II. Por qué no nací hombre

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Era un palanquín transportado por los hombros de más de una decena de hombres. La pequeña habitación era de forma ovalada y rodeada de cortinas blancas para que se filtrara el aire libre. De allí se resbalaban risas. Había cuatro largos travesaños de madera que servían para el transporte y era donde se ubicaban los hombres en igual número por delante y por detrás. Fue en ese sector en el que se concentró Petra.

Ella se encontraba a mi lado, escondida en la maleza, cuando se levantó y caminó tranquilamente al centro del sendero. No habíamos hablado mucho de lo que sucedió en el bosque. Nadie lo había hecho. Se levantó.

Parada en medio del sendero, desencadenó dos cuentas de uno de sus brazaletes, eran de colores pardos y al arrojarlas al suelo reventaron en una nube azul vaporosa. Ella extendió su báculo apuntando al vapor y murmuró unas palabras. La neblina azul fue disparada como un proyectil a los hombres que comenzaban a detener la marcha.

Al instante que el vapor los rodeó ellos se detuvieron y cayeron inconscientes al suelo. La pequeña habitación que cargaban se desplomó levantando una nube de polvo que se propagó al igual que el silencio.

El plan estaba en marcha. Llegó mi parte y salí del escondite. Corrí hacia los hombres inconscientes en el suelo. Las risas del palanquín se habían detenido así que hice que mis pies marcharan rápido pero silenciosos. Mi cuchillo estaba manchado con sangre de un animal parecido al cerdo que había conseguido Walton. Fue a comprarla unos minutos antes en una carnicería. Al carnicero no le resultó una petición extraña, es más, la vendía habitualmente y estaba en oferta.

Tenía una bolsa de cuero en la mano con sangre fresca sacudiéndose dentro. Me concentré en dos hombres, mojé sus cuellos con sangre y luego vertí el contenido de la bolsa en sus yugulares. El resto hizo lo mismo.

De repente un hombre descendió del palanquín con el rostro avinagrado como si estuviera a punto de regañar a sus sirvientes. Tenía un látigo en la mano y lo aferraba con furia como si quiera adherir el cuero a su palma. Walton preparó una flecha.

No sabía en qué momento pero Petra desenlazó su látigo de cuero que cargaba siempre en la muñeca, lo tenía dispuesto en la mano y en la otra sostenía su báculo. Con un azote fugaz le arrebató el látigo de la mano al hombre.

—Bajen con las manos en alto y pueden que continúen vivos —dictó Sobe preparándose para su parte favorita: donde saboreaba el crédito de su plan.

Los ojos del hombre rodaron hacia sus sirvientes cubiertos de sangre y extendidos en el suelo para luego contemplar nuestras armas desenfundadas y frescas. Finalmente dirigió su mirada, que se encendía de rabia en cada segundo, hacia su látigo, el cual Petra le había arrebatado, irónicamente, con un látigo. La ironía era tan deliciosa.

Picó el anzuelo y creyó que éramos unos verdaderos asesinos. Alzó las manos y bajó del palanquín. Tenía los cabellos canos y su rostro terminaba en punta como la barbilla de un gato. Cuatro chicas hermosas y con poca ropa bajaron junto con él. Estaba de seguro que no eran sus hijas, sobrinas, primas y ni siquiera amigas. Eran muy jóvenes, deberían tener veinte años.

Sobe esbozó una sonrisa como si un pensamiento pervertido se cruzara por su cabeza.

—Ustedes no saben con quién se están metiendo...

—Sí, sí, seguramente eres alguien importante...

—Soy el supremo...

—Pero tu título no importa —continuó Sobe interrumpiendo al hombre—. No me importa a mí y tampoco le importará a la muerte a la hora de llevarte —Él colocó su daga fresca sobre el cuello tensado y palpitante del hombre y preguntó con aire desinteresado—. ¿Crees que un noble sangrará menos que un sirviente? —desvió una mirada a los sirvientes falsamente degollados—. ¿Quieres averiguarlo?

El hombre permaneció en silencio tragándose toda su indignación y comprimió con desdén sus labios, estaba de rodillas y sus ojos marrones resplandecían de cólera. Tenía facciones muy adustas y la piel bronceada pero sin ninguna tonalidad extraña. Parecía uno de esos guardavidas que en las piscinas públicas no te permiten respirar, correr, comer, ni ser feliz. Las cejas sobre sus ojos eran desmedidamente plateadas y muy finas. Sus acompañantes estaban paralizadas. Sobe las miró y luego observó con asco al hombre.

—Te haré una pregunta —exclamó Sobre poniéndolo de rodillas con brusquedad. Walton le lanzó una mirada que decía «Tómatelo con calma amigo» —Quiero que sólo respondas sí o no ¿Ibas a la coronación de Nisán?

