Parte 32: Contacto

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Al llegar el día prometido, Joseph y Edward se pusieron en marcha ni bien acabaron las clases. Lamentablemente, hubo ciertas cuestiones que escaparon a su control.

—¿Quién los invitó a ustedes dos? —espetó Edward.

—¿Acaso tienes algún problema? —contestó Lilian—. Nunca antes hemos ido a visitar el taller de tu hermano, así que esta es una ocasión perfecta.

Hans apoyó a la chica. Ambos, Lilian y Hans, habían decidido seguir a Joseph y Edward por simple curiosidad. A Joseph no le importunaba la presencia de aquel par, siempre y cuando no pensaran interponerse en sus planes.

—Escúchenme bien. No estamos yendo a un lugar común y corriente —explicó Edward, luego de lanzar un largo suspiro—. El taller se encuentra en una de las zonas más peligrosas de la ciudad, ¿saben?

—¿Y qué?

—Allá ya me conocen, por lo que no creo que haya problemas si solo Joseph va conmigo —continuó Edward, un poco más exasperado—. No obstante —señaló a Lilian y a Hans—, no es un buen lugar para las mujeres.

—Pero yo soy hombre —murmuró Hans.

—No me interesan tus concepciones discriminadoras, Edward —afirmó Lilian con una sonrisa ácida—. Sé un buen chico y limítate a cumplir tu papel de guía.

Edward chasqueó la lengua con fastidio y apuró el paso.

Joseph se sintió reconfortado por aquella discusión tan banal. La simple presencia de sus amigos bastaba para subirle los ánimos.

El grupo continuó avanzado hasta llegar a la estación. Allí tomaron un tren y se sentaron juntos a esperar, mientras conversaban de diversos temas relacionados al terror y a los exámenes finales que estaban cada vez más cerca. Joseph intentó seguirles la conversación, pero su mente se encontraba más ocupada en buscar las palabras adecuadas para cuando se encontrase con Karl.

Finalmente, arribaron a su destino y bajaron del tren para continuar su camino. Luego de un trecho considerable se detuvieron ante una gran edificación que ocupaba toda la manzana. Encima de su entrada principal se encontraba un cartel vistoso en el cual se podía leer "Taller Schmidt", acompañado de la figura de una especie de llanta con ojos saltones que posiblemente actuaría como mascota del negocio.

—Que nombre tan original —comentó Lilian, soltando una risilla.

—No espero que ustedes, lo burgueses adinerados, comprendan la capacidad de las clases emergentes para nombrar cosas —respondió Edward de manera mordaz.

Ingresaron al local, mientras que Edward saludaba a la mayoría de los trabajadores. El taller era considerablemente amplio y poseía dos pisos. El primero, obviamente, estaba destinado a los vehículos y maquinarias, mientras que en el segundo se encontraban las oficinas y demás salas administrativas.

Edward los guio por el piso superior, hasta detenerse ante una puerta con un rótulo dorado en el cual estaba escrito "Presidente Schmidt".

—¿Y así te consideras un miembro de las clases emergentes? —dijo Lilian, enarcando una ceja en dirección a Edward.

El aludido se limitó a sonreír y abrió la puerta sin llamar antes.

—Apreciado hermano, he venido a invadir tus dominios —anunció Edward mientras ingresaba a la oficia—. He traído unos amigos conmigo, espero que no te moleste.

Joseph y los demás ingresaron a la sala y se sorprendieron al observar a un curioso personaje sentado frente a un escritorio. Parecía ser una versión adulta de Edward, pero lo más impactante era la ropa que llevaba. Joseph, al leer la palabra "presidente" en el rótulo de la puerta, se había esperado la clásica imagen de un hombre anciano vestido con algún traje elegante. No obstante, el presidente del Taller Schmidt traía encima una camisa playera abierta encima de un polo blanco adornado con la frase "Juro que hoy si me bañé".

