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A veces me pregunto, ¿cómo fue que llegamos a esto? Habíamos conseguido lo imposible. Habíamos conseguido que todas las naciones se unificaran en una sola. Todo Edjhra se había aliado en contra de los demonios.

Y ahora, esa alianza parece decaer. A punto de derrumbarse.

De Sangre y Ceniza: prólogo.


Xeli soñaba que se encontraba en la guerra más cruenta del mundo. Sabía que la resistencia era esencial mientras el Héroe y la diosa Diane se enfrentaban al Portador del Olvido en el umbral entre los reinos.

En el campo de batalla, los soldados parecían hormigas huyendo del fuego, seres efímeros luchando con desesperación contra demonios de poder insondable. Estos emergían de las grietas del suelo como monstruosidades informes y viscosas. Entre ellos, destacaban los nobles Caballeros Dragón con sus armaduras níveas y entramados que palpitaban como venas de sangre. Empuñaban espadas sanguinarias y escudos relucientes, liderando el asalto contra las hordas infernales.

La batalla se tornaba frenética y caótica. Los soldados caían a raudales, devorados y aplastados por los demonios. Los Caballeros Dragón se enfrentaban al borde del colapso. Xeli, en medio de la contienda, se sentía impotente como una simple soldado, incapaz de detener a los demonios o defenderse adecuadamente. Los hombres a su alrededor, aterrados, le suplicaban protección. Sus esfuerzos resultaban vanos mientras sus amigos caían ante sus ojos.

Con solo diecisiete años, ¿qué se podía esperar de ella en tal infierno?

Cuando un camarada cayó víctima de un demonio, Xeli tuvo que huir. A lo lejos, las explosiones de sangre del combate creaban una danza macabra. Los Caballeros Dragón desenvainaban sus espadas con una gracia y agilidad asombrosas, portando el poder de la sangre y haciendo que el mundo vibrara a su alrededor.

Entonces, un silencio envolvió el campo de batalla. Una luz cegadora estalló y Xeli se cubrió los ojos. Alcanzó a ver una silueta vestida de negro llevando a alguien en sus brazos. Los demonios huyeron despavoridos ante esta aparición, desvaneciéndose del reino. El Héroe había llegado y la gente aclamaba con júbilo.

«¡El Portador del Olvido fue sellado junto al paso entre reinos!», comprendió Xeli emocionada.

Habían aislado los tres reinos, protegiendo a Edjhra de las amenazas externas. Pero la alegría se esfumó al ver a la Deidad Inmortal, Diane, la diosa dragón, muerta en los brazos del Héroe. Un profundo pesar abrumó a los soldados y Caballeros Dragón, que lloraban en silencio. Xeli se tapó los ojos, horrorizada por la trágica escena. Diane tenía un corte en el pecho, una herida que solo podía haber sido infligida por una espada en todo Edjhra: la del Héroe.

Los murmullos y los insultos golpearon a Xeli, resonando como afiladas púas de acero. Intentaba hablar, pero su voz se perdía entre gritos y sollozos. Cuanto más luchaba por hacerse oír, más se hundía en la marea de dolor que la rodeaba.

—Tuve que hacerlo—susurró el Héroe con voz cargada de culpa—. Ella me lo rogó. Era la única forma de sellar el portal.

Xeli confiaba en él, pero los insultos de los Dianistas la asfixiaban. La Devastación avanzaba, corrompiendo y aniquilando todo a su paso.

Las extensas y verdes llanuras se tornaban grises y mustias. El sol perdía brillo bajo nubes superpuestas que serpentearon en el cielo como aves de mal agüero. Plantas y flores se marchitaban, los animales languidecían. Una oscuridad lúgubre se extendía, manchando la superficie con hollín.

La vida comenzaba a extinguirse.

Y de repente, Xeli despertó. Gritó, defendiendo al Héroe y exigiendo que cesaran las acusaciones de traición. Sus mejillas se empaparon con lágrimas mientras se enroscaba entre las sábanas de su lecho, deseando desaparecer de aquel mundo implacable.

