II. El temor de tener miedo

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 Llegué al campamento que en realidad eran mis amigos durmiendo en la posición con la que cayeron al suelo. Los sacudí y cuando abrieron asombrados los ojos, puse un dedo sobre mis labios indicándoles que guarden silencio. Rápidamente desperté a todos y les indiqué que me siguieran.

—Izaro esta aquí —susurré cuando se pusieron en marcha.

Dante se detuvo a medio movimiento mientras se colgaba la mochila. Su piel morena y oscura estaba perlada por una capa de sudor, en la penumbra se veía como el petróleo. Rápidamente se volteó y le explicó a Miles con gestos que guardara silencio y dejara de preguntar:

—¿QUÉ SUCEDE POR QUÉ NOS MOVEMOS? ¿QUÉ PASÓ? —tal vez él creía que estaba susurrando o... no sé que creía que hacía pero la realidad era que estaba gritando a los cuatro vientos.

Sobe se volteó exasperado y le cubrió la boca con las manos. Miles guardó silencio, dirigió sus ojos verdes y llenos de expectación hacia él, que se encontraba detrás de su espalda. Lo soltó lentamente, enterró sus manos en los bolsillos, observó el suelo y caminó cabizbajo imitando a Zigor, luego elevó la mirada con soberbia observando siempre al frente con la barbilla en alto. Miles abrió los ojos como platos.

—El escuadrón de la Z... —susurró.

—Sí —me puse frente a su campo de visión y asentí —pero debemos apurarnos —añadí agitando una mano.

Miles comprendió y echó a correr junto con nosotros por el desfiladero sin hacer más preguntas. No sabía si Izaro o Zigor había escuchado los gritos de Miles o si habían decidido practicar de nuevo el hechizo de persecución que los había llevado hasta allí. Sólo quería correr lejos y encontrar de una maldita vez al maldito sanctus, escapar de los malditos bosques de Babilon y poder tomarme la siesta más larga de mi vida.

Corrimos a través del desfiladero lo más rápido que pudimos, nuestros pasos repiqueteaban como masas contra metal. El lugar olía a polvo acre y la oscuridad no ayudaba a que fuéramos más deprisa. De repente el camino se ensanchó y se torció hacia la izquierda. Había muchos otros pasadizos que conectaban con el central e incluso te mareaban haciéndote dudar cuál era por el que debías caminar. Pero Sobe parecía que sabía a dónde iba, tenía el mapa arrugado en el puño y lo observaba cada unos instantes, sin siquiera detenerse o aminorar la marcha.

De repente un derrumbe nos interceptó. Era un montículo de rocas que bloqueaba la salida. Medía unos seis metros.

—Un derrumbe —murmuró Dante pasando el peso de cuerpo de un pie a otro.

—Sé lo que es —contestó Sobe exasperado.

—¡POR QUÉ LOS DIOSES NO ARREGLAN SUS COSAS! —replicó Miles dirigiendo las manos hacia su gorro como si de allí pudiera sacar un nuevo camino.

Sobe observó rapidamente el mapa, me asomé un poco y vi lo que él escudriñaba. Las montañas estaban surcadas por un montón de estrías negras que eran los pasadizos por los que estábamos. Me pregunté cómo se orientaba allí, cada marca se veía igual a la anterior. Sus ojos iban de un lado a otro, de repente captó algo de su interés, petrificando allí su mirada cargada de ansiedad. Me señaló frenético el rincón de la hoja, apuntando a uno de los surcos.

—Lo sabía, lo sabía, Jonás, mira, hay un atajo. Podemos evadir el derrumbe. Tienen que tomar el camino lateral. El de allí —dijo señalándome un pasillo a unos tres metros, era tan estrecho y oscuro que se parecía más a una grieta que a un desfiladero—. Podemos esquivar a Izaro y de todos modos saldremos a un lado de la cascada boreal, en el claro del sanctus. Es nuestra oportunidad para evitar una pelea que en estas condiciones de seguro no ganaremos.

