Adiós Babilon, nos vemos en el infierno.

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Cuando regresé al Jonás de quince años, al Jonás que estaba solo en el bosque sin sanctus y amigos, no sentí que había despertado de un sueño, sentí que el sueño era la realidad.

Estaba cubierto de lodo, en el suelo, agitado. Esa cosa tenía razón, el sueño que tanto había querido no se sentía tan bien como había imaginado ¿Pero acaso tenía que hacerme sentir un tonto con todo? El sanctus era como el Grinch de las esperanzas, quería destruirlas para siempre.

El dolor de mi cuerpo fue lo único que me recibió. El espíritu había urgado en mi cabeza, visto todos mis recuerdos como si fueran las páginas de una revista y me había señalado la imagen que más le gusto. Pateé furioso una roca del suelo y grité:

—¡Me dejaste derrotado, espero que estés feliz!

Si estaba feliz no regresó, mejor, no quería verla por ahí, eso hubiera provocado que me pusiera a patear más cosas. Había parado de llover y la temperatura había descendido considerablemente. Mi respiración agitada se suspendía en una patética nubecita. Sentí algo caliente en mi mejilla. Lo toqué y eran lágrimas. Estaba llorando.

Me desplomé sobre el suelo, conteniéndome, me sentía enfebrecido de ira. Traté de calmarme y pensé en lo que me había dicho. Dracma Malgor. No era una ubicación, como había esperado, pero era una pista. No tenía idea de cómo él me llevaría a mi familia y tampoco tenía idea si era buena idea seguir buscando.

Era cierto que Narel dijo que no debíamos estar juntos por un tiempo y se desvaneció sin decir más pero ya había pasado más de un año. Ni siquiera sabía si se encontraba bien, si había sido ella que habló o en qué clase de peligros se encontraba. Con las artes extrañas y los camuflajes que existían ya no se podía creer en nadie. Además se suponía que Dracma llegaría a mi mundo en un año, para la convención de magos o algo así. Despejé mi cabeza. Tenía que buscar a ese tipo, tenía que localizarlo lo antes posible.

¿Iba a perder? El sanctus me dijo que iba a perder o la guerra o amigos o familia. No, no pensaría en eso nunca más. No podía confiar tanto en esa cosa. Mi futuro por ahora era mío.

—Salvaste este mundo y aunque eso me tiene sin cuidado es algo noble.

—Yo no los salvé.

—No aún.

Las palabras bombardearon mi cabeza como un martillo ¿Salvar Babilon? ¿Cómo podía salvarlo? Estaba tan arruinado como mi vida. Me encontraba muy pesimista, tanto como Sobe, y sólo lograba pensar que lo habíamos liberado por poco tiempo, el bosque seguía creciendo, separando a las personas; después de unos días vendrían más colonizadores y Nisán o sus hijos estarían igual de deschavetados que toda su familia. Habíamos llegado para fracasar.

Y los cargamentos de veneno que detuvimos... bueno traerían más veneno junto con nuevos colonizadores. Veneno más inteligente. De repente se prendió una lamparita en mi cabeza y esa luz despejó todas mis dudas.

¿De verdad lo tenía tan fácil?

Me puse de pie y corrí por el claro, me metí en el bosque y me apresuré hasta encontrar el camión donde Petra y Sobe me esperaban dentro de la cabina, jugando al dominó que había empacado Sobe.

Al abrir la puerta Petra deslizó con su brazo las fichas fuera de mi vista.

—Al fin llegas, estábamos muy preocupados por ti.

Le lancé una mirada loca para que supieran que tenía una idea. Corrí a los acoplados. Desenvainé a anguis. Los contendores eran de plomo pero no fue problema romperlos. Anguis los rasgó como si se tratara de una cortina.

El veneno se desbordó.

Era de un intenso color rosado y tenía brillos como purpurina ¿Veneno rosa? ¿Brillos? ¿De veras? Se derramó por la fisura y salpicó mis botas, el cuero siseó al desintegrarse. Las ruaras de los acoplados se derritieron como una barra de chocolate. Retrocedí y rompí los otros contenedores. Aun quedaban muchos en el campamento pero confiaba que funcionara con eso o que el veneno sea lo suficientemente inteligente para ir a buscar refuerzos.