«Él no hizo nada malo—repetía entre sollozos—. Solo quería protegernos, ¿por qué nos odian tanto? ¿Por qué nos llaman traidores?»

—¡Somos inocentes! —exclamó al incorporarse de golpe, dejando escapar su voz en una llamada desesperada a la verdad.

Oscuridad.

—Ha sido una pesadilla—comprendió mientras sentía el rápido latir de su corazón, acompañado de un dolor agudo y punzante—. ¿Todavía es de noche?

Con pasos firmes, se dirigió hacia las puertas del balcón, despejando dudas y buscando aire fresco para ordenar sus pensamientos. Mientras lo hacía, sus dedos jugueteaban inconscientemente con el colgante que se mecía en su cuello. Era un amuleto de oro, un emblema sagrado de antigüedad que pocos podían comprender. Tomaba la forma de una espada curva con contornos que asemejaban alas, representando la legendaria espada del Héroe. En ese instante, acariciaba el amuleto como si pudiera arrancarlo para aliviar la agitación que recorría sus nervios.

Suspiró profundamente, apoyándose contra la balaustrada. La ciudad se extendía a sus pies, envuelta en una negrura densa, como si una sombra perpetua la cubriera. El cielo estaba teñido de nubes entrelazadas, con algunos rayos de sol asomándose tímidamente, anunciando un amanecer lánguido, una costumbre de la Tierra Corrompida.

Aunque la ciudad seguía adormecida, Xeli sabía que muchos considerarían su comportamiento imprudente. Para ella, era un acto de libertad. Las Lascas solo durarían hasta que el amanecer borrara la oscuridad y dejara un cielo gris y apagado. Le parecía extraño que, tras más de dos mil años, nadie se animara a desafiar la noche y las Lascas, ignorando que estas no tenían intención alguna, solo existían. Eran como el viento o la lluvia, fenómenos naturales que no se podían evitar, solo experimentar.

Las ilusiones que las Lascas provocaban no eran más que eso, ilusiones, por más que mucha gente insistiera en que eran algo real.

Xeli se preguntó cómo sería el mundo fuera de Sprigont, más allá del mar negro, donde la influencia de la Devastación sobre Edjhra se diluía. Había leído sobre la belleza de los colores, sobre el radiante sol amarillo, aunque le costaba imaginarlo. La Devastación se lo impedía, manteniendo la negrura, un cielo enmarañado y opaco que encadenaba un sol moribundo.

—Debe haber una forma, ¿verdad? —se cuestionó, desviando la vista hacia el horizonte, perdida en sus pensamientos—. Una forma de devolverle el color al mundo.

No es que Sprigont fuera espantoso; al contrario, encontraba fascinación en las diferentes tonalidades de negro. En sus estudios de botánica, descubrió que no se trataba de una única negrura imperante, sino de diferentes capas de negro sobre negro, matices tan sutiles que solo algunos eruditos habían percibido. Xeli había planteado esta incógnita hace unos años cuando inició su búsqueda de conocimiento sobre las plantas.

Pero eso no significaba que no deseara traer algo de variedad al mundo. ¿Acaso estaba mal anhelar eso?

Xeli se estiró con un pequeño quejido y miró hacia el sector norte. Sabía que debía visitar nuevamente la catedral heroísta para hablar con el hierático Loxus sobre los nuevos campos de plantación. Esperaba que sus estudios condujeran a una mejor forma de proteger las plantas de las embestidas de la Devastación y les permitieran nutrirse de la energía de las Oleadas.

Si todo funcionaba según sus expectativas, podría dar el siguiente paso y plantar flores.

Sin darse cuenta, presenció la llegada del amanecer. Xeli permaneció de pie, observando la ciudad, ajena al paso del tiempo. De pronto, alguien golpeó su puerta. Su hermano mayor, Rilox, el heredero, entró apresurado con un rostro angustiado.

—¿Qué sucede? —preguntó Xeli, llevándose una mano al colgante mientras su corazón latía con rapidez, casi como si tuviera dos corazones.

