Los hijos de espacio

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El silencio se apoderó de nosotros. Afuera, la estrella TRAPPIST-1 lanzaba llamaradas de radiación, débiles en comparación a las del sol, como un astro que se negaba a morir. Era una estrella ultrafría.

—Octavia. ¿Estás segura de lo que dices? —preguntó el capitán. Su voz se reconstituyó, el problema frente a él lo hacía más fuerte. Era un buen hombre.

—Sí, capitán. —Respondió la computadora. —Mis sistemas no pueden equivocarse —dijo la máquina.

En la pantalla principal, reemplazando la imagen esmeralda de Gea, apareció la representación a escala del mismo planeta. Un cuadrado rojo que debía abarcar unos 5000 km2 de área parpadeaba encima.

—Octavia, haz un acercamiento. —Pidió el caudillo de la Horizontes.

—Imposible. Nubes de dióxido de carbono interfieren con el satélite de exploración. —repuso el cerebro de la esfera.

En los rostros de las otras tres personas en la sala de mando solo encontré rocas duras y sin sentimientos. Cualquiera diría que nacieron sin ellos.

No encontramos lecturas de CO2 cuando la sonda realizó las pruebas, varios años antes de siquiera pensar en enviar una nave tripulada. La presencia de ese gas solo podría significar actividad volcánica, la actividad volcánica solo podía significar un núcleo vivo y un núcleo vivo significaba atmósfera. Estaba seguro que, si ese mensaje no hubiera llegado, habríamos saltado de alegría.

—Bien, caballeros. ¿Opiniones? —preguntó el líder. En realidad no le importaba lo que pudiéramos objetar. Noté lo viejo que se veía allí, bajo la luz naranja de la estrella filtrándose entre las placas de carbono.

Las palabras salieron de todas las bocas de los hombres más brillantes del universo. Hablaban al mismo tiempo, como si los segundos se acabaran en sus labios, como si sus vidas se extinguieran. Decían infinidad de cosas y algunas de ellas eran barbaridades impropias a su nivel de estudios. Yo permanecía en silencio; sabía, al igual que todos, lo que se debía hacer.

La mirada de Joao Mendoza, la persona más inteligente de nuestro antiguo hogar, se posó en mí.

—Y tú, ¿en qué piensas? —me dijo. Su tez morena calzaba con la negrura de sus ojos. Su expresión era adusta, parecía comunicarse con un vistazo. Siempre admiré esa capacidad.

—Sabemos lo que tenemos que hacer. Tenemos que avisar a la nueva alianza. —dije, y me sorprendí al comprobar la fortaleza de mi voz.

Todos allí sabían, desde el principio, que era el único camino a seguir, pero no querían aceptarlo.

Davie me observaba con unos ojos cargados de rencor. Como si el mismo no hubiera ayudado a redactar el protocolo que regía nuestras vidas.

La nueva alianza, que no era otra cosa que los descendientes de las personas más poderosas de Tierra, mantuvieron su posición férrea desde el principio.

—No hay mucho que pensar —sentenció Linton, un mozo con aspecto de treinta años, hijo del seguramente muerto presidente de los Estados Unidos y líder natural de la nueva alianza. Era imponente, pero también idiota—. Las reglas del juego cambiaron y no las conocemos. Lo que sea que haya abajo, es peligroso. No podemos descender.

»Octavia. —La luz azul en el centro de la sala, cerebro de la máquina, se encendió. —Marca rumbo hacia el planeta más cercano. Uno que pueda mantenernos con vida.

—Solo puedo proceder con la autorización del capitán Zaahir, señor. Hasta que todos los miembros de la antigua alianza no hayan muerto, Tengo prohibido obedecer sus órdenes. Está en mi código, señor. —Hizo hincapié en esa última palabra. Por el tono gélido que usó el procesador, podría decirse que también le caía mal. A veces la computadora solía mostrar sentimientos, pero se autodestruiría si lograra desarrollar pensamiento propio.

—Gracias por recordárselo, OC. —Dirigió las bolsas arrugadas que tenía por ojos a su principal enemigo, el muchacho que ya una vez intentó matarlo. —Parece que lo olvida con facilidad.

»Ya escuchaste. Los llamamos para comunicarles la situación. —Extendió sus brazos en un gesto de querer abarcarlo todo. —Pero no cambiaremos de opinión, bajaremos a Gea. Allí tenemos agua que podemos tratar y el equipo que lanzamos antes de llegar nos mantendrá calientes en la cara oscura. Esto solo es un inconveniente.

Toda la antigua alianza movieron sus cabezas en señal de afirmación. En otro tiempo también lo haría, pero en ese instante solo pensaba en una cosa.

—¡Nos vas a matar a todos! —Los brazos de Linton se movieron hacia atrás. Su grito debió escucharse también en las cámaras adyacentes. —¿No te das cuenta? No sé cómo llegaron humanos allí abajo, pero noté la desesperación en el gruñido de ese desgraciado. —Señaló hacia el planeta. —Hay algo en esa superficie y los está cazando. No arriesgaré a diecisiete mil personas solo porque cuatro ancianos tienen miedo de morir sin volver a pisar tierra firme.

Los tripulantes, los hijos del planeta azul, los herederos de la humanidad. Existían tantas formas de llamarlos. Los más pequeños nacieron entre las placas metálicas de la esfera. No eran como nosotros, no sabían lo que era un volcán o un río más allá de los libros; el aire acondicionado no les permitía conocer el sudor, o sentir frío, o cualquier otra sensación que no regulara el termostato; nunca vieron una nube y la luna para ellos era una falacia. Para mí no eran los hijos de la tierra, eran los hijos del espacio, herederos de una esperanza que se venía abajo tras un mensaje interceptado, tripulantes de un navío cuyo padre se olvidó de su descendencia. Eran parte de las estrellas. Llevarlos a la muerte sería injusto. Por eso no asentí cuando Zaahir habló.

Había allí otros miembros del nuevo pacto. Rebeccah, una joven de ojos grises y cabellera rubia, hija del Polemarca de la entente del atlántico sur, una mujer inteligente; Vladimir, sobrino del presidente del consejo de ministros de la unión de Rusia y Bielorrusia; Antonio, nieto del ya extinto secretario general de la comunidad andina de naciones; Salmán, exheredero a la corona de Arabia Saudí; Y Shui, mi hijo.

—No tenemos por qué discutir —dijo la señorita de mirada plomiza. Levantó el rostro hacia el techo de la sala. —Octavia, ¿cuál es el protocolo a seguir en decisiones que afecten la seguridad y probable éxito de la misión?

—Se realiza un referéndum entre todos los miembros de la Horizontes, sin excluir a ninguno. Aquellos que no están en condiciones de votar le ceden su derecho a un miembro de la nueva o antigua alianza según sea su decisión. La resolución es aprobada por al menos el 90 % de los tripulantes. Artículo 57 inciso b —dijo la computadora, con cierto grado de satisfacción.

La joven enarcó las cejas y tiró sus labios para un costado. Se sentía vencedora, y lo era.

Por primera vez, distinguí pesar en mis congéneres. Nunca aterrizaríamos, nunca veríamos el cinturón de hielo que luce Gea desde su polo norte hasta el polo sur, no conoceríamos su cara oscura, ni tampoco la del eterno día, moriríamos en esa esfera de metal y carbono.

Yo era feliz, porque la vida de mi hijo y de los hijos del espacio estaría a salvo, de momento.

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