La pelirroja me deja un regalo de despedida

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Cuando desperté lo primero que oí fue el trinar de los pájaros y algunos chirridos de animales que no encuentras en un zoo. Eso me hizo saber que me hallaba en el Triángulo, además de la calidez y humedad del ambiente. Me incorporé en sábanas sudadas y parpadeé por el exceso de luz.  

 Me encontraba en la enfermería, una habitación alargada de piedra caliza, repleta de camillas, estanterías con medicamentos, tónicos, y hierbas curativas. Casi toda la estancia estaba atestada de plantas, de modo que parecía que estaba durmiendo en un invernadero. El techo abovedado era de madera y se elevaba muy alto para dejar crecer a las hierbas y árboles libremente. La extensa habitación estaba repleta de ventanas que permitían que la luz diurna se abriera paso a los alrededores. Estaba bajo la sombra de lo que parecía un helecho, en una maceta tan grande que pudo haber sido una fuente. Pero no era un helecho, sus hojas eran rojas y resplandecían opacamente como si hubiesen sido pintadas con cera. 

 A mi lado se encontraba Sobe durmiendo en otra camilla bajo la sombra del mismo árbol. Algunas hojas rojizas habían caído sobre sus sábanas como si quisieran taparlo por completo.

Tenía la mente alborotada. Busqué a mi alrededor y al no encontrar a nadie me escabullí a la camilla de Sobe, lo sacudí y se despertó balbuceando: 

 —¡Ese tonto es inocente! 

 —Sobe soy yo... —le susurré. 

 —Ah —parpadeó confundido—. Otro tonto.  

 Comprimí la mandíbula. 

 —¿Qué sucedió?  

 —Un sueño —murmuró y se frotó los ojos—. Ya sabes los sueños que nos regaló Gartet. Estaban ejecutando a alguien, lo llamaba Totón, decían que hizo algo imperdonable, que violó muchas reglas. Pero nunca lo vi en mi vida, no sé por qué lo soñé.  

 Sobe se incorporó dejando caer un montón de hojas secas al suelo. Inspeccionó un poco tenso los alrededores y al comprobar que era la enfermería del Triángulo sus hombros se relajaron. 

 —¿Recuerdas cómo llegamos hasta aquí? —pregunté y él negó con la cabeza. 

 —Ni siquiera recuerdo haberme cambiado de ropa. Lo último que vi fue a la estúpida pelirroja caminando en el agua y gritando —pensó un segundo— ¿Ella nos cambió la ropa?

—No creo, Sobe.

—Es cierto, no es tan afortunada.  

 Miré mi cuerpo y tenía puesto el uniforme del Triángulo, no supe quién me había puesto ese atuendo: Una remera con un triángulo bordeado en el lado izquierdo del pecho y los pantalones de camuflaje con botas militares. Mi remera era negra la de Sobe verde.

Él se levantó de la cama, se calzó las bogas y comenzó a caminar con su andar desgarbado. Nunca le había visto la pierna herida, pero sin duda debería tener una cicatriz enrome en ella para arrastrarla como si no fuera suya. Con mis manos totalmente quemadas parecía que acabábamos de salir de una guerra. 

 Sobe tal vez se veía como un chico de dieciséis años herido y sarcástico pero en realidad era más ágil y curtido de lo que aparentaba. Sabía de cualquier mundo que pudieras visitar porque prácticamente había estado en casi todos. Tenía un aspecto desaliñado, cabellos secos como ramas hasta el mentón, ojos divertidos y azules, la piel cubierta de pecas y una nariz chueca que zigzagueaba de un lado a otro. 

 Sobe inspeccionó el árbol de hojas rojizas, pasó un dedo sobre su corteza y luego se inclinó para palpar la tierra de la maceta. Era una tierra tan blanca como la nieve y fina como la arena.  

—Es un árbol de Lanicidem.  

 —Interesante, lo primero que pensé al levantarme fue cuál era el árbol medicinal que me daba sombra. 

 Sobe negó con la cabeza. 

 —Es el árbol que se usa para las personas que se están muriendo, si los pones bajo su sombra, y los cuidas bien, puede que vivan. Depende el estado del paciente. 

 —¿Quieres decir que casi morimos? 

 Sobe revoloteó los ojos. 

 —No, quise decir que deberían regarlo más— negó con la cabeza como si hubiese extrañado mis comentarios inútiles. 

 Me senté en una camilla mientras él se erguía nuevamente. Aclaré mi mente, centrando prioridades. Habíamos llegado al Triángulo, la pelirroja nos atacó por la espalda en la bahía... 