Antes de que Rilox pudiera responder, un sonido contundente llegó desde el sur de la ciudad. Las campanas de la catedral de Diane resonaron como múltiples truenos. La ciudad entera enmudeció. Xeli contó mentalmente las campanadas, sintiendo escalofríos recorrer su espalda.

Las campanadas cesaron al llegar al número nueve, y un silencio sepulcral se apoderó de todo. El número sagrado de la diosa Diane era el ocho; el nueve representaba todo lo opuesto. Ese ominoso sonido presagiaba significados que Xeli temía comprender. Involuntariamente, volvió a sujetar su colgante con firmeza, sus manos temblorosas a punto de arrancar el preciado amuleto con un fuerte tirón.

—Encontraron al Hierático Zelif en un callejón a las afueras del sector norte —dijo Rilox, con una voz perturbada por la noticia—. Alguien lo mató.

Un escalofrío recorrió la espalda de Xeli, y supo que la paz de su mundo estaba en grave peligro.



Xeli había vagado sin rumbo por sus aposentos, sumergida en un torbellino de pensamientos. Un rayo de noticia la había sacudido: Zelif, el hierático del dianismo, había sido asesinado.

«¿Quién se atrevería a cometer semejante atrocidad?», pensó Xeli, sin saber qué consecuencias desataría matar al portavoz de una deidad.

Su familia ya estaba al corriente; sin embargo, ella había sido la última en saberlo, una vez más. Su padre, Lord Haex Stawer, el gran señor de Sprigont, no se había molestado en visitarla. Estaba demasiado atareado para ocuparse de una «niña malcriada».

Pero a Xeli no le importaba. Tenía asuntos más acuciantes en los que pensar. La muerte de Zelif la dejaba con la mente revuelta, ya que él era alguien genuinamente bueno, una rareza entre los dianistas. Zelif representaba un ancla para todo lo que ella había logrado: el tratado de paz, el respaldo a las nuevas plantaciones, parte de sus indagaciones y la protección a los heroístas. Gracias al hierático, todo eso había sido posible.

Zelif no debería haber muerto.

Xeli no sentía simpatía por la catedral de Diane, pero sabía que debía visitarla. No solo por las exigencias de su familia y su alta posición social, sino también porque quería saber lo que decían los dianistas sobre el asesinato. Temía que acusaran falsamente a los heroístas, con quienes mantenían una enemistad de más de dos mil años. Los despreciaban por haber «traicionado» a Diane y por haberla matado, aunque luego se revelara que solo había perecido su cuerpo físico y que ella seguía viva en el reino de los dioses. Xeli seguía buscando argumentos para probar que tal traición nunca había ocurrido.

Buscaba una forma de hacerles entender que hace más de dos mil años, los Heroístas combatieron junto a Diane para acabar con los demonios. La Devastación fue el resultado del choque de poderes cuando sellaron al Portador del Olvido y el Héroe nunca intentó engañar a Diane para matarla. La Diosa se había sacrificado, al igual que el Héroe. Pero parecían reacios a escuchar cualquier versión que contradijera su credo. Se aferraban a una historia errónea escrita hace siglos.

Cuando llamaron a su puerta, Xeli salió de su ensimismamiento y su hermano mayor, Rilox, entró en la estancia.

—¿Estás segura de querer ir vestida así? —preguntó el heredero.

Xeli se volvió hacia él y se encontró con la mirada de su hermano. El cabello castaño de la dama iba trenzado a un costado y vestía su atuendo sagrado, predominado por el negro que resaltaba su tez pálida.

—¿Qué tiene de malo mi vestido? —replicó Xeli—. Lo siento, Ril, pero este es el color que me corresponde, el que me identifica como heroísta. No puedo ir con otro color.

Rilox suspiró, consciente de que no podía contradecir a Xeli. Aun así, no pudo evitar sonreír.

—Por suerte, el negro te sienta bien —comentó él—. Ven, vamos. Se hace tarde.

Xeli asintió y lo siguió.

Ella no había solicitado que él la recogiera; él lo había hecho por su propia cuenta, como siempre en ocasiones trascendentes que involucraban a la familia. Xeli agradecía profundamente a su hermano por estar allí y sabía que sería un excelente lord cuando heredara el título de su padre.

