y una fingida despreocupación.

—¿Eso crees? —Puse el cañón del revolver en mi pecho y disparé.

El impacto quebró parte de mi piel cristalina y permitió que emergiera un hilo de luz blanca.

—No puede ser —le dio tiempo a decir al caudillo antes de que mi puño golpeara la piel agrietada y liberara el alma pura de un niño.

El resplandor del pequeño ahuyentó las sombras y forzó a los altos demonios a gemir. El crío, que no entendía qué pasaba, me miró y reconoció en mi figura al policía que lo engañó años atrás.

—Niño, has cumplido un propósito mayor. —Me callé, disparé una veintena de veces contra el caudillo y agujeré las piezas metálicas de su pecho—. Gracias a ti, voy a limpiar el reino de ceniza.

Caminé despacio y saboreé las poses de dolor de los miembros del consejo mientras los atravesaba con decenas de proyectiles de fuego. Sus gritos, emitidos antes de que sus cuerpos se convirtieran en ascuas, me produjeron un inmenso placer.

—No puedes destruir nuestra esencia, estamos atados a la ceniza —pronunció El Dador Infecto, inmerso en una gran agonía—. Resurgiremos. Y, cuando lo hagamos, masticaremos tu cadáver y devoraremos tu alma.

—Cállate. —Lancé la espada, la hoja hizo silbar el aire y el filo atravesó el rostro del líder del consejo.

El cuerpo dorado se descompuso en miles de fragmentos que brillaron con mucha fuerza antes de convertirse en polvo. Caminé hasta el trono que había quedado vacío, me senté en él y contemplé la negrura de la sala de gobierno contenida por la luz del alma del niño.

—En cuanto a ti —le dije al pequeño—, aunque este no sea tu lugar, te mantendré cerca para usarte cuando el consejo resurja.

Unos tentáculos oscuros emergieron del suelo, atraparon el alma resplandeciente y la arrastraron a las profundidades del reino de ceniza.

Desde el trono, sonreí al pensar en el mundo humano convertido en mi feudo privado de cría de almas. La esclavitud de la humanidad, con la que tanto soñé, comenzaba ese día. Aunque antes me iba a entretener con mis antiguos compañeros de la comisaría, esperaban un reporte y tendrían una visita especial.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro