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Los Heroístas fueron desplazados, nadie quería saber de nosotros.

Todo sucedió tan rápido, como si hubiera surgido una nueva calamidad en el mundo. El Gran consejo apenas si pudo mermar las disputas. Incluso, en sus filas, había gente que quería vernos muertos.

Y cada que escuchaba hablar a sus sacerdotes más importantes, comenzaba a sentir un profundo sentimiento de repudio. Me sentía asquiento con cada palabra que decían, mientras que los Dianistas se vigorizaban y entusiasmaban.

Hay algo que nunca acabé de comprender.

De Sangre y Ceniza: prólogo.


Xeli se acurrucaba entre sus brazos, aferrando su preciado colgante, buscando alivio en él mientras la noche la envolvía como un manto impenetrable.

«Qué tonta fui», se lamentó.

Su abrazo le daba calor y seguridad. No sabía de dónde había sacado el valor para enfrentarse a Ziloh y a lady Cather.

Xeli había logrado esquivar a sus guardias y a los sacerdotes, permitiéndose vagar sola por la ciudad envuelta en la oscuridad de la noche. Se preguntaba qué pensarían Favel y Loxus si descubrieran su hazaña. Prefería mantenerlo en secreto, recordando que, tras su última visita a la catedral de Diane, Favel y Loxus le habían abrumado con una interminable sucesión de sermones.

«Para ellos esto sería una locura, pero para mí es... paz», pensó Xeli.

Las calles estaban desiertas y silenciosas. Era la primera vez en semanas que Xeli salía de noche. Loxus le había aconsejado no salir sin un guardia, pero ella necesitaba la oscuridad del cielo para meditar.

Aun así, un escalofrío persistente la recorría. Nunca se acostumbraba a la noche. Las historias de peligros, los espectros y la muerte silente que acechaba en las sombras llenaban las conversaciones. Xeli nunca había visto tales horrores, pero el miedo irracional a la noche persistía, atenazando su mente.

Era como si las sombras la observaran, dispuestas a seguirla con ansias voraces. Xeli se volteaba a menudo, sintiendo las miradas ocultas, pero nunca encontraba nada.

«No hay nada que pueda dañarme», recordó con determinación.

El dosel nuboso onduló sobre ella y, súbitamente, percibió cómo su visión se retorcía, como si estuviera sumergida bajo aguas turbias o atrapada en una ola de calor abrasador.

Eran efectos de las Lascas, mera ilusión.

A pesar de todo, no lograba comprender por qué seguía inmersa en sus incursiones nocturnas. Había una atracción inexplicable hacia el peligro, una especie de insensatez que, de algún modo, disfrutaba. No obstante, también experimentaba un sentimiento de transformación al caer la noche, como si su mente se agudizara y se sintiera más enérgica.

Había dejado atrás las Calles Negras y ahora se internaba en el territorio de los Dianistas. Durante la noche, tenía la libertad de explorar donde quisiera. Nadie se atrevía a detenerla ni interrogarla.

¿Qué buscaba en esas calles sombrías? ¿Qué esperaba encontrar? ¿Acaso alguna pista sobre el asesino? ¿O quizás alguna señal de que no estaba sola, de que había alguien más que compartía su inquietud por el destino de Sprigont?

El viento glacial y juguetón barrió a su alrededor con una especie de vida propia. Era como una mano gélida que acariciaba su piel. Sin embargo, no permitió que la sensación helada la detuviera. Con paso decidido, siguió adelante por las calles desiertas.

Sus ojos se fijaron en la distancia, donde se alzaba la majestuosa catedral de Diane, emanando una pureza espiritual manchada por sombras oscuras, una creciente corrupción que devoraba piedra y mármol. Alrededor de la catedral, sombras danzaban como espectros cambiantes.

Finalmente, Xeli halló asiento junto a una pequeña fuente cercana a la catedral. El agua en su interior parecía negra como el alquitrán, un efecto ilusorio provocado por las Lascas de la Devastación, remplazando su característico color gris. Con interrogantes sin respuesta tras el tumultuoso día, se dejó llevar por sus pensamientos. ¿Estaba Cather a su lado o en contra?