—¿Qué crees que ha ocurrido? —preguntó Xeli, con las manos entrelazadas frente a su pecho. Su voz era aguda y nerviosa, como si temiera que alguien la escuchara.

—No lo sé —respondió Ril negando con la cabeza. A pesar del tiempo que habían pasado juntos, su hermano seguía caminando con una postura altiva, la mirada erguida y la vista centrada—. Pero parece que las cosas no van a salir muy bien. Debes tener cautela hoy. No solo con papá, yo también te apoyaré en la catedral. La gente habla, lo sabes. Es peligroso que expreses tus opiniones.

—Oh, Ril, no te preocupes tanto por mí —dijo Xeli con una sonrisa forzada. Quería parecer valiente y confiada, pero en el fondo sentía un nudo en el estómago. Sabía que su hermano tenía razón, que su forma de ser no era bien vista en aquel mundo de intrigas y falsedades—. Siempre hablan de nosotros, de mí. Puedo sobrellevarlo.

—No me estás entendiendo, Xeli —dijo Ril, enfocando su mirada en ella, observando sus ojos. Xeli comprendió el significado de esa mirada—. Esta vez es diferente, por alguna razón lo es. Tienes que tener cautela con lo que haces y dices. ¿Entiendes? Por favor, Xeli, hazme caso esta vez.

Hubo una pausa mientras Xeli asimilaba sus palabras.

—Entiendo.

Rilox asintió para sí y sonrió. ¿Cómo podía Xeli discutir contra eso? La respuesta era simple: no podía. Le devolvió una sonrisa a su hermano.

El castillo de los Stawer parecía un laberinto para aquellos que desconocían su estructura. Los altos pasillos abovedados, decorados con tapices que representaban a la Diosa Diane en las paredes de piedra, se extendían en todas direcciones, trazando curvas e intersecciones. Los muebles de madera tallada, los candelabros de plata, las alfombras de seda y los cuadros de antepasados ilustres daban testimonio del poder y la riqueza de la familia Stawer.

Rilox guiaba el camino, y Xeli pronto se dio cuenta de que se dirigían a la antesala del salón, donde su padre los aguardaba. Esa era la verdadera razón por la que Rilox había venido a buscarla, para apoyarla cuando se presentara ante él.

—Padre no reaccionó muy bien a la noticia, ¿sabes? —dijo Rilox finalmente, rompiendo el silencio.

Xeli sonrió con amargura.

—Padre nunca se toma bien las malas nuevas, Ril. ¿A quién le habrá echado la culpa esta vez? ¿A madre, tal vez? ¿A los guardias? ¿A ti? Pobres de los que tuvieron la desgracia de estar cerca cuando se enteró. ¡Devastación, Ril! Pobre del mensajero.

Rilox alzó una ceja, acostumbrado cada vez que escuchaba a Xeli maldecir.

—¿Y si te dijera que no vociferó a ninguno de los presentes?

—Diría que me estás tomando el pelo —Rilox no respondió. Xeli se detuvo en seco—. ¿De verdad?

Su hermano asintió.

—Yo estaba con él cuando sucedió —dijo Rilox, instándola a seguir caminando—. Habíamos despertado temprano, padre necesitaba hablar conmigo. Entonces llegó uno de los mensajeros de Diane. Todos guardamos silencio ante la noticia. Padre pareció quedar en shock, ni siquiera se atrevió a despedir al mensajero, como si no quisiera perturbar el silencio.

Xeli no encontró palabras.

—Eso fue incluso más aterrador que escucharlo gritar encolerizado —añadió Rilox.

Xeli asintió lentamente, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda.

—¿Podré escuchar una de tus melodías esta noche? —preguntó Rilox cambiando de tema como si nunca hubieran mencionado a su padre—. Han pasado semanas desde que te escuché tocar.

Xeli sonrió.

—No sabía que extrañabas mi música.

Rilox rio.