El hombre tardó en responder pero cuando lo hizo escupió un desdeñoso:

—Sí.

Petra se adelantó un paso. Lo escudriñó por unos segundos, luego desligó la bufanda roja que tenía anudada en su cinturón. Con tranquilidad se la colocó sobre el cuello y su figura se estiró. En menos de un segundo había dos hombres con rasgos severos pero los ojos de uno tenían un brillo indulgente y bondadoso. El original que estaba de rodillas abrió sus ojos como platos.

—Pero qué... ¡Te ves cómo yo! ¡Brujería!

—Es ciencia —corrigió Petra con paciencia.

—Shh —le indicó Dante.

El hombre largó una risa cavernosa y poco divertida.

—¿Quieren robarme la identidad? —volvió a reír—. Inténtenlo, es evidente que no saben con quién están tratando y cuando lo descubran lo lamentarán.

—Eh, mi amigo dijo que te callaras —le recordó Dagna apuntándolo con el chuchillo.

Las chicas retrocedieron. Sobe sacó una soga de su mochila mientras ella les indicaba a los pasajeros del palanquín que juntaran las muñecas por detrás de la cintura.

—Disculpen señoritas —dijo Walton mientras las ataba.

Petra dio una media vuelta, observando su nueva identidad, sin duda eso era más ilegal que falsificar documentos o usar una identificación falsa para ingresar a lugares chulos.

—Tengo una mejor idea —expuso Berenice deteniendo el trabajo de arrastrar los cuerpos de los sirvientes hacia un lado del camino.

Dante, Miles y Sobe la estaban ayudando. Decidimos que Cam y Alb después de derramar la sangre se apartaran de la operación por si las cosas salían mal. Pero algo me decía que estaban espiándonos desde los arbustos porque Escarlata jugaba con algo detrás de las plantas.

—Ese cerdo parece tener muchas amigas —dijo desviándole una mirada ponzoñosa al hombre con las manos atadas—. Ellas iban en esa cosa rara de ahí —señaló el palanquín— así que iba a llevarlas a la ceremonia. Supongo que si muestra a sus amigas en público la gente está acostumbrada a que vaya acompañado de chicas hermosas.

—¿Y? —dije.

—Y que uno de ustedes podría hacerse pasar por el hombre y nosotras podríamos pasar a la fiesta por sus acompañantes.

—Hay un problema en tu plan, un detalle que acabas de mencionar y tal vez no percibiste —comentó Sobe—. Pero si mal no recuerdo dijiste chicas hermosas y sólo hay una bufanda para cambiar la apariencia.

Dagna pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro un poco incómoda.

—No creo que pueda fingir ser una chica de alta sociedad.

—Sí, concuerdo con Dagna. No es tan buena fingiendo —añadió Dante arrastrando por los brazos un morrudo sirviente y ocultándolo tras un matorral.

A Petra parecía gustarle la idea. Se arrancó la bufanda y se la tendió a Walton. Estaba por descontado que Miles no podría fingir ser el noble porque no escuchaba ni sus pensamientos, Sobe cojeaba y la magia no podía corregir eso, Dante era muy nervioso y yo al parecer no había sido una buena opción.

Iba a protestar pero Berenice se adelantó a dar opiniones. Tenía sangre seca en las manos y la estaba limpiando en el traje del hombre mientras este la fulminaba con la mirada. Me parecía incómodo que se quedara ahí mirando.

—Muy bien, el resto serán los sirvientes. Tienen más pinta de eso.

—¡Eh! —protesté.

—Lo siento Jonás, pero este mundo es discriminativo, ya sabes lo que piensan de los defectos ¿Qué otra cosa podrían ser un cojo, un sordo temporal, un moreno y alguien cubierto de cicatrices?

—Vaya, no quiero imaginarme como hubiera sonado eso si fueras de este mundo —exclamó Sobe con un resoplido sarcástico.

—O como hubiera sonado si no fueras mi amiga —añadí para que sintiera culpa pero ella no demostró sentir ni la brisa del aire.

—Sí —convino Petra como si pensara en voz alta—, Walton es muy perfecto para ser sirviente.

Walton sonrió al mirarla.

—Eso crees ¿Petra?

Ella le desvió la mirada, estaba muy roja.

—Quise decir que...

—No perdamos tiempo —la rescató Berenice. Eso me molestó quería ver a dónde llegaba.

Las chicas con tonalidades raras de piel continuaban paralizadas. Walton asintió, nos apremió y dijo que no perdiéramos tiempo mientras se ponía la bufanda. Le saqué la vestimenta a un sirviente y me la puse pero me iba muy grande. Eran unos pantalones holgados, sin zapatos, un chaleco que no abrigaba y un gorrito que parecía una burla.