Con escrutadora mirada, examinó la catedral ante ella y notó que algo había cambiado. Una luz brillaba en la planta baja, deslumbrante e intensa. Podía imaginarse cientos de lámparas ardiendo en su interior. Sin embargo, lo que realmente atrajo su atención fueron los dos sacerdotes que custodiaban la entrada.

«¿Qué harían los sacerdotes a esas horas de la noche?», se preguntó intrigada.

Era algo sin precedentes. Los guardias sacerdotes rara vez patrullaban las entradas de la catedral, ya que, ¿quién osaría cometer actos viles en un lugar sagrado? Lo que más desconcertante resultaba era que estuvieran allí en plena oscuridad, cuando ni siquiera los guardias de la ciudad se atrevían a aventurarse afuera. ¿Por qué bloqueaban el acceso?

Las campanadas no habían tañido, la guarnición no se había congregado y lady Cather no se hallaba en la cercanía. Si algo grave hubiera sucedido, su presencia habría sido necesaria. Además, Lord Haex Stawer estaría al tanto, y Xeli también lo habría sabido.

Con pasos sigilosos, Xeli se desplazó entre las sombras, procurando evitar la atención de los sacerdotes que parecían absortos por figuras invisibles que sólo ellos podían percibir.

«Los Guardianes de la Noche, como los llaman algunos», pensó Xeli.

Cada individuo veía imágenes en la oscuridad, y los sacerdotes experimentaban visiones similares. Xeli había oído cuentos de quienes presenciaban espectros borrosos y etéreos. Sin embargo, creía que las visiones iban más allá de simples ilusiones causadas por las Lascas de la Devastación. Recordó historias de Hacedores de Sangre con habilidades similares.

Aprovechando el velo distorsionado de las Lascas, Xeli avanzó por un sendero estrecho. La noche ocultaba sus pasos, enmascarando su avance mientras el viento susurraba. Pronto se encontró en el costado de la catedral.

No había reparado en la existencia de múltiples entradas, cada una vigilada por al menos un guardia. Lo que ocurriera dentro había llevado a medidas de seguridad drásticas por parte de los sacerdotes.

Xeli permaneció oculta cerca de la puerta principal, fundiéndose con las sombras. Observaba a los sacerdotes que custodiaban la entrada, tratando de discernir la situación. De repente, un guardia sacerdote levantó la mirada, señalando hacia su posición con una lámpara de petralux. Sin dudarlo, se dirigió hacia Xeli.

Una oleada de escalofríos la recorrió, forzándola a jalar con suavidad de su colgante, como si este pudiera ser un amuleto protector.

«¡Devastación!», maldijo para sí.

Se había aproximado demasiado. Las advertencias resonaron en su mente, autoacusaciones de imprudencia.

—¿Lady Xeli? —la voz del guardia sacerdote resonó en el aire, teñida de preocupación.

El sacerdote, un hombre mayor con cabellos plateados entremezclados con canas, se le acercó. A pesar de su título, los sacerdotes de Diane raramente expresaban tanta preocupación. Era una excepción notable.

Xeli asintió, sintiendo que no valía la pena negar su identidad.

—Oh, mi señora —el sacerdote continuó, su voz rebosante de inquietud—. Su padre la ha estado buscando. Incluso envió un emisario para averiguar su paradero.

«Devastador Kalex», Xeli maldijo en silencio.

Su guardia personal había acudido a su padre en busca de ayuda para encontrarla. Él, mejor que nadie, entendía sus tendencias a las escapadas nocturnas. Lo peor de todo es que incluso habían contactado a los Dianistas, solicitando su colaboración en la búsqueda.

Ahora más que nunca, sabía que enfrentaría una de las reprimendas más severas por parte de su padre y el desconsuelo más profundo de su madre.

—Concededme el honor de acompañaros a la catedral —ofreció el guardia sacerdote, Malex—. Conversaré con uno de los clérigos para contactar a vuestro padre, así podrá estar sosegado lord Stawer.

—Comprendo —suspiró Xeli—. Sacerdote...

