1. LÚGH. Demasiadas candidatas para un príncipe.

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—Esta noche llega puntual a la fiesta, Lúgh, por favor —me pide la reina Epona, suplicándome también con la mirada—. Es muy importante para nosotros.

—Por supuesto, madre —le prometo, dándole un beso sobre la mejilla a pesar de que no acudiré.

  De no saber cuáles son las intenciones verdaderas, ponerme debajo de la nariz a todas las candidatas que hay en el reino para que alguna de ellas me cace, tampoco asistiría. Un baile más importante me espera de madrugada, el de las luces en el cielo, como todos los años después de la temporada lluviosa.

  Quizá algo se me refleje en el rostro o ella sospeche de mis propósitos porque insiste:

—Cuentas con veintiséis años, hijo, tu padre y yo no somos eternos, es hora de que empieces a tomar el control. A tu edad ya te habíamos engendrado. No solo a ti, sino también a tus cuatro hermanos. ¡Tienes unos ojos grises hermosos, cariño, utilízalos y consigue esposa de una buena vez! ¡Deja de ser tan mujeriego! Sé que con las plebeyas te dan buenos resultados, no creas que ignoramos tus numerosas conquistas. ¡Pero haz algo productivo, Lúgh, y que sea pronto!

  Conozco esta cantinela, la recibo un día sí y al otro también. Si no me escapo comenzará a relatarme cómo Balar, el más valiente entre los guerreros, se enamoró a primera vista de ella, la primogénita del anciano rey Dion, y todas las pruebas que tuvo que superar para desposarla, incluso batirse en duelo con otros pretendientes. 


  Una gesta que lleva lustros transmitiéndose de boca en boca por los juglares y a la que los poetas siguen dedicándole cientos de páginas, del mismo modo que los sabios en los libros de Historia. Me resulta entretenida, aunque la haya escuchado millones de veces, pero no dispongo de tiempo: las estrellas cercanas no esperarán a que me digne a contemplarlas. Debo partir pronto al monte Taranis.

  Luego de plantarle otro beso, me alejo. Me dirijo hacia mis aposentos para, rápidamente, coger la espada y colocarme la cota de malla. Cuando me hallo a punto de abandonar la habitación, al mirarme de manera fugaz en el espejo noto que el cabello me cae sobre los hombros, negro como la capa de un monje e igual de molesto. De encima de la cómoda pillo una tira de cuero blanda y con un nudo corredizo. La pongo entre los dientes y sin mucho cuidado me recojo el pelo: me hago un moño, lo ciño y realizo un nudo, efectuando después un par de lazos. Así, abandono el palacio.

  Sin embargo, mientras zigzagueo dentro del bosque tropical entre palmas, caobas y enredaderas con la finalidad de llegar a la cima, noto que la charla con mi progenitora me ha afectado bastante más que en otras ocasiones. Tal vez por esto reflexiono que, entre todas las posibles candidatas, solo Scatha, Macha y Dana calificarían. El resto me aburre y no son las apropiadas para el puesto. Lo único que hacen es contemplarme embelesadas, siempre en silencio. O meditan en cómo les sentaría la corona de princesa, supongo, alabando las esmeraldas, los brillantes y los rubíes de la mía.

  Scatha es, sin ningún género de duda, la más guapa de todas. Los ojos aguamarina siempre le destellan. No puedo negar, además, que mis manos a veces desean perderse en los brillos rojizos de la larga melena o en las líneas voluptuosas del cuerpo. ¿Pero tanto como para renunciar a la libertad? ¡Ni de broma!


  Macha me daría una docena de hijos, su único tema de conversación y el de los asesores de palacio en relación a ella, de los cuales es la preferida. Sospecho que porque desciende del valiente rey Dagda, el azote de la tribu Cortadora de Brazos. El pelo rubio interminable, las curvas y la mirada azul quizá podrían ser tentadoras si se centrase más en el deseo y menos en las obligaciones.


  Lanzo un suspiro, meditar en esto es agobiante. Me agota mucho más que ir a la carrera entre caobas y maleza. Mientras corro al menos me entretengo al disfrutar con el reflejo de las sombras fantasmales de las lunas. Gozo con el esfuerzo, los músculos me lo agradecen. Quizá, al final, para evitar estos rompederos de cabeza termine proponiéndole matrimonio a Dana.

  Ambos nos conocemos desde niños y éramos compañeros de juegos, antes de que nuestro destino y el de las féminas se separara por caminos opuestos. Ha sido educada por los mejores preceptores, e, incluso, le han permitido asistir al entrenamiento de los hermanos como guerreros siendo un chico más. 


  Para su protección personal, por supuesto, nadie espera que una mujer combata nuestras guerras, una tarea exclusivamente masculina. Sabe que el destino de su sexo, después del casamiento, es permanecer en el palacio o en el castillo, por lo que está tan remisa como yo a cualquier unión. Quizá solo por esto último sea la candidata ideal. ¿Por qué me habré cruzado en el camino de mi madre? Si hubiese cogido el desvío para llegar, en lugar de ir por la entrada principal, ahora únicamente pensaría en mi cita con las estrellas.