—Tu música es la única que vale la pena en todo el castillo —afirmó Rilox—. La de los bardos posee elegancia y ritmo, a veces incluso es poética y hermosa. Sin embargo, carece de algo que solo tú posees: emoción, sentimiento y pasión. Escuchar una de tus canciones es como oír la vida misma.

Xeli se ruborizó.

—Exageras —farfulló Xeli, tratando de ocultar su vergüenza—. No toco tan bien como crees, solo... solo expreso lo que siento, pero no siempre sale como quiero, y a veces desafino, y otras veces me equivoco de nota, y... no sé si mi música es adecuada para una dama de mi posición, y quizás debería enfocarme solo en la botánica, y... y no quiero decepcionarte, ni a ti ni a nadie, pero tampoco quiero renunciar a lo que me hace feliz, y... y...

Rilox la interrumpió con una sonrisa, intensificando el rubor en las mejillas de Xeli.

En ese momento, Xeli tomó una decisión impulsiva y le dio un codazo a su hermano, quien soltó una risa mezclada con un quejido.

—No exagero, sabes que soy incapaz de mentir —continuó Rilox.

Eso era cierto.

—Hace mucho que no toco ningún instrumento —confesó Xeli en voz baja.

Anhelaba volver a hacerlo. Era la única cosa que su padre no le había prohibido, incluso después de su cambio de religión. Era lo único que la hacía sentir libre, donde podía expresar sus sentimientos sin peligro.

—Esta noche puedes practicar —insistió Rilox.

—Está bien, pero solo si me traes uno de esos manjares que tanto me gustan —accedió Xeli.

—Trato hecho —aceptó Rilox.

Recuperaron su compostura al completar la última curva del pasillo.

—Ya casi llegamos —indicó Rilox—. Recuerda, intenta no enojarlo demasiado, por favor.

Xeli sonrió. Su hermano siempre le repetía lo mismo.

—No te preocupes, Ril. Controlaré mi lengua.

—Más te vale, especialmente frente a padre. Es agotador mediar en tus disputas cada vez que hablas.

—Haré lo que pueda —respondió Xeli en tono jocoso.

Al final del pasillo, Xeli vio a un par de guardias custodiando la entrada. Lucían elegantes uniformes verde esmeralda con chaquetas de seda bordadas en oro, pantalones ajustados y botas altas. Sus cinturones sostenían espadas con empuñaduras doradas y vainas de cuero. Al aproximarse, los guardias abrieron la puerta de la antesala con una reverencia.

Dentro, Lord Haex Stawer contemplaba una pintura de Diane, representando su descenso al mundo: una luz plateada rechazando la oscuridad. La obra era un ejemplo magistral del arte sagrado, capturando la belleza y el poder de la diosa dragón.

Su padre, aún imponente pese a su edad, lucía un atuendo rojizo que resaltaba su firme complexión. Su cabello oscuro caía por sus hombros. Vestía una capa de terciopelo con el escudo de los Stawer bordado en oro, un chaleco de seda con botones de rubí y pantalones ajustados. En su mano derecha llevaba un anillo con el sello familiar y una espada colgaba en su cinturón. Al ver a Xeli, su mirada se oscureció.

—¿Qué significa esto? —demandó Lord Haex.

Xeli no retrocedió, había dejado de hacerlo hace tiempo.

—¿A qué te refieres, padre? —preguntó Xeli, manteniendo una expresión neutral mientras su hermano le apretaba el brazo—. Me visto conforme a mi credo.

La mirada de Lord Haex era severa, intimidante. Aunque infundía temor, Xeli le sostuvo la mirada, siendo quizás la única que aún se atrevía a tanto.

—No pertenezco al dianismo —declaró Xeli—. ¿Cuándo lo aceptarás? No sigo a su Diosa, a tu Diosa.

—He tolerado tu insolencia durante demasiado tiempo, niña —replicó Lord Stawer—. ¿Te empeñas en desafiarme? Hazlo si quieres. Pero no asistirás al velorio del Hierático Zelif de esa manera. ¡Lo prohíbo!

—Ella tiene derecho a ir —intervino Rilox con calma—. El Gran Consejo lo permite.