—Soy Malex —interrumpió el hombre, anhelante—. Las noches son un terreno peligroso, ¿no os lo han advertido? ¿Qué os trae a estos lares?

—La noche es un manto oscuro, majestuoso como el Héroe mismo —recitó Xeli con voz serena—. Me aterra y me atrae a partes iguales. Hallar paz en sus sombras es mi propósito.

Era una excusa plausible, y lo que era aún mejor, una verdad sincera. Malex estrechó los ojos, intrigado por sus palabras, y luego meneó la cabeza.

—¿Qué sucede en la catedral? —inquirió Xeli con recelo. Era la primera vez que entablaba una charla amena con un sacerdote de Diane, uno que no parecía empecinado en su desdicha.

—Oh, esto. No hay motivo de preocupación, milaidy—replicó Malex, mintiendo descaradamente, lo cual Xeli percibió en el tono de su voz—. Ven, caminemos hasta la catedral.

Xeli frunció el ceño, su escepticismo palpable en el ambiente. ¿Podía fiarse de él? No le quedaba otra opción, por desgracia. Si se apartaba de él, el castillo entero se alborotaría en su búsqueda. Con reticencia, decidió seguirlo, guardando una distancia prudente. Malex oteaba a todos lados mientras avanzaban, alumbrando el camino con la luz vacilante de su lámpara de petralux. Sus pupilas dilatadas delataban su inquietud, como si temiera un ataque inesperado. ¿Qué visión estaría teniendo en las Lascas?

—Adentro, apresúrense —urgió el otro guardia sacerdote una vez llegaron—. Vamos, rápido.

Con el umbral de la catedral franqueado, Malex se dejó caer sobre un asiento, respirando agitado mientras limpiaba el sudor de su frente. Por contraste, su compañero se apoyó contra las puertas cerradas, su respiración entrecortada por momentos.

Las sombras que acompañaban a Xeli desvanecieron simultáneamente con las distorsiones en su visión. El mundo regresó a su forma cotidiana, abandonando la nocturnidad a su espalda.

—¿Justificó el riesgo? —preguntó el guardia de la puerta, curioso—. ¿Era ella?

—Sí, lo era —confirmó Malex, su voz tensa por el esfuerzo—. La habría reconocido en cualquier lugar después de la ceremonia de hoy.

Xeli frunció el ceño, intrigada por la certeza de Malex.

—No lo toméis a mal, por favor, señora —intervino él—. Pero vuestra aparición en el día de hoy causó un gran revuelo. Los sacerdotes y creyentes aún comentan sobre ello. Gracias a vos y a lady Cather, el tratado de paz aún se sostiene.

Xeli alzó una ceja, sorprendida por la revelación.

—¿Acaso no desean el fin del tratado de paz? —inquirió, apoyándose en uno de los asientos de la antesala.

Malex pareció horrorizado por la idea, rechazándola vehementemente.

—Diane y los Creadores me libren —exclamó—. ¡Jamás! ¿Qué dices, mi señora? No todos los sacerdotes anhelamos el colapso del tratado de paz.

Felix asintió en acuerdo ferviente.

—Pero, ¿y los demás sacerdotes? ¿Y Ziloh? —preguntó Xeli, dubitativa—. La mayoría parecía inclinada hacia la desaparición del tratado. Hoy estaban mucho más beligerantes de lo normal.

Felix torció la boca en disgusto.

—Ziloh... —susurró con amargura.

—Sí, es cierto, mi señora —confesó Malex—. Ziloh siempre ha profesado un profundo desdén hacia los heroístas. Muchos en la iglesia comparten sus opiniones, tal vez no con la misma vehemencia, pero sí lo suficiente como para seguir su ejemplo.

Hizo una pausa, recobrando el aliento.

—Somos escasos los que nos aferramos a la obra de Zelif —prosiguió—. Los heroístas no son los responsables de la muerte de nuestro Hierático. Él creía en su lealtad, mi señora, ¿verdad, Felix?

El otro guardia sacerdote asintió con gravedad.

—¿Acaso saben quién es el asesino? —inquirió Xeli, alborotada. La mención de esa posibilidad encendió sus anhelos.

