💋​CAPÍTULO 3 (PARTE 2)💋​

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El camarero nos sirvió los platos con una destreza sin igual. Nos habían dejado el restaurante reservado para nosotros, en honor a nuestro nombre. Nos sirvieron vino y yo agarré la copa mientras esperábamos la llegada del profesor. Al parecer, traería una invitada que nos ayudaría en la investigación. Por lo que había hablado con Hugo, tenía la impresión de que sería otra de las contrapartes de los pecados que desconocíamos.

Thiago iba acompañado de su secretaria Carla, que desde la muerte de Luna nos seguía a todas partes en nuestros viajes. Era una buena compañía, sumisa y gentil, lo necesario para satisfacernos. Nos organizaba de maravilla los eventos y los horarios, así que no merecía menos. Le había cogido cariño, aunque me apenaba su presencia cada vez que me recordaba a su amiga.

El profesor Levi llegó a paso rápido por el pasillo de alfombra rojiza acompañado por una mujer rubia de curvas pronunciadas. Ella iba enjoyada de la cabeza a los pies y el oro destacaba en su estilo. Le quedaba bien en su piel bronceada.

—Disculpen las molestias, debíamos arreglar un asunto de urgencia —explicó el caballero mientras se sentaba en su silla frente a mí.

Le eché una mirada a mi mellizo y él me la devolvió. Sonreímos en silencio, comprendiendo lo que sucedía. No dijimos nada. El pintalabios de la que debía ser Celia, la reencarnación femenina de la avaricia, seguía marcando el cuello de Levi.

Y luego éramos nosotros los que anhelaban carne.

Pasamos una velada dulce llena de risas y preguntas sobre nuestras vidas. Conocimos mejor a la otra Camarilla que los Ángeles de la Muerte mantuvieron en secreto hasta que se cumplió la profecía del ángel caído. Descubrí que, a lo largo de dos décadas, los habían incitado a detener el fin del mundo a espaldas de la sociedad. El profesor Levi era quien dirigía la investigación, pues Satanás solo quería matar a Lucifer por la ira de un demonio oni que lo maldijo en el pasado, igual que hizo con Amanda.

Aquello incomodó a Thiago, cuya pierna temblaba por el nerviosismo.

—Sé que hemos iniciado nuestra relación con mal pie. Tenía unas expectativas sobre ustedes que no debía haber tenido. Me basé en experiencias pasadas. —Levi dejó los cubiertos sobre el plato vacío conforme los camareros llegaban para retirarlos—. Sí, conocía a vuestros padres, pero nos distanciamos. Además, me llevé este objeto para mantenerlo en secreto a petición de ellos. Me suplicaron que desapareciera para que no cayera en manos equivocadas.

Sacó el diario que había protegido en el museo de una mochila apoyada en el respaldo de la silla. Nos lo mostró y Celia, la mujer que tenía al lado, sonrió.

—¿Qué contiene? —pregunté, intrigada.

—Las memorias de su tatarabuelo, el fundador de la familia y de la tradición de la lujuria. —Dio un trago al vino y se secó la boca con la servilleta, elegante—. Murió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los Ángeles de la Muerte hicieron la purga de pecados. Se sacrificó para que su hijo, vuestro bisabuelo, fuese uno de los elegidos para reencarnar la lujuria.

—Nuestros padres no solían contarnos mucho del pasado. —Thiago se removía en el asiento, incómodo.

—Ustedes son el último resquicio de un plan que iniciaron hace ya mucho. —Levi abrió el diario y se detuvo en una página—. Cuando han venido a visitarme al museo, no podía creer lo que veía. Pensaba que sus padres habían resucitado de entre los muertos para pedirme que les guiara en el camino. Esperaba evitar que se cumpliera la profecía en compañía de Celia, sin implicar a nadie más.

—¿Por qué nadie más? —reí, ofendida—. El peligro no nos asusta. Es un buen incentivo. Podemos ayudaros.

El hombre se quitó las gafas para colocárselas en el hueco de la camisa. Se levantó, se aproximó a mí y me mostró la página del diario. El aroma que me llegó fue a rosas, libros y arcilla.

—No hace falta ser un genio para saber que usted precisamente no es la persona más indicada para embarcarse en esta misión. —La suavidad con la que me colocó una mano sobre el hombro me consoló ante las palabras que leía.

"Si el ángel caído acaba renaciendo, sea la circunstancia que sea, el modo más sencillo de evitar el fin del mundo será con su muerte" —leí con un nudo en la garganta.