Al contemplar la imponente catedral erigida ante sus ojos, Xeli admitió finalmente la cruda realidad: había sido una pésima idea.

«¡Devastación! ¿Es que siempre debo ser tan testaruda?»

Todos le advirtieron sobre el peligro, pero ella persistió con sus buenas razones y verdades irrefutables. Sin embargo, aceptar la realidad no se volvía más fácil por ello; solo complicaba las cosas.

Ya no podía retractarse. Su familia había partido antes, impulsada por la idea de Rilox, lo cual agradecía Xeli. Fue una decisión sabia. Todos ellos vestían de rojo, respetando la tradición y simbolizando la fe en la diosa Diane. Si Xeli se hubiera unido, su atuendo negro solo habría causado más alboroto. Aunque no estaba sola.

Xeli lideraba la marcha, seguida por seis guardias sacerdotales heroístas, equitativamente hombres y mujeres. Vestían túnicas negras de mangas anchas, adornadas con detalles en verde esmeralda. Sobre el corazón lucían el símbolo del Héroe: un guiverno de escamas negras surcando un cielo oscuro, marcando el momento en que el Héroe entró al campo de batalla.

Para sorpresa de todos, el Hierático Loxus los acompañaba. El anciano avanzaba encorvado, con las manos a la espalda. Habían solicitado un palanquín para él, pero el simple esfuerzo de caminar unos metros parecía agotarlo demasiado.

—¿Estás seguro de que debías venir? —preguntó Xeli, preocupada.

—¿Acaso eres tú quien debe decírmelo? —respondió Loxus.

Xeli bufó, consciente de su error

—Lo sé, no-no necesitas recordármelo —tartamudeó Xeli—. Lo que me preocupa es... ¿no causará problemas que el Hierático del Héroe se presente en la catedral de Diane?

—Si los fieles y sacerdotes pueden hacerlo, ¿por qué yo no?

Xeli no replicó.

«Esto cambia todo, Loxus. Eres nuestro representante. Los devotos de Diane reaccionarán con furia», pensó preocupada.

La multitud abarrotaba incluso las afueras de la catedral, donde el rojo destacaba en la opacidad de la ciudad. Parecía que todo Nehit veneraba a Diane. Xeli y su comitiva recibían miradas hostiles, a pesar de su linaje y la posición de Loxus. La muerte del Hierático Zelif debería haber aplacado los ánimos, pero la mayoría aún mostraba un semblante enojado y amenazador, como un animal encadenado.

Xeli temía lo peor. ¿Cuánto tardarían en liberarse de sus cadenas? ¿Cuándo pasarían los dianistas de las amenazas a la acción? Los sacerdotes heroístas se mostraban prudentes, preparados para defenderse sin iniciar un conflicto.

«¿Cuándo ambas religiones dejarán este absurdo enfrentamiento?», se preguntaba Xeli, anhelando ser escuchada.

Mientras rogaba por protección al Dios Negro, los sacerdotes abrían paso entre la multitud. Eran vistos con hostilidad, pero también eran la guardia personal de Xeli.

Al cruzar las enormes puertas de la catedral, Xeli reconoció las estatuas custodias: una joven de cabello plateado y ojos azules, y un imponente dragón. Ambas representaban a la diosa Diane.

La catedral, incluso por dentro, era sorprendente. La luz se filtraba por los vitrales, creando un efecto de luminiscencia contenida. A pesar de su belleza, el ambiente se sentía oscuro, como una noche neblinosa. Reinaba un silencio inquietante y repulsivo, solo roto por ocasionales murmullos.

Un hombre con ropas raídas pasó junto a Xeli, jadeando y temblando como si hubiera visto el fin del mundo. ¡Devastación! Ella no había visto a alguien temblar de esa manera desde hace mucho tiempo.

—Que el Héroe lo ayude —murmuró Loxus.

Xeli observó al hombre perderse en la multitud. La muerte de Zelif lo había afectado profundamente.