—Buen optimismo —encomié—. Pero Izaro sonaba perdida así que eso nos da una ventaja.

Fuimos hacia la abertura. Sobe que estaba en la entrada de la fisura, montando guardia en los corredores oscuros para asegurarse de que Izaro no emergiera de allí. Le sonrió de oreja a oreja a Berenice y pasó el brazo por encima de sus hombros.

—¿Viste que bien me manejo con los mapas?

—Te diré que sí cuando de verdad nos alejemos de esa loca maniática.

—Me gusta cuando insultas a la gente de esa manera.

Berenice revoloteó los ojos adrede, haciéndole entender que la estaba molestando pero que no estaba molesta. Suspiró y la hostilidad de sus ojos se desvaneció. Se desligó de su brazo, se internó en la abertura, abriéndose paso con dificultad y arrastrándose paralelamente a las paredes que sofocaban el camino. Miles la siguió y Petra respiró aire agotada, recostando su espalda contra una roca. Tenía el báculo en su mano pero lo sostenía como si le pesara, ya no lo movía con la misma agilidad rauda y esbelta con la que siempre actuaba. Es más arrastraba los pies y hundía los hombros.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí —susurró.

Me habló así que eso era un avance, no estaba tan enojada. Eso era lo bueno de Petra, nunca podía enojarse de verdad. Nos deslizamos al interior de la grieta, donde el aire estaba cargado de polvo y humedad y había muchas telarañas e insectos. Era un camino difícil, pero sin duda Izaro no nos seguiría por allí, para empezar porque creería que íbamos por el desfiladero principal y también porque mandaría a su sirviente tras nosotros antes de tener que meterse ella en un lugar tan asqueroso. Al cabo de unos minutos Dante rogó:

—Recuérdenme por qué hago esto.

—Que memoria precaria Álvarez —bromeó Sobe.

—Porque quieren saber si están destinados a esta guerra o si un tipo hace un año les tomó el pelo diciéndoles que harían grandes cosas —dijo Berenice.

—Si lo dices así suena un poco tonto —respondí.

—No lo creo, los rumores en el mundo de los trotamundos por lo general siempre son ciertos —respaldó Sobe—. Un ejemplo verídico de ello es que se rumorea que soy un apuesto, poderoso y aventurero Creador.

—Tu ejemplo sólo vuelve menos fuerte lo que acabas de decir —dije con una sonrisa.

—Si estamos destinados a la guerra que se avecina entonces apareceremos en el libro de Solutio —apuntó Petra haciendo a un lado con su báculo un cúmulo de telarañas—. No lo sé... Eso depende de que tan vital sea nuestra participación.

—Espero que no cuenten tanto conmigo porque los domingos no trabajo —dijo Sobe cruzándose de brazos.

—Yo espero ser cocinero de guerra o algo fácil —habló Dante—. Me sale un arroz con leche exquisito.

—Si eres cocinero de guerra espero morir en una de las primeras batallas —se burló Sobe.

—En caso de que aparezcamos en el libro de Solutio tal vez se los autografié cuando lo encuentren —dije para aligerar la tensión.

Berenice se detuvo en seco.

—¿Qué sucede? —preguntó Sobe.

Miles vio que nos deteníamos y se petrificó.

—¿No escuchan eso? —inquirió Berenice.

Estaba a punto de preguntarle a qué se refería cuando salió disparando hacia el interior del desfiladero. Por no haber dormido en mucho tiempo, ni descansado, se podía mover muy rápido. La llamamos a gritos pero ella no aminoró la marcha aun cuando las paredes eran tan estrechas que lastimaban su piel al deslizarse. Simplemente corría desesperada.

De repente llegó a mis oídos el murmullo de una cascada. Luego el sonido se incremento hasta convertirse en un atronador chasquido. La grieta por la que andábamos desembocó en una amplia gruta con una espesa cortina de agua vertiéndose a un lado.