—Conozco su relación con el rey del pecado y estoy familiarizado con la historia de los amantes de la soberbia y la lujuria. —Me contó, entristecido—. Es la razón por la que reencarno a la envidia, y no a otro pecado.

Lo miré con incredulidad. Después, pedí al resto de los presentes que nos dejaran a solas unos instantes. Ellos cedieron. Celia aprovechó para ir al aseo y mi hermano se alejó para conversar con Carla lejos de la mesa.

El profesor Levi se sentó donde antes había estado mi hermano. Por el quejido que emitió, supe que no tenía buena salud.

—¿Qué relación tenías con mis padres exactamente? —pregunté cuando ya nadie pudo escucharnos.

Titubeó unos instantes, buscando las palabras adecuadas.

—Éramos cercanos. —Sonrió con la mirada triste—. Sé que tu viejo me odiaría si pudiera oírme, pero me habría encantado haber sido tu padre. —Sacudió la cabeza mientras yo lo miraba, tensa—. Era mayor para tu madre y demasiado envidioso para responsabilizarme de mis errores.

—No pensé que te vería tutearme tan pronto. —Una lágrima recorrió mi mejilla al pensar en lo poco que veía a mi padre en la mansión—. ¿Qué más hay en ese diario que hasta te obligaron a desaparecer para ocultarlo?

No dejaba de pensar en el distanciamiento que tuve con mi padre, la falta de cariño y las riñas que recibía de él. Solía tocar el piano en la soledad de mi adolescencia y, en lugar de felicitarme por el esfuerzo, me encerraba en un armario para castigarme sin cenar por hacer ruido. Alteraba su concentración en el trabajo.

—Cada uno de los pasos a seguir para lograr que no se rompa ninguno de los sellos que desatarán el mal. Lo que hemos hablado antes sobre la profecía del fin del mundo, eso está detallado aquí. —Levi apuntó al diario—. Son metáforas, pero revelan puntos del globo donde se esconden secretos de nuestra historia. Por eso hemos coincidido al venir a Noruega. El primer sello es frío. Son las estrellas del invierno. Luego vendría el océano pacífico, luego Egipto...

—¿Y qué es el mal? Es decir... —Me incliné para mirarlo de cerca—. Si decidimos ir por la ruta en la que el ángel caído no muera, ¿a qué vamos a enfrentarnos?

El profesor se volvió a poner las gafas, deslizando las páginas con sumo cuidado hasta llegar a una donde se reflejaba la imagen de una figura divina con alas.

—¿Alguna vez has oído hablar del Arcángel y su ejército de luz? —Su pregunta arrugó mi rostro—. Solíamos creer que eran leyendas, pero parece que el renacimiento del ángel caído es el primer aviso para su despertar. Esa criatura está encerrada bajo tres sellos. Y una vez se rompan, saldrá y hará una última purga que nos elimine de la faz de la tierra para siempre. —Se hizo un silencio en el que las emociones circularon por mi organismo aceleradas—. Por si te lo preguntas, señorita Asmodeus: no. Todavía no conozco el modo de derrotarlo.

De pronto, sentí una vibración. Saqué el móvil, pero comprobé que no tenía mensajes nuevos. Me extrañó. Pensando, llegué a la conclusión. Saqué la navaja que recuperamos de la mansión Asmodeus y vi que su filo brillaba en su cercanía al diario. Y al fijarme, vi que el anillo de oro escarlata emitía destellos rubíes resplandecientes.

—¿De dónde sacaron mis padres esto...?

—Perdóneme, pero no sé qué decirle. —Por un momento, vi la confusión a través de sus ojos—. Puede que conozca a alguien que nos ayude. Quizás usted sea la clave para salvarnos. Rápido, dígale a su hermano que coja sus maletas. ¡Nos vamos a la Universidad de Oxford!

Me levanté de la sorpresa, viendo cómo el profesor se dirigía a Celia, que acababa de salir del cuarto de aseo.

Thiago hablaba por teléfono con furia, gritando. La secretaria tenía las manos recogidas en el pecho, asustada.

Me acerqué por detrás y la acaricié por la cintura. Ella dio un respingo, pero con rapidez me sonrió.

—¿Qué le pasa?

—L-le he llamado Hu-ugo —tartamudeó—. Dice que Satanás está haciendo trampas en las Iralimpiadas y q-que Amanda va a meterse en la arena de combate para detenerlo.

Se me heló la sangre al oírlo. Mi mellizo colgó, frustrado, llevándose el teléfono a la frente. Sabía que se estaba sintiendo culpable.

—A ver, cariño, ¿qué pasa? —Lo agarré de las muñecas para calmar su rabia, hablando en un italiano fluido—. ¿Quién era?