 —Voy a buscar a Berenice— dije. 

 Él se levantó y caminó junto a mí a la salida, mientras corría de su camino las plantas que pendían del techo le dije:   

 —Oye, gracias por ir a buscarme a Sídney, estaba en apuros. 

 Sobe frunció el ceño levemente. 

 —No des las gracias, no fue nada. Eres nuestro amigo, iríamos aunque no estés bajo problemas mortales. Además, Gartet no debe tenerte. Adelantaría a grandes pasos la guerra y no queremos que eso suceda— dijo Sobe quitándole hierro al asunto.  

  —¿Cómo pudieron tomar el bote de Albert?— pregunté recordando cuando los había visto salir detrás de la cabina de mandos. 

 —Capturamos el barco, interceptándolo por el mar. Escapamos del Triángulo con un bote de goma inflable, un mapa, provisiones y una radio. Navegamos por unos días, nos acercamos cuanto pudimos a Sídney. Tomamos atajos en portales. Lo de siempre. Después arriesgamos nuestro pellejo y mandamos una señal falsa de ayuda dónde explicaban detalladamente que éramos trotamundos y estábamos en apuros. Y nos sentamos en la balsa a esperar a La Sociedad, un barco confronteras o algún mercenario de Gartet que tuviera información valiosa. Necesitábamos una mejor nave y estábamos dispuestos a tomar el riesgo. Para nuestra suerte encontramos el bote que iba a buscarte. Era Albert. Lo tiramos por la borda en cuanto nos apoderamos de la nave. Pero en la cabina de mandos había un tablero con tantos botones y manijas que no sabían si tomar el timón o bajar un interruptor de encendido, parecen los mandos de un submarino. Por eso nos vimos obligados a reincorporar al capitán Albert.   

 —¿Cómo supieron que están buscándonos?  

 —Soñé cómo un soldado repartía volantes y una de esas propagandas llegaba a Tay. No importa, fue complicado, pero nos enteramos —dijo agitando una mano—, lo que quiero saber es cómo llegamos aquí y dónde diablos se metió Bere... 

 Estábamos saliendo de la enfermería, adentrándonos en el pasillo de la planta baja, cuando en nuestro camino apareció Dante que dio un brinco y trastabilló hacia atrás al toparse con nosotros. Él dejó caer un montón de libros que llevaba en sus manos y nos observó ensimismado como si fuéramos un par de fantasmas.  

 —¡Sobe, Jonás, por fin despertaron! —balbuceó, recogió un libro que se había abierto exhibiendo sus numerosas páginas, vaciló y nos dio un abrazo. 

 —¿Por fin? —pregunté extrañado, examinando la expresión anonadada que todavía tenía en el semblante. 

 —S-s-sí, estuvieron inconscientes por dos semanas. Nos repartimos turnos para ver si despertaban. En mis turnos les leo. Yo estaba a punto de leerles álgebra antigua y avanzada. 

 —Que bien que me desperté antes— aseguró Sobe con una sonrisa burlona. 

 Pero yo ni siquiera podía esbozar una sonrisa. Para Sobe eran común ese tipo de cosas: repentinos ataques, estar al borde de la muerte o dormirte por semanas.

Habían pasado dos semanas desde que huí de casa, mi madre debería estar muy preocupada. La carta que le dejé decía que la llamaría cuando llegara y eso había pasado hace muchos días. Sentí un remordimiento pesado en el pecho y quise correr por un teléfono en ese mismo momento.  

 Berenice apareció en el pasillo con su rostro de póker, si sintió sorpresa en ese momento no lo demostró; aunque sus ojos siempre expresaban lo que ella quería que vieras y en ese momento decidió reservarse para ella la sorpresa. Tenía unas profundas ojeras de desvelo contorneándole los ojos, ella no solía dormir mucho, siempre tenía pesadillas y aunque nunca solía hablar de ellas sabía que en todas se hallaba Wat. Su piel era pálida y sus cabellos azabaches y ensortijados la hacían parecer una versión femenina de Drácula, aunque continuaba siendo muy guapa. 

Ella corrió hacia nosotros, nos abrazó y una sonrisa imperceptible se asomó en sus labios. En su brazo derecho tenía una máquina apagada y oscura que le recorría casi todo su antebrazo. Era el marcador el cual no podía desprenderse del cuerpo.  

 —Es una pena, creí que podría escuchar un poco de aritmética —bromeó pero lo dijo sin una pisca de humor como si anunciara la muerte de alguien. 