Malex no respondió.

—No, no lo sabemos —replicó Felix en su lugar.

Xeli entornó los ojos, examinando a Malex. Había algo que él escondía, una verdad que eludía. Quizás si lograra averiguar algo sobre el asesino o alguna pista... No obstante, no era el momento para insistir.

—Queríamos conversar contigo, y también con lady Caballera Dragón —dijo Malex, aclarándose la garganta—. Debemos transmitir un mensaje al Hierático Loxus. Necesitamos encontrarnos con él y solucionar este conflicto cuanto antes. Hazle saber que aún cuenta con aliados dentro de la catedral.

Felix corroboró con un gesto.

De súbito, un estrépito retumbó en la puerta que conducía al vasto salón de ceremonias. Fue Felix quien se ocupó de abrir. Xeli estaba segura de que dialogaba con alguien, pero las voces se desvanecían en un murmullo ininteligible. Sin embargo, al final de la charla, Felix se acercó con el rostro lívido.

—Nos reclaman, Malex —espetó el hombre.

—¿Con qué motivo? —demandó el otro sacerdote—. ¡Aún nos corresponde velar por la entrada!

Felix se encogió de hombros, sus ademanes delatando zozobra.

—Ignoro la causa, pero sería sensato darnos prisa.

Malex dirigió su mirada a Xeli una vez más.

—Por ahora, permanece aquí. Volveremos en breve —requirió el sagrado—. Evita trabar conversaciones con otros, especialmente sobre lo que te hemos revelado, mi señora. ¿Comprendido?

Aunque dubitativa, Xeli asintió.

Los sacerdotes se retiraron, cerrando la puerta tras ellos. Xeli aguardó como indicado, su atención en un cuadro de Diane con brazos extendidos, cálido como un abrazo protector.

Xeli estaba extenuada, tras desafiar a su linaje y confrontar al sagrado Ziloh. Había hablado con dos sagrados que brindaron esperanza. Aunque muchas incógnitas persistían, Xeli sabía que estaba al inicio de su travesía.

El tiempo transcurrió con una lentitud angustiosa. Xeli deambuló ansiosa por la antecámara, sus dedos jugueteando incesantemente con el antiguo colgante del Héroe, atrapada en una agonizante espera. Su mirada se posó en la puerta por donde habían desaparecido los sacerdotes.

«Sabes que quieres hacerlo», pensó.

Sin reflexionar, giró el picaporte y abrió la puerta. Fue inundada por una ola de luz. Docenas de petralux irradiaban su resplandor.

La sorpresa de Xeli fue doble: no había nadie presente. ¿Qué había ocurrido con los sagrados? Xeli frunció el ceño. Un deje de preocupación se filtró en su mente. Todo parecía fuera de lugar, anormal. De algún modo, Xeli presintió que algo malévolo estaba en desarrollo. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, pero se esforzó en aplacarlo.

«Todo está bien», se dijo a sí misma, y emprendió la marcha.

Xeli decidió buscar a los sagrados, aunque carecía de información sobre su paradero. Apenas recordaba cómo navegar por la catedral. Intentaron instruirla durante su niñez, cuando su padre buscaba adoctrinarla en el dianismo. No obstante, habían transcurrido nueve años, y el conocimiento era vago.

Sin prestar atención a las estatuas de los Primeros Guardianes de la Diosa, Xeli se aventuró por un pasillo cercano. Las piedras estaban esculpidas con adornos, representaciones de pequeños dragones. Mientras pasaba junto a lienzos que engalanaban las paredes, su atención se posó en ellos por un momento.

Finalmente, sus pasos se detuvieron frente a un lienzo. En la pintura, un campo de batalla se extendía. Miles luchaban contra criaturas oscuras, demonios, una masa semejante a brea. Figuras de plata y oro, ángeles del reino de Rakuem, danzaban en el oscuro firmamento. En el centro, una figura radiante destacaba: Diane.