«La cascada Boreal» pensé.

La montaña nos había conducido hasta el otro lado de la cascada. El aire estaba cargado de humedad y olía a tierra mojada y arena. La luz del día se filtraba a través de todas las toneladas de agua que emitían un atronador chasquido al verterse contra el río, muchos metros debajo. Luces de todos los colores iluminaban las rocas. El cielo estaba gris, ribeteado con trazos dorados que se propagaban del sol y atravesaban las macizas nubes.

Berenice se detuvo jadeante y contempló el lugar. Sus ojos inexpresivos e inhóspitos se posaron en una saliente que descendía hacia el pie de la montaña. Ella corrió en esa dirección y Sobe y Petra la secundaron.

—¿Hacia dónde va? —preguntó Dante reacio a moverse.

Dante no era emprendedor, no era de hacer las cosas sin cuestionar como Sobe y Petra, por mi parte estaba acostumbrándome y Miles no comprendía nada en absoluto.

—Mejor sigámoslos, no sea que terminemos perdidos.

—¿Termino partido? —preguntó Miles observando hipnotizado la cortina de agua, que media seis metros de largo, y depositando la mitad de su atención en nosotros.

Descendimos por la saliente y de repente me encontré pisado césped. Mullido, verde, esponjoso, recto y fresco césped. El río discurría unos metros a nuestra espalda pero su sonido no perturbaba la tranquilidad del lugar, es más, lo volvía acogedor. Un arco de árboles se abría en un radio que podía contener campos de futbol enteros, en el centro del claro se alzaba lo que antes pudo ser una acrópolis.

Columnas acanaladas estaban erguidas en línea o torcidas a medio desmoronarse, muros de piedra caliza se esforzaban por esbozar lo que el tiempo había derruido. Pero a diferencia del resto de las construcciones abandonadas esta estaba totalmente limpia, sin raíces, ni maleza, a excepción de que el suelo estaba cubierto con cascotes.

Berenice se encontraba en el inicio, apoyando una mano sobre la columna, había dejado de correr y observaba las ruinas como un desafío. Una fina y ligera capa de niebla se suspendía sobre el suelo.

—Bueno —dijo Sobe al cabo de unos segundos, puso los brazos en jarras y resopló—, es la primera vez que corro tras una chica y no al revés. Siempre se puede hacer cosas nuevas ¿o no? —preguntó volviéndose a nosotros—, como por ejemplo puedes, por una maldita vez, decirnos qué pasa por tu cabeza.

—Creí que me llamaban —respondió Berenice suspirando, recostándose sobre la columna y deslizándose de espaldas—, era Wat. Era la voz de Wat.

—Nada es real aquí Berenice —susurré.

—Lo sé, lo sé —admitió ella y elevó sus ojos hacia nosotros tenía las rodillas flexionadas y apoyaba sus brazos sobre ellas—. Sabía que podía tratarse de una trampa pero si era un trampa valía la... saben qué olvídenlo. De todos modos, teníamos que llegar a la cascada.

—De hecho... llegamos —afirmó Sobe—. Definitivamente.

Había desplegado su mapa y lo elevaba frente a sus ojos escrupulosos que por primera vez se deslizaban sobre el papel como si no lo comprendiera. Se suponía que el sanctus estaba en un claro, detrás de la cascada. Ya habíamos atravesado la cascada y el amplio arco de árboles definía los contornos del claro más grande que había visto. Me pregunté donde demonios estaba el sanctus cuando unos pasos firmes hicieron crujir la gravilla del suelo. Nos volteamos. De la densa niebla, detrás de una columna, emergió una silueta.

—Tienen miedo —dijo una voz que ya conocía—. Muy bien, me aprovecharé de eso, cuando terminemos temerán tener miedos.

Adán nos sonrió. 

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