Al abrirse paso entre la gente, Xeli entendió el motivo de la aglomeración. Parte de la catedral estaba cerrada al público, por fortuna. Ella y su grupo entraron sin problemas, encontrando a su familia. Lady Jhunna, su madre, parecía distante, y Rilox la sostenía del brazo. Vexil, quien se había unido a Diane, estaba ausente.

«¿Y Kisol?», pensó. ¿Su padre la habría dejado en el castillo?

Entonces, Xeli vio la causa del silencio y la angustia: en el centro, frente a las estatuas de los Guardianes, había un altar. Sobre él yacía el cuerpo del hierático Zelif, vestido de rojo y plata. Parecía perfecto, salvo por un detalle: no tenía cabeza.

Xeli se sintió mareada. Su padre, Lord Haex, contemplaba el cuerpo con incredulidad y enfado.

—¿Quién pudo hacer esto? —balbuceó Xeli, agarrando su colgante, a punto de tirar de él.

Este asesinato tenía un significado oscuro, tal vez un aviso o una proclamación. Xeli escuchaba los murmullos acusatorios de la multitud.

—Fueron los Heroístas.

—¿Quién más sino?

—¿Por qué Lord Stawer los tolera? Solo causan problemas.

—Esos traidores hijos de puta...

Xeli se quedó callada, sofocada por el odio infundado.

«Los Heroístas nunca traicionaron el pacto», pensó.

Todo estaba mal. Asesinaron al Hierático de Diane, un hombre amado por la ciudad, que había vivido en Sprigont. «Toda la ciudad lo amaba... No, todo Sprigont. Incluso los heroístas...»

Los Heroístas.

Tenía sentido, desde un punto retorcido y sin sentido. ¿Quiénes sino serían los culpables? ¿Quiénes sino tendrían motivos? Los Heroístas eran los únicos que no veneraban a ese hombre. Loxus posó su mano en el hombro de Xeli, y en ese gesto, ella tomó conciencia de lo tensa que estaba, sintiendo que sus dedos estaban a punto de arrancar su colgante.

—No los escuches —dijo el anciano con una cálida sonrisa, su agarre era suave, reconfortante, y sin embargo Xeli notó algo distinto en su voz... sonaba ¿distante? —. No dejes que sus palabras te hieran. Venimos a despedirnos de Zelif. Tan solo eso.

Xeli asintió. Loxus tenía razón, los Heroístas eran inocentes. Pero era difícil ignorar los murmullos a su alrededor. Xeli quería gritarles lo noble y bondadoso que fue el Héroe. No lo hizo, se quedó firme, junto a Loxus.

«Tranquilízate, puedes hacerlo.», pensó.

Ziloh, consejero de Zelif, apareció en el púlpito, vestido de carmesí con glifos plateados de Diane. Aunque apreciado por la ciudad, Xeli lo odiaba.

—Hijos de Diane, hijos de Sangre, bienvenidos —dijo Ziloh, con una voz rasposa y dolorida—. Gracias por venir hoy.

Tras un momento de silencio, Ziloh continuó, pero su discurso se quebró, revelando una debilidad oculta. La multitud se sumió en el llanto, compartiendo su desesperanza.

Loxus se acercó al púlpito, enfrentando la situación con firmeza.

—Oh, viejo amigo, no esperaba que fueras el primero en irte —dijo, caminando entre la multitud hacia el altar.

—¿Viejo amigo? —replicó Ziloh, con un respeto controlado, pero la ira latente en su voz era palpable. Sin embargo, el resto de los presentes parecían no notarlo o simplemente ignorarlo.

—Recuerdo lo que hablamos —continuó Loxus sin darle importancia a la ira de Ziloh—. Vine a despedirme de ti, como sé que habrías hecho por mí. Espero que el Dios Negro y la Divinidad Inmortal te aguarden en el más allá.

Tras una breve plegaria, Loxus se despidió, anunciando su partida para no causar más incomodidad. El grupo se dirigió hacia la salida, liberándose de la tensión opresiva de la catedral. Loxus advirtió a Xeli sobre la necesidad de cautela, especialmente en el sur de Nehit.

—Regresemos a la catedral —concluyó Loxus, instando a todos a volver atrás.

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