El cuadro representaba La Primera Llama, uno de los enfrentamientos finales contra los demonios. Sin embargo, algo estaba mal. El Héroe, montado en su guiverno negro, liderando a las fuerzas contra los demonios, había sido excluido. El mismo Héroe cuyo emblema se inspiraba en esta escena épica.

Xeli se cuestionó: «¿Por qué intentan borrar al Héroe de la historia?». Un recuerdo emergió, las palabras de Malex: «No todos los sacerdotes deseamos el fin del tratado de paz».

Xeli había creído que ningún sacerdote de Diane sería tan bondadoso como Zelif, implicando que una abrumadora mayoría deseaba borrar al Héroe de la memoria.

Continuó su camino en silencio, avanzando con precaución. Intuía que las consecuencias serían desfavorables si la sorprendían. Los sacerdotes le habían advertido tajantemente que no debía entablar conversaciones con nadie más.

Siguió explorando, esperando en vano la aparición de un interlocutor. Pero el encuentro no se producía. La catedral parecía más vacía y silente que las calles desiertas de la ciudad en plena noche.

Probó varias puertas, encontrándolas cerradas con llave. Los cuartos permanecían inalcanzables. Las luces fueron disminuyendo gradualmente hasta que Xeli se encontró en la oscuridad. La senda de regreso hacia la salida se le escapó de la memoria. Algo anómalo estaba ocurriendo.

La catedral, en toda su magnitud, se le antojó un laberinto insondable. La joven subió y descendió escaleras sin discriminación. Los sacerdotes parecían haberse esfumado, al igual que la antesala que buscaba. Cerradas estaban las puertas de todas las cámaras y ni una sola alma parecía cruzarse en su camino.

Un pensamiento cruzó su mente: que alguien la encontrara, brindándole una excusa para huir y mitigando el impacto de la inquietante impresión que Malex había dejado en su espíritu.

De pronto, una voz llegó a sus oídos, deteniendo sus pasos en seco. La llamada provenía de una puerta entreabierta, de la cual emanaba una tenue luz. Avanzando con sigilo, Xeli se acercó poco a poco, sus pasos apenas audibles, reteniendo la respiración. Un vistazo fugaz le permitió vislumbrar a los dos sacerdotes, aunque su voz no llegó a pronunciar palabra alguna.

Miraban a alguien que permanecía oculto a su vista.

—Corren rumores por la catedral —declaró una voz que, aunque familiar, se le antojaba escurridiza—. Y estoy cansado de estos rumores. Quiero saber si son ciertos, y deseo oírlo de sus propias bocas.

Un escalofrío electrizó a Xeli al escuchar esas palabras. Se inclinó hacia adelante, esforzándose por distinguir al hombre que hablaba. Sus ojos se posaron en dos figuras, la primera, un hombre de facciones angulosas y mirada aguda; la segunda, Ziloh, lo que hizo que Xeli se aferrara con un apretón férreo a su colgante. La sola presencia de Ziloh parecía tensar el aire con una electricidad inquietante.

—No se guarden nada —añadió el anciano, su tono revelando un matiz de comprensión.

—Desconocemos a qué se refiere, señor —respondió Malex con voz temblorosa, sus nervios evidentes.

—Es verdad, siempre hemos cumplido con sus órdenes —insistió Felix, su voz temblorosa en sintonía con la del otro.

—Me temo que no he sido lo suficientemente explícito —interrumpió Ziloh. Su tono pausado, frío, llenaba la estancia—. ¿Son conscientes de la identidad del asesino?

Malex no respondió de inmediato, un instante cargado de tensión.

—Sí... —murmuró, la mandíbula apretada—. Se trata de mi hijo, Azel. Aquel a quien usted y Zelif criaron. El mismo que entrené. ¿No lo sabía? Es un Hacedor de Sangre.

El impacto de esas palabras hizo que Xeli se quedara sin aliento. ¿Qué estaba escuchando? El nombre de Azel no resonaba en su memoria y su mente titubeó ante la mención de los Hacedores de Sangre, una figura desconocida a pesar de sus indagaciones fuera de Sprigont. ¿Hablaba de un Hacedor de Sangre no registrado?

La inverosimilitud de la revelación colapsó en sus pensamientos.

