14. El núcleo.

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—¡Qué sitio tan extraño! —exclama Lúgh, contempla Marte desde el observatorio de la nave espacial.

  A medida que lo circunvalan, la mirada del hombre se detiene en los desiertos de piedra con pequeñas elevaciones, en los cráteres que parecen cincelados por un escultor, en los barrancos que dan la sensación de ser leche derramada. También en las telarañas causadas por la erosión del viento y en las formas geométricas que provocó el agua hace muchísimo tiempo.

—Solo de pensar en bajar me da escalofríos —y mientras el guerrero la envuelve con los brazos, añade—: No entiendo cómo puede vivir alguien ahí.

—Quédate, entonces, Lúgh. —La muchacha le acaricia el rostro y le da un beso suave sobre los labios—. Nosotros estamos acostumbrados, para ti todo esto es nuevo. ¡No soporto ponerte en peligro!



—Quedarme no es una opción —niega él, en tanto juega con el pelo de la joven—. Pero dime, Andrómeda: ¿cómo es posible que alguien sea capaz de subsistir en este lugar tan inhóspito?

—Si destruyes tu planeta, con suerte, esto es lo que te espera —le explica ella, señalando la superficie rojiza—. Vivir como un topo encerrado en un hueco.

  Y la comparación es realista, pues cuando las imágenes se acercan aprecian los agujeros del suelo, sellados con puertas de acero.

—¿Qué esperamos? —le pregunta Lúgh, abrazándola con ganas.

—A que Canopus fije todos los puntos donde hay fuentes de energía.

—¡Aquí estoy, chicos, la espera ha terminado! —El androide se acerca por el pasillo—. ¿Estáis preparados?



—Por supuesto —le contesta Lúgh enseguida—. Aunque tengo una última duda. Si vamos a bajar, ¿cómo es posible que no nos vean ni que nos detecten?

—Es muy técnico como para explicártelo, Lúgh. —El subcomandante reflexiona cómo simplificar la abundante información—. Para que lo entiendas te diré que tanto la nave como estos trajes con los que bajaremos están compuestos por lentes. Y ellos no solo nos mantienen ocultos a la vista de cualquiera, sino que también interfieren con sus radares. ¿Comprendes?

—Sí, comprendo. —Y Lúgh mueve de arriba abajo la cabeza.

—Recuerdas todo lo que tienes que hacer, Lúgh, ¿verdad? —lo interroga Andrómeda, ansiosa.

—Sí, mi amor, quédate tranquila. —Él le da un último achuchón—. Me lo has repetido hasta el cansancio.

—Listos, entonces —Andrómeda le coge la mano, la de Canopus y después exclama—: ¡Vamos, allá! ¡Por todo el polvo espacial que hay en el Universo, este objetivo será un éxito rotundo como todos los anteriores!

  Un par de minutos más tarde, se posan sobre la tierra reseca, cuarteada y enrojecida de Marte.

—Desde aquí todavía es peor —murmura Lúgh, atónito.

—Muchísimo peor —susurra el androide, aunque es imposible que alguien los escuche, los trajes son herméticos y solo se comunican entre ellos y con la nave espacial—. Os dejo, amigos. Me voy a contaminar las fuentes de energía que alimentan el núcleo.

—¡Ve, Canopus! —lo alienta la comandante—. Todos en la federación confiamos en ti. ¡Eres el mejor!

  Andrómeda y Lúgh, mientras tanto, se encaminan en dirección a una pesada puerta elaborada con aleaciones de hierro y de otros compuestos: de cerca se asemeja aún más a la entrada de una madriguera. La chica se inclina y coloca un diminuto objeto sobre la cerradura intrincada. Con desconcierto, el hombre es testigo de cómo se abre haciendo un casi imperceptible click.

—Me toca. —Éll, solícito, se agacha y hace fuerza.

  Entran bajando por la escalerilla del mismo material y luego Lúgh vuelve a cerrar. El sistema es primitivo, ya que hay una máquina ruidosa que chupa el aire marciano, incompatible con la vida, y lo expulsa hacia afuera por un método similar al drenaje de un líquido. Procedente desde la puerta intermedia, una brisa renueva el oxígeno eliminado.

  Andrómeda coloca, una vez más, el pequeño implemento que destranca el acceso interior y Lúgh enseguida lo abre.

—Ahora vamos al núcleo —ordena la muchacha con voz de mando.

  Él la sigue en silencio mientras transitan por los pasillos intrincados, que se asemejan a culebras, y,  cuando no puede contenerse, le pregunta:

—¿Cómo logras que no nos perdamos?

—Los he estudiado antes de bajar aquí. Además, cielito, si estuviese a punto de equivocarme, el ordenador central de la Andrómeda I me lo informaría.

—¡Ah! —exclama Lúgh, convencido de que la información acerca del cómo y del porqué es mucho más compleja: ¡demasiada tecnología!

  Dejan de hablar porque llegan al temido núcleo, dentro del cual se mueven y se alargan luces incandescentes. La joven se le acerca y coloca sobre la superficie un punto tan diminuto que es imposible de apreciar a simple vista si uno no está advertido.

—Pon el visor en diez —le pide, moviendo la mano.

  Así, Lúgh aprecia cómo una gota aceitosa va reptando por la máquina. Lo más increíble es que pasa de una capa a la otra, atravesando los distintos materiales como si fuesen de mantequilla.

—Esta energía antigua de fisión, además de ser muy peligrosa, es muy fácil de neutralizar —le informa ella, sonriendo—. Nosotros desde hace miles y miles de años utilizamos la fusión sostenible, a imitación de lo que sucede en las estrellas. Es una fuente de energía ilimitada. Uno de mis mejores amigos de Neutrón, Beta Draconis, es uno de los numerosos ingenieros que se encarga de ir innovando los diseños.