Dante parecía incómodo exhibiendo su pecho, era tan delgado que tenía un hueco huesudo el esternón, él estaba buscando una manera de cubrirlo mientras Sobe comprimía una risotada al verlo.

—Me recuerdas a Aladino.

—¿QUÉ PADRINO? ¿QUÉ ES TAN GRACIOSO? —Inquirió Miles mientras se colocaba el chaleco. Su piel era muy blanca y todo su tronco estaba cubierto de pecas al igual que el de Sobe.

Sobe lo palmeó y le susurró que lo olvidara.

Walton estaba tranquilizando a las chicas y pidiéndoles gentilmente un intercambio de ropa mientras Petra las calmaba prometiéndoles que no le haría daño y dándoles dinero de ese mundo a cambio. Eso pareció cambiar la actitud paralizada de las acompañantes. Petra buscó en su mochila un pequeño saquito pesado y tintineante, repleto de monedas. Se lo colocó a una en las manos como señal de paz. Al parecer nunca habían sostenido tanto dinero. No le pregunté dónde lo había conseguido. Simplemente permanecí apartado porque al parecer yo tenía un aspecto de loco y el resto no tenía gesto tranquilizador.

Les robaron todas las joyas que el hombre tenía en su equipaje y se la dejaron a los sirvientes, también le dieron unas cuantas a las muchachas.

Berenice y Dagna esperaban cruzadas de brazos, unos centímetros detrás, a que Petra terminara. Finalmente, las chicas accedieron con una leve inclinación de cabeza como si nosotros les hiciéramos un favor a ellas y se introdujeron al interior de la pequeña habitación con mis amigas.

La ropa de sirviente era muy incómoda, no sólo picaba y me iba grande si no también que era como estar vestido literalmente con harapos. Hacía mucho frío y la humedad era muy espesa como para tener un inútil chaleco.

Después de unos minutos Petra descendió del palanquín. Estaba vestida con una toga muy escotada y ajustada en la cintura que despertaba tu interés por las togas. Tenía sus bronceados brazos descubiertos y conservaba los brazaletes lo que la hacía parecer una bailarina exótica. Se había recogido el cabello en un elaborado peinado con cadenas. Tenía un maquillaje que decía «Oye, tú mortal inferior, mírame» Se veía como esas chicas del instituto que ponían los ojos en blanco cuando le hablabas. Estaba... bonita.

—¿Cómo me veo?

La pregunta me desconcertó.

—Como una de ellas.

—Quiere decir una ramera —agregó Sobe y luego desapareció por donde había venido.

Berenice y Dagna descendieron después. Ambas estaban hermosas y vestidas igual que Petra. Todas llevaban togas provocativas y sandalias de cuero.

Dagna parecía estar incómoda hasta cuando respiraba, se había recogido su cabello en lazos y rehusado a usar maquillaje. Si su semblante antes expresaba disconformidad ahora estaba más que molesta, aunque su entrecejo fruncido no la hacía ver muy refinada. Su cara pálida combinaba con la toga que estaba muy ceñida en todas partes del cuerpo.

Berenice tenía su cabello azabache suelto sobre los hombros y se había colocado una pequeña corona de flores. Había cubierto su marcador con un lazo rojo como la sangre y sus definidos labios también exhibían un carmín intenso. Estaba igual de molesta que Dagna pero ella si sabía ocultar sus emociones. Caminó grácilmente hacia nosotros como si de verdad fuera de la realeza. Si había alguien que lograría fingir esa era ella, sólo necesitaba observar las actitudes de los nobles de ese mundo para saber cómo actuar con mayor naturalidad.

Sobe se acercó hacia ella mientras el resto verificaba su nueva identidad, Walton y Miles amordazaban al hombre que no dejaba de bombardearnos con miradas asesinas pero que se mantenía en silencio como si ya supiera tratar con la escoria de la sociedad.

—Vaya que te tomas las cosas en serio —le dijo— Una mujer te dice ramera y a los dos días te recibes de eso. Mejor comienzo a llamarte «sanctus» ¿No?

Ella no lo miro mientras descargaba el equipaje del noble y lo desplomaba sobre el suelo. No le dijo nada.

—Berenice, me concederías el honor de ser tu sirviente por estos tres días. Si tengo que fingir obedecer a alguien me gustaría que seas tú, una persona con carácter de verdad, no como Petra.

—¿Tengo opción?

—¿Quieres que responda?

Ella le dedicó una media sonrisa y él la ayudó con el equipaje.