El hombre sonrió abiertamente cuando observó al grupo y se levantó, dejando ver que llevaba unos pantalones cortos y unas sandalias casuales.

—¡Que sorpresa! —exclamó, palmeando la espalda de Edward—. Deberías haberme avisado antes, Ed. Hubiese podido preparar algo.

—Bueno, este de aquí es mi hermano, Ralph —dijo Edward. Luego señaló a sus amigos—. Ellos son los otros miembros del Club del Terror.

—¡Asombroso! Ed me ha hablado mucho de ustedes... ¡nunca creí que los vería en persona!

Raplh comenzó a reír a carcajadas. Joseph, Lilian y Hans se miraron entre ellos, confundido si aquello había sido una especie de broma.

—Su sentido del humor es peor que el de Edward —susurró Lilian, forzando una sonrisa.

­—¿A qué se debe el honor de su visita? ­—preguntó Ralph cuando pudo parar de reír.

—Quería mostrarles el lugar ­—explicó Edward—. Y de paso, él —señaló Joseph—, quería hablar con Karl. ¿Ya vino a hacer negocios?

—¿Karl? —Ralph observó a Joseph con curiosidad, como si intentara descubrir qué razones podrían llevar a un universitario a querer hablar con un vagabundo—. Supongo que vendrá más tarde. Le encargué que me consiguiera algo relativamente raro, así que aún debe de estar buscándolo.

Tras ello, Ralph los invitó a la cafetería del taller y afirmó que podían pedir absolutamente lo que quisieran. Empezaron a conversar de diversos temas y Ralph demostró que tenía un vasto conocimiento sobre el mundo del terror, lo cual agradó mucho a los chicos. Sin embargo, Joseph estaba muy nervioso y se mantuvo callado durante gran parte de la conversación.

Luego de una hora, Ralph anunció que tenía algunas cosas que hacer y se retiró de la cafetería. Edward propuso a sus amigos darles un recorrido guiado por todo el taller, tras lo que se pusieron en marcha.

Joseph siguió al grupo, perdido en sus pensamientos. Repentinamente, dio un respingo y, al observar a su alrededor, se percató de que sus amigos ya no estaban en su campo de visión. Comenzó a caminar sin rumbo definido hasta llegar a una de las salidas del taller en el primer piso. Allí encontró al hermano de Edward sentado en una silla, observando apaciblemente el atardecer.

—¡Ah, Joseph, eres tú! —saludó Ralph cuando lo vio llegar—. Venga, siéntate aquí.

Joseph aceptó la silla que Ralph le ofrecía y también observó el atardecer.

—Es muy extraño que alguien quiera hablar con Karl —dijo el hombre—. Tampoco creo que sea alguien inaccesible, ya que casi siempre está en la plaza.

—¿Qué sabes de él? —preguntó Joseph, decidido a no seguir dándole vueltas al asunto—. De Karl, quiero decir. ¿Quién es en verdad?

Ralph sonrió.

—Creo que es un hombre misterioso, si tengo que ser sincero. Seguro debe tener como sesenta años pero lo he visto hacer cosas que incluso los jóvenes como tú considerarían demasiado pesadas.

Joseph asintió en silencio. Él mismo había visto a Karl podar los árboles que rodeaban la plaza, lo cual no era una tarea para nada sencilla.

—Apareció de la nada en la plaza mayor de Laseal hace ya diez años —prosiguió Ralph—. Al comienzo se limitaba a pedir limosna y pasaba inadvertido la mayor parte del tiempo.

—¿Lo conociste en aquel tiempo?

—Los primeros dos años simplemente lo veía cuando iba a la plaza, pero nunca le presté mayor atención. —Ralph volvió a sonreír, con añoranza—. Yo lo conocí un día que pasó frente al taller. Lo vi transportando una autoparte considerablemente valiosa. Le pedí que me la vendiera y tras ello formamos una especie de contrato. Así, yo le compro cualquier pieza útil que encuentre. Es algo muy beneficioso para ambos.

