II. Cata... ¿Qué?

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Era alguien con la tripa hinchada, estirando la parte frontal de su camisa cubierta de humedad, estaba parado, con los ojos calvados al suelo y llorando. No sollozaba sólo las lágrimas se derraban de sus ojos quietos, deslizándose en silencio sobre unos pómulos pronunciados. Petra ahogó un grito, Berenice retrocedió impresionada y Sobe trastabilló hasta apartarse del hombre.

Entonces observé mejor la plaza en la que nos encontrábamos. El lugar estaba atestado de sombras y personas. Había gente parada, con la cabeza gacha, en medio de las calles, encaramadas en los tejados o plantadas sobre las rocas de la plaza.

Decoraban la cuidad como momias.

El cabello de las mujeres caía sobre su rostro como una cortina enmarañada, cubierta de gotas de rocío, sus brazos colgaban flácidos a los costados, sin vida. Todos tenían la misma postura. Lo único rígido eran las piernas que los mantenían de pie. Sobe recuperó el aliento y los ojos le brillaron con admiración y pavor admitiendo que algo lo había impresionado. Se aproximó al hombre que permanecía inmóvil al momento que Dante retrocedía blanco como el papel.

—Oiga, señor —intervino Petra centrando sus ojos polícromos en los cuerpos de personas que estaban apostados sobre los tejados, algunos mostraban indicios de vida porque tenían el pecho agitado como si acabaran de llegar allí corriendo—. ¿Se encuentra bien?

Extendió una mano dubitativa y le sacudió levemente el hombro. Pero el hombre sólo se sacudió como un muñeco, cuando ella soltó su hombro permaneció en la misma posición que lo había dejado.

Desvío sus ojos hacia mí en busca de apoyó. Tenía que hacer algo.

—Oiga, tiene algo en la camisa —dije quitando un jirón de musgo y alisando algunos pliegues. El hombre ni se movió—. Ya está, como nuevo.

En realidad, nada estaba como nuevo, se veía igual a un cadáver. Petra revoloteó los ojos.

La mirada café del hombre, fija en el suelo, me hacía saber que no estaba muerto además de que su piel estaba tibia. Pero aun así permanecía tan quieto que parecía una estatua humana. Sobe carraspeó y sacudió su cabeza.

—Esto se soluciona fácil —nos aseguró antes de volverse hacia el hombre—. ¡Mire, eso es una taladora! ¡No puedo creerlo UNA TALADORA! —señaló por detrás de su espalda pero él no se movió.

—Parece congelado —observé.

—Y tú pareces muy listo —contestó sarcástico, resoplando y cruzándose de brazos, insatisfecho consigo mismo al ver que su idea no había funcionado.

—Creo que son los hombres no humanos, no lo sé el del bar me dijo que se movían rápido y estos no se mueven. Tal vez no lo sea. Parece que está catatónico —dedujo Berenice desviando una mirada hacia el resto de los presentes y luego hacia las personas que estaban paradas en mitad de la plaza o en los tejados—. Catatonia, así de llamaba el lugar ¿No es lo que le da a una persona cuando ve algo que le asusta?

—Tal vez puedas sacarlos de su estupor con tus encantos de ramera —ofreció Sobe.

Berenice lo fulminó con la mirada.

—Tristemente es la mejor idea que tienes en el día.

La sonrisa torcida de Sobe se desdibujó como si ella se la hubiese borrado de un manotazo.

—Tengo buenas ideas —espetó.

—Ojalá hubiera un adulto aquí, él sabría que hacer —se lamentó Dante con expresión preocupada, ocultando sus ojos con la palma de la mano libre, aunque parecía hacerlo porque no quería contemplar los cuerpos.

—No puedes hablar en serio —resopló Miles con el mismo brillo en los ojos que Sobe, no era nervosismo, sólo una atención y luz que no era común en su mirada—. Los adultos del Triángulo no harían ninguna cosa que no hayamos hecho ya.

—¿Y qué hicimos exactamente? —quiso saber Petra.

—¿Qué no lo notaste? —preguntó Sobe fingiendo una genuina incredulidad—. Jonás acaba de limpiar la camisa de ese hombre. No se encuentran personas como esas todos los días.

Petra suspiró exasperada y le mandé a Sobe una mirada de «Para ya, colega»

—Parece que todo el pueblo está así —informé adentrándome en la plaza hasta la fuente. Me senté sobre el borde que estaba cubierto de hojas apelmazadas y marchitas. Los músculos de las piernas me palpitaban agotados.

La fuente tenía talladas dos criaturas que se abrían a los lados y parecidas a delfines pero con una red de aletas en el lomo. Tenían la boca abierta como si tiraran chorros de agua, antes tal vez habían resultado muy mono pero ahora uno de ellos se cernía sobre mí como si quisiera devorarme. Miles contempló la escena y sofocó una risa.

Escarlata descendió y se sentó a mi lado examinando algo interesante en la profundidad del agua. Estaba a punto de decirle que no saltara cuando se zambulló en el interior y me salpicó de agua sucia.

—¿Y ahora qué? —inquirió Dante adentrándose al interior de la plaza. Como todos tardaron en contestar se alejó unos diez metros hacia la fachada frontal de una casa y la alumbró con las llamas anaranjadas que crepitaban en su antorcha.

Entonces vi que no eran casas, eran negocios con rótulos sobre los umbrales y escaparates cubiertos de unas plantas extrañas y pulverulentas extendiéndose por encima de las ventanas, arcos y tracerías como venas ramificadas. Dante hizo a un lado las plantas, arrancándolas o barriéndolas con la mano e iluminó el interior que estaba atestado de figuras humanas en la misma posición inmóvil. El retrocedió presa de la impresión y regresó a mi lado con el eco de sus pasos resonando.

—Creo que no podemos ayudar a estas personas —apuntó Miles—. Es más que obvio.

—No quiero dejarlas aquí —añadió Petra disgustada por la idea como si eso no fuera posible.

—No creo que les importe —Miles hizo una bocina con sus manos y alzó la voz—. ¿Les importa si nos vamos? —aguardó a que alguien respondiera y al ver que no había nadie se encogió de hombros.

—No puedo creer que lo hayas dicho en serio —masculló Petra con desagrado.

—Lo hizo pero no está muy equivocado —terció Sobe colocando sus brazos sobre la cintura y tratando de sonar comprensivo—. Estas personas están perdidas. Algo me dice que magia, un conjuro o maleficio los tiene de esa manera con la cabeza embotada... claro, en el mejor de los casos. En el peor una criatura sumamente desconocida los asustó de tal manera que se petrificaron.

Petra pateó con desgana el borde de la fuente como hacía cada vez que estaba frustrada, sólo pateaba algo, bufaba y conservaba la compostura como si nada hubiera pasado. Si Walton estuviera allí la respaldaría.

—Babilon es atacado hace años ¿quieres decir que llevan años así? —pregunté rodeando con los ojos los presentes petrificados.

Sobe se encogió de hombros. El sol casi había desaparecido del horizonte. Las sombras se alargaron y se tornaron más densas como muros macizos, el cielo sobre nuestras cabezas, y detrás del follaje de los árboles, había adquirido un tono purpura. La temperatura descendía considerablemente y propagaba un aire tan frío que se colaba por mi ropa. Sobre la atmosfera se suspendía el olor dulzón de la descomposición, el aire cargado de humedad se sentía viscoso y olía a tierra mojada.

Estábamos en las sombras, si no tuviéramos las antorchas y la linterna ya hubiéramos escuchado cosas extrañas en la oscuridad.

—También creo que sería bueno un descanso... —intentó Miles.

—Eso sí que no —soltó Sobe y lo negó realizando un ademán dramático con ambos brazos pero parecía una pose barata de kung fu—. Descansáremos cuando atravesemos los tres pueblos y estemos a un lado de la montaña.

—Además yo no creo que pueda dormir con alguien viéndome —susurró Dante como si no quisiera admitirlo.

—Te dije que Jonás no volverá a verte mientras duermes.

—¡Eh! —protesté—. Eso nunca pasó.

—Me refería a los catatónicos —aclaró Dante sin comprender el chiste.

—Lo lamento —Sobe agitó una mano restando importancia al asunto y se dirigió al final de la plaza.

Suspiramos y lo seguimos. Petra reemprendió la marcha a regañadientes sabiendo que la democracia había ganado. Yo tampoco quería dejar allí a las personas pero no deseaba retrasarme sabiendo que Izaro en ese momento se encontraba realizando un hechizo de persecución.