  A veces desearía no ser el hijo mayor del rey. Por esto disfruto tanto cuando vamos de caza, con ropas sencillas, al Reino de los Descendientes de los Dioses. Me pierdo entre la multitud con mis escoltas, sin que nadie me reconozca. Bajo del caballo y entro en la posada, mientras las manos me hormiguean por la expectativa. Como y bebo coqueteando con la sobrina del dueño, deseándola con las entrañas, sabiendo que, a juzgar por la mirada, también me encuentra atractivo. Y, luego, comparto el calor del lecho y de mi cuerpo, dejándome llevar por las caricias, los besos, las palabras de amor, siendo yo mismo e ignorando las conveniencias.

  Veo las marcas rojas como gotas de sangre de unas palmas y tomo conciencia de que la parte más peligrosa del trayecto finaliza. Las hice a los ocho años en mi primer encuentro con las luces, para regresar una y otra vez y no extraviarme en la oscuridad. Por la mañana el retorno será pan comido.

  Sigo la rutina. Corro hacia lo alto del Taranis, apoyando apenas los pies. Ansioso como en cada oportunidad: temo que las estrellas cercanas me defrauden y no acudan según lo acostumbrado.

  Me tiendo en la tierra sobre la espalda, suspirando. Observo detenidamente en dirección a la luna Belenus, que me baña con sus rayos azulados. Desde el punto central escudriño el cielo guiando la vista hacia la derecha, con minuciosidad, hasta fijarla en la luna Teutates. Tiene una línea rojiza en el medio, que se asemeja a una sonrisa. Y, después, el mismo recorrido a la inversa. Así una y otra vez, casi sin parpadear.

  Cuando empiezo a considerar que este año será diferente, que no habrá danza de luces en el cielo, las veo. Surgen de la nada en el punto medio, girando sin control.

—¡Aquí estáis! —grito, feliz, moviendo los brazos como si fuesen aspas.


  Y ellas bajan y suben girando, iluminándome y bailando para mí. Aparecen en un extremo y en el contrario como por arte de magia. ¡Nunca he visto algo que viaje tan rápido y con movimientos tan bruscos! En ocasiones pasan tan próximas que me parece percibir un reflejo metálico, aunque me digo que lo debo de haber imaginado.

—¡No os vayáis todavía, hacedme primero un juramento! —exclamo, aunque sé que me harán compañía durante toda la noche; a continuación, agrego—: ¿Me prometéis que volveréis después de las lluvias?

  Escucho unas carcajadas detrás de mí. Me levanto de un salto y giro: seis cortadores de brazos se ríen, señalándome, como si les contase un chiste.

  Uno de los guerreros mayores me amenaza:

—No creo, niño, que tengas oportunidad de asistir a tu cita imaginaria del año próximo.

  Los compañeros largan unas risotadas vulgares, y, uno de ellos, el más joven, añade:

—O, al menos, no con los brazos puestos.

  El resto ríe como si esta acotación fuera de lo más divertida. Yo, entretanto, aprovecho para analizar la situación: por suerte no me he quitado la espada al acostarme sobre la tierra.

—¿Qué sucede, bebé? —inquiere otro de los ancianos—. ¿Te han comido la lengua los gusanos? —y señalando por encima de la cabeza, en dirección a las luces, se burla—: ¿O te la han cortado los dioses del cielo?

  Esbozo una sonrisa, como si me hiciese gracia. Al mismo tiempo, con rapidez, saco la espada. Con el canto, le doy un golpe en la cabeza al cortador  que tengo más cerca.

  Los demás se tiran sobre mí, pero los eludo. Golpeo a uno y a otro, sin pausa, con lo que consigo derribar a un par de ellos. Los que permanecen en pie intentan cercarme, dejándome atrapado en el medio, aunque no se los permito.

—¡Matadlo! —Aúlla el más viejo, furioso, al apreciar que al defenderme hiero a uno de los suyos y lo dejo fuera de combate.

  Por lo visto, a partir de ahora deberé usar el arma en serio: los cortadores de brazos  no solo no se alejan al comprobar mi destreza, sino que esta será una lucha a muerte.

  Brinco por encima de uno de los montículos y sorprendo a otro de los jóvenes. Le propino un fuerte golpe en la muñeca.

—¡Mi mano! —Llora, desesperado, y observa con horror el río de sangre que sale del corte.

—¡Acabad con él ya! —El primer anciano arremete contra mí.

  Y la pelea se recrudece. Desarmo a otro de los hombres, y, de nuevo con el canto, lo dejo desmayado. En un descuido, los tres que permanecen en pie se me tiran encima.

  Caigo de espaldas sobre el suelo. Por un momento, se me corta la respiración debido al dolor. Ejercen tanta fuerza que siento que soy una planta, atado a la tierra negra mediante las raíces. Uno me sujeta por la cabeza, haciendo presión, los otros dos los brazos.

—¿Qué le cortamos primero? —pregunta el jefe, mirándome con odio.

—¡El cuello! —exclama el que me sostiene la extremidad izquierda.

—¡No! —Aúlla el de la derecha—. ¡Los brazos primero, así siente el dolor de perderlos!

  Me remuevo, pero no logro soltarme. Soy consciente de que es el final. ¡Y he perdido mis últimos minutos reflexionando acerca de un matrimonio que jamás contraeré!

  Sin embargo, al dirigir la vista hacia las estrellas cercanas, que ahora se hallan quietas en el cielo, encuentro una pequeña alegría a la que aferrarme. Han venido como todos los años y he sido testigo de ello: puedo morir tranquilo.

  Lo último que observo, antes de desmayarme, es un rayo de luz, blanco y demasiado intenso, que surge de ellas.

https://youtu.be/-SQSXErxvpI



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