Petra y Sobe descendieron de la cabina mirándome con ojos desorbitados. El cabello de Sobe le rosaba los hombros y estaba tan sucio que por poco lo confundí con un catatónico, alcé mi espada y el retrocedió alzando las manos.

—¿Debería empezar a preguntarme por qué todos mis mejores amigos terminan con la cabeza lavada y quieren matarme?

El charco que se dilataba cada vez más casi le lamió los pies, al estar descalzo volvió a montar en la cabina y me gritó desde allí:

—¿Qué haces?

—Liberando.

Petra observó sus pies y retrocedió demasiado tarde. Tuvo que sacarse sus botas con artes extrañas para que no la quemara. Me estremecí, quise gritar que se anduviera con cuidado pero me salió algo como:

—¡Cidado!

—Jonás —me llamó Petra como si dudara que ese fuera mi nombre, no logré interpretar su expresión, estaba asustada y disgustada como si quiera reprenderme pero no supiera si era el momento—. Jonás, deja eso, es peligroso.

Después de que todo el veneno de brillos rosados terminara de rezumar por cada abertura, lo llamé y le di un objetivo. Agarré una pequeña ramita del árbol que parecía una mano humana y tenía uñas. Lo arrojé al caudal rosa y grité:

—¡Potione! ¡Eres libre, consume todo el Bosque de las Bestias Salvajes! ¡Asesina a cada monstruo que lo habite, quiero que envenenes la tierra y no dejes crecer jamás ninguna artimaña de Gartet! ¡Condénalo y quema los pies de cualquier enemigo de Babilon! No quiero que ningún colonizador vuelva a pisar esta tierra. Conviértela en suelo santo. Ni bestias de Gartet, ni enemigos ni nada podrán pisar el suelo. Sin embargo, quiero que todos los catatónicos sobrevivan, que regresen a lo que fueron antes.

No paso nada. Petra esperó estupefacta junto a mí, Sobe se aclaró la garganta. Una criatura del bosque gritó. Finalmente ella se cruzó de brazos. Ceñuda. Sin duda estaba molesta.

—Me debes un par de botas.

De repente el árbol más cercano, uno que parecía piel humana y despedía un olor que te hacía replantearte si necesitabas nariz, crujió. Todos volteamos a ver. Sus ramas se retorcian como si fueran chamuscadas por llamas. La tierra a nuestros pies comenzó a burbujear y el veneno glamuroso fue absorbido con avidez. Rápidamente se desvaneció en las entrañas de la tierra. El árbol continuó agrietándose, crujiendo y encogiéndose como si envejeciera segundo a segundo mientras unas llamas, que no podía ver, lo marchitaban. Finalmente estalló en un montón de astillas olorosas.

—¡Puaj!

Silencio.

—¿Eso es todo? —preguntó Sobe—. Me parece que «Salvamos a Ozog» —recalcó las comillas con sus dedos—, de nada.

Entonces un crujido estridente, procedente del boque, reverberó en toda la montaña. Al principio creí que era una máquina extraña que gemía pero entonces comprendí que el bosque entero estaba secándose. Cada rama, brote, hierba o arbusto se chamuscaba y retorcía. El ruido era ensordecedor, corrí con Petra hacia la cabina mientras Sobe encendía el motor.

Antes de meterme corté la unión con los acoplados. Los caminos del bosque ahora se ensanchaban como las entradas en la cabeza de un hombre calvo. De repente él estaba conduciendo en una explanada cubierta de ramas secas con algunos edificios desperdigados en la distancia y esqueletos de árboles que se extinguían. La luna alumbraba todas las siluetas.

Los pueblos que el bosque antes había engullido comenzaban a resurgir como manchas en la oscuridad. Sobe iba a toda velocidad. Cuando transcurrieron veinte minutos y casi llegábamos a la villa de mansiones donde se encontraba el portal, una bestia se nos cruzó en el camino. Hubo un impacto, no supe en qué dirección vino. El vehículo derrapó y dio tres giros antes de que se detuviera con una roca. Detener para un trotador es chocar el frente y desfigurar tanto la parilla que comience a sisear un humo oscuro y grasiento.

