Edaxnios(III)

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Hoy es 12 de julio y el sol aparece por el este, se refleja por el vidrio trasero de Oxi. Ayer lo lavé, necesitaba sentirme que vivía en un hogar más limpio. Tengo que conseguir alimentos y agua, las provisiones se han acabado, y el estómago gruñe como un lobo hambriento. Me estiro buscando despertar, cada día me cuesta más, no tengo ganas de seguir en un mundo donde nadie me recuerda, donde nadie me necesita. Preparo mi mochila, una de tira naranjas y de color negro, me la regaló mi padre en mi último cumpleaños, dijo que me ayudaría a guardar cosas importantes y la verdad que tuvo mucho razón.

Me ajusto las tiras, miro al cielo, sonrío sabiendo que mi madre me esta mirando. Camino hasta la salida que esta llena de automóviles en grande pilas, uno encima del otro, oxidados y esperando su destrucción. David Speedy es el guardia del cementerio de chatarra y sabe que vivo aquí, que escapo de un futuro incierto. Me lo permite solo porque su vida tampoco fue sencilla. «Todo es momentáneo, todo es efímero, el vehículo al que tú llamas hogar, en tres meses será destruido, mientras tanto puede seguir viviendo allí», me lo dijo ayer con una sonrisa, que escondía tristeza. De cierta manera, nos hemos encariñado el uno con el otro, y compartimos vivencias parecidas. David perdió a sus padres en un accidente en un crucero, una fuerte tormenta hundió el barco de miles de toneladas, llevándose a todas las personas a las profundidades del mar.

«Esta mantita me protegió en la oscuridad que he vivido, tiene el olor al amor de mi padres y también el aroma a la perdida, al pasado». Ese mismo día, hace un mes atrás me la regaló y ahora me cubre en las peores noches, en las que sueño con los ojos de mi familia antes de morir.

Saludo a David que está dentro de su casilla, viendo su pequeño televisor mientas desayuna. Él me sonríe y levanta su mano derecha, para luego volver la mirada a las noticias.

Las calles de Mane son tranquilidad, excepto por esta zona es donde abundan los robos, pero a mí no me hacen nada, saben que no tengo qué entregarles. Camino mirando el suelo, hace que mis penas no me pesen tanto y la gente no se dé cuenta de lo que sufro y me oculta de las miradas despectivas por mi aspecto desaliñado.

El cielo hacia el norte está oscuro con nubes que amenazan una lluvia torrencial, pero el hambre es más importante. Unos adolescentes de mi edad, me miran con desprecio y me señalan riendo, pero nada importa. No tengo ganas de decirle algo, sino sucedería lo mismo con el grasiento: pelear a golpes de puños. No recuerdo con precisión que dijo de mi madre porque ya estaba encima de él golpeando sin detenerme, hasta que vi mis manos llenas de sangre y hui asustado. Yo no podría estar haciendo eso, no es lo que madre quería, no es por lo que me educó. Según lo que me dijo David, grasiento, estaba internado pero no le había pasado nada.

Hoy no quiero robar, pero parece que no queda otra opción. El camión de la basura debe haber pasado más temprano y no hay donde hurgar. No me da vergüenza buscar comida en las bolsas de desechos, con mi edad nadie quiere darme trabajo y cuando lo consiga, será para obtener dinero y viajar sin destino.

Cruzo en la esquina de las calles Dog's y Green, es un lugar bellísimo, tiene canteros con árboles de cerezos y de manzanas. En las épocas de cosecha, todo se tiñe de rojo y perfuma la ciudad. Se quedarme mirando como los hombres con sus mamelucos amarillos y sus sombreros de paja, trabajan sin descanso hasta dejar los árboles sin una fruta. Luego, cuando su trabajo finaliza, a la noche, se celebra la fiesta de la ciudad, Nox cerasa, y significa: la noche de las luces rojas en el idioma antiguo de Mane. Es la única que vez que puedo comer frutas jugosas y con mucho sabor. Las que encuentro en la basura, saben muy mal.

La gente mira el cielo y señala con sus rostros preocupado, la tormenta esta cada vez más cerca, pero no le temo, no luego de estar en el mismísimo infierno. Camino buscando alguna anciana desprotegida que tenga alguna bolsa con comida y pueda robarle algo; es más sencillo y a ellas no les afectará tener una lata de comida menos en sus hogares, y a mí me dará energía para sobrevivir un día más.

Luego de observar la hilera de los árboles, llego a la zona de mercados llamada Lykkeling, donde conviven todas las clases sociales de Mane, todos comparten saludos, charlas y abrazos. Yo por mi lado, solo observo el cariño, como algo lejano, algo que no me pertenece. Raúl, un inmigrante de Salemn's, un país en guerra, me regala una naranja jugosa. Su bigote que cubre sus labios, y sus ojos grandes y negros, me recuerda a la apariencia de mi abuelo, el padre de mi madre, que murió cuando yo tenía siete años. Raúl se seca sus manos en su gran delantal blanco y me sonríe al verme comer la fruta con hambre y velocidad.

—El hambre es perversa ¿o no muchacho?

—Sí, señor —respondo secándome la boca.

—En mi país, el hambre y la perversidad estaba a la orden del día. Tuve que dejar todo atrás, hasta mi gran plantación de higos. —Sus ojos se humedecen y yo solo lo miro, la historia me la supo narrar hace dos días, pero a veces no es sencillo dejar morir en el pasado a la tristeza.