­—¿Alguna vez le preguntase te dónde viene? ¿O por qué decidió establecerse precisamente en Laseal?

—Eres muy curioso, Joseph —dijo Ralph, lanzando una risotada—. Recuerdo que le pregunté sobre su origen y tan solo me respondió que estaba aquí para buscar el perdón de su hijo...

Ralph se detuvo y se levantó del asiento, mirando al exterior del taller. Joseph se percató de que, a lo lejos, Karl se iba acercando transportando una extraña pieza de metal.

—Lo siento, Joseph, es hora de los negocios.

Joseph asintió y se hizo a un lado. Mientras Karl y Ralph discutían sobre el precio justo de la pieza, el chico tuvo tiempo de sobra para reflexionar. Atando los cabos sueltos, Joseph llegó a la conclusión de que, de alguna manera increíble, Henry Wallet debía de ser el hijo de Karl. Ya que poseía dicha información, lo mejor que podía hacer sería sacarle provecho.

—Un placer hacer negocios contigo, Karl —finalizó Ralph luego de la negociación, estrechando la mano del vagabundo—. Por cierto, te presento a Joseph Irolev. —Señaló al chico—. Él quiere hablar contigo.

—¿Conmigo?

Dicho eso, Ralph se despidió cortésmente y desapareció tras una puerta, llevándose la pieza consigo.

—¿En qué puedo servirte? ­—preguntó Karl a Joseph, levemente confundido.

—Sí, bueno, yo... —Joseph agradecía que Ralph le hubiese brindado esa oportunidad, pero había sido tan impetuoso que no había tenido manera de prepararse—. Quiero ayudarte, Karl.

—¡Ah! ¡Eso es bueno! —Karl sonrió abiertamente, mostrando una extraña sonrisa de dientes perfectos que no parecían ser propios de un vagabundo—. ¿Conoces algún trabajo para un viejo como yo, chico?

—No es sobre eso... —Joseph se detuvo, intentado encontrar una forma para expresarse—. Quiero ayudar para que te reconcilies con tu hijo, Henry Wallet.

El rostro apacible de Karl se tensó al instante. Retrocedió un paso, como si estuviese preparándose para huir.

—¿Cómo sabes eso? No conozco... a ningún Henry Wallet. Y aunque fuese cierto, ¿qué motivos tendrías para querer ayudarme?

—Alguien que tiene conocimiento de tu situación me pidió que lo haga. Pero necesito más información.

Karl dio otro paso atrás.

—No sé quién seas, chico. Pero soy demasiado viejo como para que te burles de mí.

—Es tu decisión, Karl —insistió Joseph, temiendo perder su única oportunidad—. Yo puedo ayudarte, pero debes confiar en mí.

Karl se quedó inmóvil, con el rostro dubitativo. Analizó a Joseph inquisitivamente. No le agradaba que alguien tan joven le hablase de aquella manera, pero aquel chico tampoco parecía tener malas intenciones. No obstante, sentía que había algo que estaba ocultando.

—Mañana —concluyó Karl luego de unos minutos de reflexión—. Mañana estaré en la plaza como todas las tardes. Tal vez te cuente mi historia... aunque sigo sin entender cómo te enteraste de lo que me sucede.

—No te preocupes, tan solo deseo ayudarte.

Karl, luego de lanzar una última ojeada desconfiada a Joseph, se alejó a grandes zancadas. Joseph sonrió abiertamente. Nunca se había puesto a pensar en ello, pero últimamente le parecía haber descubierto grandes dotes manipulativas en su persona. No le interesaba si aquello era bueno o malo, pero por lo menos dicha habilidad le resultaba sumamente útil para el Juego del Embaucador.

Sin nada más que hacer en el lugar, Joseph decidió buscar a sus amigos para poder ir a descansar.    

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