—Voy a hablar con Amanda. Tengo que contarle lo que me has dicho. Voy a serle sincero. —Las frases se le precipitaban en la lengua—. No quiero que muera, Cass. Se la está jugando contra ese loco.

—Tenemos que irnos a Oxford. La navaja que encontramos en casa brilla cerca del diario de Levi, igual que el anillo. —Le mostré el arma que seguía lanzando un sutil destello pese a la distancia del libro—. Y la pulsera que llevas tú también lo hará. Puede que sea el modo de detener esto de los sellos.

—Me estoy planteando ir a la Isla de la Soberbia. —Me agarró de las mejillas, cariñoso—. Quiero acompañarte, ¿vale? Te prometo que sí, pero esto es importante.

Lo aparté con una sensación agridulce.

—¿Qué harás tú en las Iralimpiadas? Los Pecados Capitales tienen prohibido intervenir. —Abrí los brazos, preocupada—. No conseguirías nada más que problemas metiéndote de lleno a salvarla. Además, de aquí a que llegues en avión, ya estarán terminando el segundo día.

—¿Tú no irías si fuese Lucifer quien pusiese su vida en peligro?

Le di una bofetada. El resto de personas se silenció para observar la escena. Carla se llevó las manos a la boca con los ojos bien abiertos.

—Amanda sabe cuidarse de sí misma, mejor que tú y yo juntos. —Respiré hondo—. Yo te necesito aquí, ayudándome a arreglar la cagada del ángel caído que provoqué. Es egoísta, pero eres el único en quien confío ahora mismo quitando a Hugo y Bela —rodé los ojos— que están bastante ocupados.

Él todavía no se había recuperado de la bofetada. No pensaba disculparme. Mencionar a Lucifer era motivo suficiente para que lo callase y lo sabía.

—Me pides que le sea sincero, pero no quieres que me separe de tu lado para hacerlo. —Sus ojos no se cruzaron con los míos—. Y cuando te menciono al ángel caído, ahí sí que no hay nada que hacer. Has estado ignorándome y evitándome y siendo distante durante meses desde lo que pasó con él. Y aun así he seguido aquí, contigo, apoyándote. Sabiendo mejor que nadie por qué te pasas el día tirándote a desconocidos gimiendo su puto nombre.

—Lo único que quería decirte era que esperaras a que volviéramos a casa para decírselo —reía por lo ridículo de la situación—. Oye, ¿de qué coño va esto? ¿Por qué me lo sueltas así de golpe? ¿Es que no sabes que guardarte tanta mierda es malo?

—Cada vez que quería hablar contigo sobre cómo te sentías, te negabas a expresarte. Y me duele mucho porque te veía fatal y no sabía qué más hacer por ti. —Al fin me miró y vi la ira en su mirada, una emoción que le había contagiado Amanda. Gesticulaba con violencia—. Voy a pedir que el avión me lleve a la Isla de la Soberbia. Tengo que hacer esto por mí mismo.

—¿Y qué hay de mí? —La frustración se convirtió en cuchillas desgarrándome la garganta—. ¿Qué hay de lo que yo quiero?

Thiago le hizo un gesto a Carla para que fuera con él. Le susurró unas palabras al oído y ella asintió, yéndose del restaurante a paso veloz.

—Lo que tú quieres es cambiar un pasado que no se puede borrar. —Su voz se quebró—. Si necesitas llamarme, o hablar conmigo, o lo que sea, no dudes en hacerlo. Quiero que me cuentes cómo te sientes, de verdad. Pero ahora debo ayudar a Amanda. No puedo quedarme contigo si voy a seguir viéndote tan destrozada.

Se quitó la pulsera de plata bañada en zafiro y la dejó sobre una mesa. Luego, dio media vuelta y se marchó en dirección a la salida del local.

Me quedé descompuesta. ¿Por qué hacía tanto frío? No me gustaba. Me senté en una silla, mareada. El profesor Levi se aproximó con su diario en las manos, preocupado. Celia, la mujer que lo acompañaba, me abrazó de lado.

Dejé que me acariciara el hombro, pero no podría consolarme. En el fondo de mi corazón tenía la sensación de que me lo había ganado. Tantos meses evitando la conversación que me haría llorar acabaron distanciando a mi propio hermano de mi lado. Lo único que se me ocurrió hacer fue dejarle espacio, permitir que su ira fluyera libre y agarrar la pulsera para colocármela en la muñeca.

—Pues nada... —Controlé las lágrimas para que no saltaran ante desconocidos—. Vámonos a Oxford.

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