Sobe tenía el cinturon de seguridad puesto, al igual que Petra, pero yo no por lo cual terminé en el piso con la cara en los pies de Petra y el café helado de Sobe en la espalda.

—¡Por los portales! —aulló Sobe—. ¡Mi café!

—¿Jonás estás bien? —inquirió Petra desabrochándose el cinturón, cuando tuvo un gemido en respuesta se enfadó. Esa noche estaba nerviosa en plan sicótica. Si no me hubiera salvado la vida ya le habría dicho algo—. ¿Te pasas de idiota? ¡Cómo no te abrochaste el cinturón! ¡Es una regla vehicular de tu mundo! ¡De tu mundo!

Me levantó del suelo sólo para golpearme pero se detuvo cuando el monstruo que nos había embestido rugió afuera.

El vehículo estaba averiado. Tratamos de arrancarlo pero fue en vano. Como si nos leyeramos la mente desenvainamos espadas y dagas y salimos a la carga. Afuera todo tenía un tinte muerto, el bosque crujía mientras se caía a pedazos, las estrellas brillaban y las bestias gemían en la distancia, excepto una que estaba gimiendo al lado nuestro. Era muy extraña. Tuve que examinarla unos segundos para encontrarle forma. Era como un humano con muchas patas y cuello prolongado. Pero no tenía nada que ver con una persona.

Cosas que lo hacían humano: su espina dorsal, su tronco y ombligo descubierto y sus cuatro piernas humanas.

Cosas que no lo hacían humano: su cuello que medía casi dos metros como si fuera el cuerpo de una boa saliendo del cuerpo de un hombre, que le salían numerosas patas del cuello, que su cabeza era como la de un alíen. Y humeaba.

Pero el humo supuse que era por el veneno.

Se revolcaba en el suelo frenético como si quisiera apagar fuego. Derribaba los últimos vestigios de bosque en la explanada llana y cubierta de basura. Sus gritos sonaban como uñas en una pizarra. Estaba furioso, no me pregunten cómo lo sabía, y al vernos de alguna manera supo que teníamos la culpa. Cargó contra nosotros como un toro dispuesto a embestirnos. Nos replegamos.

Petra corrió para atacarla por detrás. Sobe y yo le flanqueamos los costados. No fue difícil derrotarla. Puede que porque éramos unos grandiosos guerreros o porque técnicamente ya se estaba muriendo. Me gustaría creer lo primero.

Sobe la distrajo con su cuchillo, le propinó un corte ascendente en la mejilla y retrocedió antes de que le amputara el brazo de un bocado. La bestia debería estar muy furiosa para castigarse de esa manera y querer comerse a Sobe, no parecía alguien delicioso.

Cuando estaba alcanzando a Sobe, Petra hizo que el monstruo volcara su atención en la parte trasera de su cuerpo. El monstruo lanzó un aullido iracundo y giró su cuello para ver, fue entonces cuando actué. Salté y deposité todo mi peso en el mandoble de anguis. Mi abuelo me había llevado a su casa de campo una vez y me había enseñado a cortar leña, no fue muy diferente a eso. El cuerpo del monstruo cayó al suelo emitiendo un sonido sordo, muy lejos de la otra mitad del cuello y la cabeza. Entonces se convirtió en cenizas.

Eso sucedía cuando me defendía de un enemigo con anguis. Hubo dos desventajas en nuestra victoria. La primera era que había viento y las cenizas se dispersaron. La segunda era que al estar húmedos el polvo se nos pegó a la piel como si fuera harina. Petra suspiró.

Un rugido rasgó el aire y antes de que otro mosntruo nos atacara corrimos lejos de allí. Podía ver la villa de casas a lo lejos, eran una sombra oscura y alta, recortada por la luz de las estrellas. Había nubes, estaban cubriendo el cielo, se avecinaba otra tormenta y yo esperaba irme antes de que nos al alcanzara.

Estaba tan fatigado, los pulmones me quemaban y tenía tanto sueño que creía roncar en lugar de jadear. Cuando llegamos a la villa la mitad de mis músculos se relajaron, era el pueblo donde estaba el portal. 

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