 —Algebra —corrigió Dante recogiendo algunos libros del suelo y desprendiéndole a Berenice una mirada molesta como si se lo hubiese repetido varias veces a lo largo del día. 

 Ella estaba vestida con el uniforme del Triángulo, aunque no era una trotamundos. Tenía una chaqueta negra curtida, remera, pantalones de camuflaje y botas militares. Se volteó hacia Dante: 

—Llama a la enfermera Wang, ellos todavía no saben nada de lo que sucedió. 

 Él asintió a intervalos. Aunque tenía puesto la vestimenta de un soldado se veía como si estuviera a punto de asistir a una jornada de biblioteca, en ese aspecto nos parecíamos mucho. Dante echó a correr por el pasillo que estaba colmado de esculturas, armas, o rincones informativos de otros mundos, con muchas puertas altas que llevaban a habitaciones temáticas y colmadas de reliquias. Berenice se introdujo en la enfermería y la seguimos. Se sentó en una camilla y balanceó sus pies.  

 —Seguramente se preguntan cómo llegamos hasta aquí. 

 —Yo no —dijo Sobe encogiéndose de hombros y arrancando una pequeña baya azulada—. Pero Jonás se muere de las ganas. 

 —Jonás —repitió Berenice observándome, su voz estaba distinta de la última vez, ya que ahora podía hablar, tenía una voz firme, casi amenazante, la cual quedaba perfecta con su mirada torva—. Bueno, la pelirroja se vengó de ustedes por perder su recompensa. Hizo un hechizo con sus últimas fuerzas, uno que se usa para matar animales pero tal vez creyó que serviría con ustedes. Cayó inconsciente al mar por abusar de las artes; su amigo el raro la salvó. La llevó nadando a la orilla. Yo tuve que vérmelas para que Albert no hiciera un motín y me tirara a mí también del barco, pero me las arreglé bien. No dormí por varios días y él tampoco, esperando el momento de verme caer, pero, en fin. Vine con él hasta aquí y eso provocó el problema. 

—¿Qué problema? —pregunté. 

 Ella comprimió los labios.  

—Se dice que hay espías en el Triángulo. Espías de Gartet. 

—¿Quién dice? —preguntó Sobe. 

 —Adán —respondió suspirando y revoloteando los ojos como si la simple mención de aquel nombre le diera dolor de cabeza—. Alguien quiso matarlo hace un mes, lo sorprendió con un cuchillo, forcejearon, no pudo matarlo...

—Qué lástima —se lamentó Sobe—. Digo de que haya un espía —parecía que quería reírse.

—El asesino huyó. Nunca se descubrió quién fue. El rumor se esparció. Dicen que hay un espía porque alguien sabía que pesaría a esa hora y además un alumno o profesor tuvo que indicarle los portales que hay en la isla. Como sea, los rumores se esparcieron como pólvora y no ayudó mucho a los rumores que vengamos en un bote con un rehén de Gartet. No creen que de verdad sea un rehén. Se llevaron a Albert al lado este, el sector rocoso, cerca de las ruinas, donde al parecer hay cárceles. 

—¿Tenemos cárceles? —preguntó Sobe. 

—Al parecer sí. Adán quiere sacarle información con los otros guardianes pero no logran mucho. Todos tienen miedo de eso, Gartet es muy bueno manejando tropas porque ninguno de los que le sirve sabe en realidad por qué invade tal mundo o realiza un viaje. Sólo les dan misiones y ellos las cumplen. Albert no sabe casi nada útil de la guerra, sólo lleva paquetes. Por lo cual se acrecentó el rumor de que hay espías en el Triángulo y creen que nosotros somos especias. 

 —¡Eso es estúpido! —replicó Sobe cruzándose de brazos—. Liberamos a Dadirucso el año pasado, todo el mundo lo sabe. Además, para qué lo traeríamos a él si fuéramos espías. 

—Díselo a los rumores. 

 —Oh, no hagan caso a los rumores —dijo la voz de una mujer—. No tienen nada que temer si son falsos. 

 Era la enfermera y doctora de todo el Triángulo, aunque también daba clases de primeros auxilios y botánica. Sí, estaban muy cortos de personal.

 La chica no tenía más de veinticinco años al igual que todos los adultos de la isla. Tenía unos ojos rasgados y negros muy cálidos, unos pómulos prominentes y sonrisa ligera. Era delgada, alta y siempre vestía con la ropa más holgada, cómoda y colorida que pueda haber, como una especie de hippie asiática. Calzaba unas botas de goma de caña alta como si estuviese lloviendo a raudales fuera del edificio, un pantalón de rayas y un buzo tres tallas más grande. Se recogió el cabello en una coleta y me indicó con la barbilla que me recostara en una camilla. 