Una vez listos sólo quedaba la parte más difícil: ocultar la evidencia. No sé que le dijeron Walton y Petra a las chicas pero no sólo se pusieron la ropa de hombre que antes traían mis amigas si no que nos ayudaron a trasladar los cuerpos inconscientes al interior del camino. Camaron y Albert aparecieron para echarnos una mano.

Hablé un poco con una de ellas, tenía la piel con una ligera matiz naranja, me dijo que se llamaba Sodia y que nunca le había caído bien Cuervillo, así se llamaba el hombre, sólo trabajaba para él por falta de dinero. Le pregunté si le pagaban bien y ella dijo que sí, pero por hacer cosas desagradables.

—¿Cómo cuales?

—Como esta.

—¿Arrastrar cuerpos?

—No, hablar contigo.

—Ah.

—Es dama de compañía, finge que le cae bien todo el mundo y los deleita con su belleza —explicó Petra y le lanzó una mirada de advertencia a Sobe—. No pienses otra cosa.

La chica asintió, luego permaneció en silencio al igual que las otras tres. Petra había dejado en un sueño sereno a Cuervillo y Walton lo llevaba en su espalda, como un costal de tierra, junto con otras dos personas que cargaba.

Petra dijo que los sirvientes y el señor estarían inconscientes con suerte cuatro días y con poca suerte sólo dos. De todos modos los dejamos en un pequeño claro donde antes habíamos montado un toldo. Los abandonamos debajo de la lona y nos fuimos. Nadie pasaba por esa parte de la ciudad, era un lugar inhabitado, cerca de inferne que estaba tachado de mala fama y de los rincones de refugiados a los cuales la gente tampoco solía frecuentar. Las acompañantes vestidas de hombre se fueron por un lugar oscuro dándonos las gracias.

Respondí el «De nada» más extraño que pronuncié en mi vida.

Agarramos el equipaje de Cuervillo y lo dejamos junto a su cuerpo. Walton sacudió el polvo de sus manos mientras camuflaba el toldo con hojas y ramas de modo que parecía una montaña de basura de bosque en lugar de un noble y sus sirvientes escondidos. Las apiló de manera vertical, les construyó un improvisado hueco en el techo para que pudieran respirar bien y luego lo cubrió de hojas secas.

Nos dirigimos a la ciudad mientras practicábamos la historia. Cuervillo, es decir Walton, había sido atacado por una banda de ladrones, daríamos unas descripciones y una dirección opuesta en la ciudad. Los alejaríamos lo más que pudiéramos de la evidencia. Diríamos que sólo nos habían perdonado la vida a nosotros porque se les antojó no ensuciarse la ropa con mucha sangre. Sonaba casi convincente.

Petra había vivido casi un mes en Babilon así que sabía un poco de las actitudes de las personas.

Si no perteneces a la misma clase social entonces ni siquiera le diriges la palabra, es más, puedes hacer lo que quieras con una persona de baja sociedad. Me resultó extremista pero lo entendí rápido era algo así como pertenecer a un piso de oficina.

La persona pobre no tenía derechos y el rico sí tenía y ese derecho era hacer lo que quiera. Sonaba como mi mundo unos cuatrocientos años antes de que yo naciera.

Petra dijo que todos los sirvientes tenían una cicatriz marcada en el cuello.

Era un mundo muy religioso. Ese mundo tenía muchos dioses y la escala de poder e importancia que tu vida tenía era así: dioses, reyes, sacerdotes, nobles, artesanos, campesinos y, al final de todo, sirvientes y después animales. Por eso a los sirvientes lo marcaban en el cuello con el símbolo de algún dios, para que se sientan un poco más protegido, de acuerdo tu personalidad la marca del dios que recibías. Un sacerdote debía hacerte la marca, con un cuchillo caliente. Por eso Petra nos exhortó a taparnos el cuello.

—Ejem... quiero cambiar de disfraz —balbuceó Dante acariciando su cuello— No quiero ser sirviente y moreno.

Se lo negaron dándoles muchas razones, una de ella era que no había más disfraces para chicos, sólo de esa se lamentó Dante:

—¡Por qué nací hombre! —gritó teatralmente al cielo como si pudiera bajar alguien de allí a darle razones también.

Sobe se volteó para echarle una inspección.

—Créeme las razones de por qué eres hombre también son, para mí, difíciles de encontrar.

—Lo que es difícil de encontrar es la razón de por qué no te amordazamos la boca —le reprochó Petra defendiendo a Dante.

—Porque soy el dios Soberano de tu mundo y sería una falta de respeto.

—Te confundieron con el dios de mi mundo pero no lo eres —masculló.

—Y acá estás lejos de ser un dios —le recordé.

—Si cada mundo tiene un creador de verdad no quiero conocer al tipo que inventó este sitio —afirmó Sobe.

Todos le dimos la razón.       

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