—¿Sois tan buenos amigos como tú y yo? —le pregunta Lúgh, la voz grave deja traslucir un matiz celoso.

—Nos conocemos desde la cuna. —La muchacha no se percata de las emociones de Lúgh—. Compartíamos los mismos juegos, los mismos estudios y nos atraían los mismos incentivos... Es hora de volver a la nave, aquí hemos terminado.

—¿Cómo lo sabes? —la interroga, intrigado.

—Porque ha cambiado a un naranja intenso, es mejor que nos alejemos pronto de aquí. Esto es muy inestable.

  Y empiezan a desandar los pasos, regresando con rapidez por donde han entrado.

—Dime, mi amor. —Lúgh intenta modular un tono suene normal, pero sin conseguirlo—. ¿Te has acostado con Beta Draconis?

—Eso no es asunto tuyo —le responde, molesta—. En la federación es de muy mal gusto hacer este tipo de preguntas sobre compañeros ocasionales de lecho. Se considera un insulto.

—Y yo, Andrómeda, ¿qué soy para ti? —continúa él, preocupado—: ¿Otro compañero ocasional más que te hace el amor, mientras tus superiores deciden cómo diantres proceder conmigo?

—¿Te parece, Lúgh, que este es el momento más apropiado para tener una discusión? —se enfada la joven—. Todavía no hemos salido de esta ratonera y se puede torcer nuestro objetivo.

—¡Tonterías! —la contradice y señala los pasillos estrechos—. Hemos estropeado el núcleo, no nos han visto y estamos de regreso. ¡Mira, la última puerta! Y no me cambies de tema. ¿Te has acostado con Beta Draconis? Respóndeme con sinceridad. ¿Sí o no?

—Un objetivo finaliza cuando estás en el punto de partida, es decir, en la nave... Y tú, Lúgh: ¿recuerdas con cuántas parejas ocasionales te has acostado? —y, antes de que él abra la boca, Andrómeda levanta la mano y declara—: No me contestes, no es asunto mío, sé guardar las formas...

—Y yo creo que tú te niegas a contestar porque sí...

  Pero Lúgh no termina la frase. Se detiene, horrorizado. Distraído con el intercambio no ha mirado por donde iba y el traje se le ha enganchado con el hierro saliente del acceso interior. Y lo peor de todo: se le ha desgarrado a la altura de las caderas como si se lo hubiesen seccionado con un láser.

—¡Rápido, Lúgh, abre la puerta, te van a detectar!

  Él obedece al momento y sin rechistar, consciente de que la ha liado hasta el fondo. Traspasan el acceso y lo vuelve a cerrar. Corren hasta la salida que los separa de la superficie marciana, pero la manilla empieza a moverse.

—¡Escóndete detrás de la escalerilla y quédate quieto, no se te ocurra moverte! —le ordena Andrómeda con premura—. No es Canopus, sino tres habitantes de aquí. Si no te mueves quizá el traje espacial te siga protegiendo.

  Escuchan los chillidos metálicos y ven cómo entran tres hombres. Están enfundados en unos equipos gigantescos que aparentan ser muy pesados. Dejan que el aire se renueve y empiezan a quitárselos.

  Mientras se distraen con esta tarea, uno de ellos analiza la máquina que tiene entre las manos y los alerta:

—Me llegan lecturas de que hay alguien o algo aquí dentro, pero yo no veo nada.

—Ni yo —coincide el segundo en entrar—. ¿Quién va a querer venir a este infierno? Todos deseamos salir. ¡Si pudiéramos nos escaparíamos!

—No os lo toméis a la ligera —insiste el tercero—. Las lecturas siguen, las capto también. Aquí dentro hay algo o alguien.

  Andrómeda aprovecha para caminar alrededor de los tres hombres, que no la detectan. Empieza a subir la escalera, teniendo mucho cuidado de no hacer ruido. Lúgh, en cambio, continúa detrás de ella, agazapado a ras de suelo y hecho un ovillo.



—¡Aquí hay algo! —exclama el primero en hablar.

  Y estira el brazo en dirección al pangeano. Él, como si tuviese un resorte mezclado con los huesos, de un salto se pone de pie y los embiste y les propina puñetazos y patadas.

—¡¿Qué haces?! —grita Andrómeda—. ¡Debíamos pasar desapercibidos! Ya lo sabía yo. ¡Mi instinto me decía que traerte era la peor de las ideas!

—Mi amor, ahora no es el momento más idóneo para que prosigamos con nuestro altercado —le replica sin dejar de luchar.

  Lo qué más le molesta a la chica es que Lúgh disfruta con el enfrentamiento. Machaca a los marcianos como si extrañara hacerlo.

—A ver cómo arreglamos esto desde la nave —y después le ordena—: ¡Deja la pelea y salgamos ya!

Andrómeda abre la cerradura y empuja el portalón, creyendo que Lúgh le sigue los pasos.

—¡Poneos las escafandras! —exclama uno de los enemigos al escuchar el sonido y advertir que hay alguien más.

  Cuando, de nuevo sobre la tierra reseca, la joven gira para mirar a su compañero, se percata de que se han unido otros tres sujetos. Todos se hallan sobre Lúgh, en el extremo más alejado de la salida.

  Antes de que pueda pensar o hacer algo, escucha la voz de Canopus:

—Prepárate, Andrómeda, atomizador en uno, dos, tres...


https://youtu.be/S2Swl-92EYA

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