Nuestros pasos, el cálido crepitar de las llamas y el leve rose de nuestra ropa árida era lo único que se oía en ese lugar. Los pueblerinos catatónicos permanecían en la misma posición como silenciosas estatuas a excepción de algunos que respiraban tan agitados que su pecho ascendía y descendía como si fueran globos inflándose. Su respiración agitada se oía cada vez más en el aire como si quieran que los notáramos.

Después de dos horas dejamos atrás cada pueblo hasta que Sobe afirmó que nos encontrábamos en el último. Dicho eso se encaramó a la copa de un árbol para comprobar su hipótesis.

—¡Cuidado con la savia que te hace sentir solo, odiarte u odiar a los demás! —dije colocando mis manos sobre las correas de la mochila.

—Eso es imposible —respondió Sobe con seguridad, sentándose sobre una rama horizontal.

—¿Es imposible que odies a los demás?

Sobe nos miró como si fuésemos insignificantes y negó con la cabeza manteniendo una sonrisa torcida:

—No, es imposible que me odie.

—Piérdete Payne —exclamó Petra comprimiendo una sonrisa.

Después de unos segundos que se perdiera en la espesura descendió torpemente, satisfecho consigo mismo.

—La montaña se ve enorme como lo es, aunque no pueden apreciarla desde aquí por todos estos estúpidos árboles.

Aterrizó en el suelo emitiendo un sonido sordo al caer sobre la tierra, se enderezó y caminó cimbreando la pierna como si ya no pudiera con ella. Recordé que siempre rengueaba y tal vez caminar todo el día para él era todo un desafío. Pero decirle a Sobe que no podía con algo era como escupirle en la cara, así que preferí omitir el comentario y seguirlo hacia el interior del camino.

Los catatónicos bordeaban un camino que serpenteaba por una callejuela, nos acompañaban como escoltas. Los edificios se alzaban por encima de nuestras cabezas y se encontraban recubiertos de rajaduras, raíces o polvo.

De repente reparé en un catatónico. Estaba sobre un tejado, con los brazos flácidos caídos a los costados y los hombros hacia delante parado en el flanco derecho de una chimenea. Su silueta era recortaba la luz de la luna y no pude ver su rostro pero si el resto de su cuerpo. Su voluptuosa panza, estiraba la camisa cubierta por manchas de humedad, tenía unas piernas delgadas y firmes y era la persona con la que Sobe había chocado a la tarde.

—Oye ¿ese tipo no lo cruzamos antes? —dije señalando vagamente hacia el tejado de lajas.

Sobe entornó la mirada y alzó la antorcha que chasqueó en el aire.

—Ña, es igual a los demás.

—¿Tú qué piensas Miles? —pregunté buscando apoyo.

Miles se volvió hacia atrás porque habíamos avanzado más allá de la casa. Se acomodó su gorra de lana aunque no se había movido, un acto reflejo que hacía sin voluntad cada vez que pensaba qué decir.

—Opino que necesitas gafas nuevas.

—Dante te pego los nervios ¿he? —bromeó Sobe.

—Dante no me pego nada.

—Es cierto —confirmó—. Dante no pega. Pegar, golpear, defender o actividad física no van con él.

—¡Te escuché! —dijo Dante desviando su atención de la conversación que llevaba adelante con Petra y Berenice.

Dejamos el pueblo atrás, la calzada se expandió y ramificó hacia varias direcciones, conduciendo a talleres de artesanos o graneros. Supuse que estaríamos en un inmenso campo de siembra en las afueras del pueblo pero ahora no eran más que árboles, maleza y personas catatónicas plantadas a intervalos en el camino. Los aullidos de animales ocuparon su lugar, sembrando un autentico terror en el bosque. Podía oír sus pisadas arrastrándose a poca distancia, haciendo crujir las ramas debajo de sus garras y sentí el peso de muchas miradas en mis hombros.

Llegamos al final del campo donde unas rocas peladas se alzaban a ambos lados. La luz de la luna delineaba la montaña, alcé la cabeza y pude ver que era tan alta que se perdía en las nubes. Su roca grisácea se veía plateada en la oscuridad y se erguía como un muro de piedra que había crecido abruptamente. El camino por el que andábamos se ensanchaba en el interior de la montaña serpenteando hasta perderse de vista. Aquel sendero era envuelto por unas rocas irregulares pero rectas, se alzaban como si alguien le hubiese dado forma a la montaña para que sea atravesada y no trepada.

—La montaña de los dioses —susurró Dante conmocionado con la idea.