 Obedecí mientras Sobe sacudía la cabeza procurando despejar su mente.  

 —Me sorprende que hayan quedado tan graves con un hechizo menor —dijo ella—. El que lo hizo habrá sido muy poderoso. 

 —Se desmayó —contesté mientras Wang colocaba sus manos sobre mi pecho y cerraba los ojos muy concentrada. 

 Comprimí mis puños, un poco incómodo, preguntándome qué demonios hacía. 

 —Bueno es de esperarse, después de todo la magia se alimenta de la energía del cuerpo de quien la utiliza, es como su combustible. Cualquiera podría usarla, sólo hay que saber invocarla con las palabras precisas, la entonación necesaria y dejarla fluir con una postura correcta. Pero, claro está, es más fácil para un trotamundos practicarla, somos más resistentes que los confronteras, aunque ninguno quiera admitirlo porque eso nos hace sonar como bichos raros. 

 —Ni me lo digas —dijo Berenice cruzando las piernas. 

 —¿Oíste Berenice? Soy mejor que tú —bromeó Sobe con una sonrisa sarcástica. 

 —Yo solo oí que eres un bicho raro —le contestó con la mirada fija mientras disolvía los pliegues de su pantalón. 

 La enfermera Wang abrió los ojos y me sonrió. 

 —Todo en orden. 

 —¿Ya? 

 —Ya, puedes irte —afirmó asintiendo—. Estás débil pero no te morirás. No te apuntes a las clases que te exijan mucho esfuerzo físico, no practiques artes extrañas ni te muevas demasiado y todo estará en orden. De otro modo podrás sufrir desmayos repentinos, piensa que ese embrujo es como una bacteria en tu cuerpo, si no te cuidas lo suficiente mientras te recuperas puede que tus defensas bajen y ese agente tome más poder en tu cuerpo. Claro que no es una bacteria sólo es que actúan parecido. 

 Asentí a intervalos sin comprenderla mucho. 

 —Pero de momento estás bien, después de todo tuvieron una gran enfermera. Su amiga de allí estuvo cuidándolos día y noche. 

 Berenice se ruborizó y carraspeó. 

 —Sólo de noche.  

 No sabía muy bien lo que Wang había hecho pero no me preocupé en preguntárselo. Di un salto, salí de la enfermería después de que hiciera el mismo procedimiento con Sobe y nos encontramos con Dante, Miles y Dagna fuera. 

—Me importa un bledo lo que diga Muhsin —espetó Dagna ceñuda con un marcado acento alemán—, sabemos que ellos no son espías, no importa nada más. 

 —Sí, pero dicen que nosotros también lo somos, que lo de Dadirucso fue una farsa —dijo Miles comprimiendo los puños. 

 —No entiendo ¿Hace unos días éramos unos héroes y ahora nos odian? —preguntó Dante confundido. 

 —Hola —dije elevando una mano. 

 Todos detuvieron la conversación y me observaron anonadados.

 Dagna tenía el cabello casi blanco recogido en una coleta y sus ojos azules se abrieron como platos, tenía la expresión de haber visto un fantasma. Su masa muscular había crecido en el último año. Corrió en mi dirección y me dio un abrazo que hizo sonar todos mis huesos mientras Miles me palmeaba el hombro. 

 Miles llevaba un gorro sobre la cabeza, solía ocultar el color de su cabello porque odiaba la tonalidad naranja que lo definía. Su piel era pálida y tenía una mirada picara en el rostro al igual que Sobe pero no mantenía el mismo brillo infantil, más bien sus ojos conservaban un mensaje interesado y taimado como un comerciante. Cosa que era.   

  Me encontraba aturdido por volver a verlos y por encontrarlos en medio de una discusión. Creí que llegar al Triángulo solucionaría todo. De repente me vino un pensamiento a la cabeza. Las rodillas me temblaron y me odié por no recordarlo antes. 

 —¡No puedo creerlo! 

 —Sí, lo sé, estoy mucho más atractivo ahora —exclamó Miles peinando sus cabellos anaranjados—. Los dieciséis años me sientan bien. 

 —No, eso no —dije sintiendo vértigo en mi mente. 

 —Eso nunca —completó Sobe. 

 —Babilon —dije al fin—, sé dónde queda Babilon.

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