—Yo perdí a mi familia —digo con calma y dándole otro mordisco a la naranja.

—Lo siento —dice mientras acomoda las verduras de hoja verde. Raúl tiene una cierta habilidad para acondicionar sus productos, «la combinación de colores atrae a nuevos compradores», supo decir como si recitara una poesía.

—Fue hace cuatro años en el accidente de avión en las montañas Kuolema. No hay nada que lamentar, ellos ya se fueron.

—¿Tú dónde vives ahora? —pregunta mientas le entrega unas frutillas a una compradora joven y muy bella.

—En mi casa —miento sin que mi rostro lo demuestre—. ¿Piensas que se vendrá una gran tormenta? —señalo al norte.

—Espero que no —niega moviendo su cabeza—. Hoy tengo que llevar dinero a mi familia, mi hijo Timmy esta muy enfermo.

—Se pondrá bien —digo mientras me invita una frutilla y me retiro, buscando dónde robar.

—Cuídate —me saluda desde la lejanía.

Llegando al final del recorrido me encuentro con una anciana, camina con un bastón oscuro y un pequeño perro peludo y blanco, cargando una bolsa de papel marrón. Será difícil que llegue muy lejos, parece un equilibrista que escapa de una caída segura. Es la presa perfecta. La señora tiene un gran vestido floreado, lentes cuadrados y su cabello blanco como la nieve. Me da lástima robarle, sin embargo, el estómago con un gruñido me exige que lo haga. Camino con lentitud, ajusto las tiras de mi mochila y le sonrío.

—¿Quiere que la ayude a llevar las bolsas a su vehículo?

—Gracias, muchachito —responde con un gran sonrisa que deja al descubierto que le faltan algunos dientes—, pero no tengo automóvil y verás que si lo tuviera, no podría manejar. Si quieres —dice mirándome con dulzura—, puedes ayudarme a llevarlas hasta mi hogar que esta a pocos metros de aquí.

—Por supuesto —le sonrío y cargo las bolsas. Miro dentro de ellas y tiene mucha variedad haciendo que mi boca se llene de saliva.

Caminamos en silencio varios metros hasta que el perro comienza a ladrar a todo lo que ve. Es bastante inquieto, da la impresión de querer escapar de su dueña. Pero ella no lo suela, es peligroso, los automóviles pasan a toda velocidad.

—Todos me conocen como la señora McWire —dice agitada.

—Mucho gusto, soy Charles —digo recordando a mi padre, nunca doy mi nombre verdadero.

—¿Tú crees en los sueños?

—Sí, aunque los odio, desde que... Bueno los aborrezco.

—Lo entiendo, cuando uno tiene una mala noche, no quiere volver a dormir. La mente siempre busca la forma de decirnos lo que sucede.

—Sí. —Es lo único que quiero responder y no quiso decir más, creo que entendió que no tengo ganas de hablar.

Llegamos, luego de caminar más de quince minutos, a su casa amarilla con tejas rojas, y en las afueras un pequeño cantero de rosas.

—Sus capullos son la armonía perfecta entre la belleza y el peligro —digo con nostalgia.

—Y en la amenaza, ella muestra el color, siendo el rojo, el de la precaución para los animales deseosos del sabor, y las puntas de las espina el comienzo de un dolor, que llega a las fibras íntimas del alma de los demonios que buscan destruir hasta los cimientos la belleza absoluta... dejando solo la desesperación de la muerte, donde la rosa negra, llora la lava del invierno—dice con su voz calma—. Es una hermosa historia que mi madre me solía recitar antes de dormir, me encantaba escucharla hasta que el sueño ganaba la batalla. No esperaba que un muchachito de tu edad supiera la historia de Lórea, del recitado de Zor.

—Mi madre me solía contar esa parte de la historia cada vez que estábamos en el invernadero. —Me detengo en el primer escalón—. ¿Dónde le dejo las bolsas señora McWire?

—Perdón —me mira sonriente— me llevaste muchos años atrás, y no pude evitar la nostalgia. —Tose varias veces en su pañuelo de tela blanco—. Ahora abro la puerta y la podrás dejar arriba de la mesa. Me escucharás toser varias veces, pero lo que tengo no es contagioso.

—Está bien, no le temo a las enfermedades —le sonrío mientras ella sube con dificultad y tengo mucha culpa por robarle.

—Sabes, yo viví mucho tiempo como tú lo haces, en las afueras, donde la única regla es sobrevivir —me mira con una sonrisa—. Sé que me quisiste ayudar para llevarte algo de comida, ¿no es así?

—Sí, lo siento —bajo la mirada.

—Los que mueren de hambre, vendrán al mundo a atacar a los que le quitaron su plato de comida... Cada vez que alguien intente cenar, los muertos de hambre le comerán sus cabezas —abre la puerta con dos vueltas de llave—. Es de una historia de terror que supe leer en mis peores épocas y quiero decirte, que no estás solo y puedes llevarte lo que quieras, siempre y cuando, sea comida.

—Es lo único que me interesa, señora.

—Lo sé muchachito, y tengo algo de ropa para puedas dejar esa vestimenta. Así, la táctica del engaño te funciona mejor con otras ancianas —quiso reír, pero su tos no se lo permitió.

—Por cierto mi nombre es Luke Dambeline.

—Mucho gusto, Luke —entramos sonriendo, y por primera vez, luego del accidente, me siento feliz.

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