—Qué chorradas tienen los dioses —exclamó Miles alzando la cabeza para divisar la interminable cordillera—. Yo que ellos me consigo un edificio con penthouse o un yate, no una sosa montaña.

—Shh —lo siseó Dante—, no molestes a los dioses.

—Los dioses no existen —refunfuñó él enterrando sus manos en los bolsillos de su sudadera, la que se había puesto al sentir frío—, ya sabemos que casi todas las historias de dioses en realidad son monstros poderosos, trotamundos o espíritus.

—Entonces no enfademos a los espíritus —soltó Petra y depositó sus ojos en Sobe.

Sobe hizo una mueca, clavó la antorcha en el suelo, el fuego que la remataba se sacudió y él se desplomó a su lado. El sudor se escurría por su rostro y su piel brillaba con un tono perlado. Plegó sus brazos detrás de su cabeza y los cruzó exhalando una bocanada de aire. Se revolvió incómodo por la mochila y se la descolgó dejándola a su derecha para regresar a su posición inicial, descansando apaciblemente. Berenice lo miró con impaciencia y Petra revoloteó los ojos.

—Supongo que es tu manera de decirnos que llegamos —dijo ella inclinándose hacia Sobe, colocando las palmas de sus manos sobre las rodillas.

Él le dedicó una sonrisa socarrona:

—Sí, si nos introducimos en esta montaña estaríamos en nueve horas, más o menos, con el sanctus o al menos en su territorio. Pero en lo que a mí respecta necesitamos al menos una una hora de descanso. Necesito dormir. Mis pies lloran sangre.

—Si hay algo más asqueroso que tus pies es imaginar a tus pies llorando sangre.

Sobe se encogió de hombros con indiferencia.

—O podrías imaginar ojos rojos en cada uno de mis dedos, ojos llorando sangre, a puesto que eso le ganaría en asqueroso.

Petra retrocedió erizando el labio del asco y se recostó en el suelo tumbando su espalda contra la corteza del árbol. Dante improvisó una fogata con Berenice y ambos se recostaron a su lado. Miles buscó en su mochila un videojuego que contaba con una pequeña pantalla y botones a los costados. Se sentó a un lado de Petra y cuando ella se incorporó interesada comenzó a explicarle cómo ganar Plantas Vs. Zombies.

—Tiene poca batería así que tendremos que contentarnos con pocos niveles —explicó.

—No entiendo por qué las plantas batallan contra los zombies. Se supone que los zombies se alimentan de carne humana o de animal —dijo Petra—. Y los animales y humanos a su vez destruyen las plantas o las comen ¿ellas no deberían estar agradecidas y ser amigos o aliados de los zombies en lugar de golpearlos? Digo... si alguien se come a la persona que quiere comerme yo estaría muy agradecida con él.

—Ah —dijo Miles enfrascado en su juego y levantó la mirada unos segundos, se acomodó la gorra sin saber qué responder y añadió—. Yo sólo me limitó a jugar.

Ambos se veían exhaustos pero parecían no poder dormir. Mantenían unas profundas y oscuras ojeras debajo de sus ojos, sus mejillas no tenían color, sus párpados caían agotados, tenían la mirada cansada y los ángulos del rostro definidos por sombras. Seguramente me veía igual que ellos pero por alguna razón no podía conciliar el sueño. Berenice, Dante y Sobe no habían tendió ese problema, estaban desplomados sobre el suelo con los brazos o las mochilas debajo de la cabeza. Durmiendo con la respiración pesada.

Mis piernas palpitaban del agotamiento como si hubiera un corazón vivo y caliente allí mismo. No era un chico que hacía actividades físicas, era más bien de los que interpretan a la wii y el ajedrez como deporte, siempre me elegían al final en los juegos de pelota y la única vez que había encestado un punto fue porque el balón chocó contra mi cara. Quería arrancarme la pesada cota de malla después de todo no me había sido útil a lo largo de todo el día.

Me recosté en al árido suelo mirando hacia el sendero de roca que se perdía en el interior de la montaña. El cielo tachonado de estrellas lo coronaba. Tenía la sensación que una bestia rabiosa se precipitaría por el camino, allí donde trazaba una curva y se perdía. Un escalofrío me recorrió la espalda y me aproximé hacia el fuego apartándome del pie de la montaña.

Me incorporé listo para montar guardia. Sentía la carne de mi brazo abierta y el agotamiento de mi cuerpo palpitando, además, una sensación de alarma me obligaba a mantenerme alerta.

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