—Por eso distrajiste a los guardianes sacerdotes esta tarde —observó Ziloh—. Había llegado a tiempo, pero tú le permitiste escapar. ¿Por qué, Malex? ¿Qué sabes? Responde.

Malex inhaló profundamente antes de responder.

—Él fue el responsable del asesinato de Zelif...

—Eso ya lo mencionaste —interrumpió el anciano—. ¿Qué otra información posees?

En esta ocasión, no fue Malex quien tomó la palabra, sino Felix.

—Usted ordenó que asesinara al Hierático Zelif para romper el tratado de paz y atacar a los Heroístas —reveló Felix en un tono confesional.

La sala quedó en silencio.

Xeli sintió un peso aplastante, su mente atónita, su respiración detenida. Sus ojos se abrieron desmesuradamente mientras permanecía paralizada. Acusaron a los heroístas del asesinato de Zelif, pero el mundo parecía derrumbarse ante la revelación.

Por el Héroe, ¡Ziloh era un Silenciador de la Memoria!

Las piezas comenzaban a encajar. Los Dianistas habían tejido un engaño, culpando a los heroístas. La verdad emergía como un inquietante espejismo.

El silencio persistía, un abismo en el que las palabras no se atrevían a resonar, como si la muerte hubiera decidido hacer su morada allí.

—¿Por qué? —inquirió Malex al cabo de un tiempo, la voz teñida de incredulidad y dolor.

El anciano se mantuvo callado, sin responder.

—¿Hay otros que conocen esto? —preguntó el otro hombre, tomando la palabra—. Seguramente hay otros. Ustedes son como demonios, por cada uno que se elimina, surgen más. ¿Cuántos seguidores tenía Zelif con la misma creencia?

» Jukal, ¿ejecutaste mi orden?

—Desde luego —respondió el hombre de facciones angulosas—. He dispuesto guardianes sacerdotes en las entradas y he orquestado la partida de la mayoría durante la noche. Los restantes se encuentran en sus aposentos, aislados. Ningún testigo, nadie que pueda escuchar o ver. No se preocupe, los que quedan son leales a su causa.

«Por eso no había nadie», comprendió Xeli, un escalofrío recorriéndole la espalda.

Debía alejarse de allí inmediatamente, antes de que descubrieran su intromisión...

—¿Y qué hacemos con Azel? —inquirió Jukal de repente—. Nos traicionará.

Un jadeo se enredó en la garganta de Xeli, sus dedos apretando con fuerza el colgante contra su pecho, como si fuera su último anclaje en medio de un torbellino de emociones y sucesos desconcertantes. ¡Devastación! ¿Qué estaba ocurriendo?

—No te preocupes por ese cobarde —descartó Ziloh, restándole importancia—. No representará amenaza alguna. Probablemente ahora esté escondido en algún rincón, sollozando. No pudo soportar el peso de la muerte de Zelif.

—¿Y si intenta regresar a la catedral? —cuestionó Jukal.

—No lo pienses —dijo el anciano—. Ahora tenemos asuntos más importantes de los que ocuparnos. Azel es la menor de nuestras preocupaciones.

—Entendido —asintió Jukal con una sonrisa sutil—. Por nuestra señora.

Jukal avanzó hacia los dos sacerdotes, desplazándose con asombrosa rapidez. Xeli parpadeó y vio cómo el hombre sacaba una afilada daga de su espalda.

El terror se apoderó de Xeli cuando comprendió lo que estaba a punto de suceder. Jukal, con una letal destreza, cortó el cuello de Malex, quien no tuvo tiempo de desenvainar su espada. El sacerdote cayó al suelo, intentando frenar el sangrado con ambas manos. Antes de que Xeli pudiera reaccionar, Felix gritó y desenvainó su arma.

—¡Hijo de puta!

Jukal se lanzó sobre él, atacándolo por la espalda y apuñalándolo antes de que pudiera defenderse. Felix cayó al suelo, con un estruendoso golpe, su rostro se hundió en el charco de sangre que continuaba creciendo a su alrededor. Aún estaba con vida, y emitió un quejido de dolor. Jukal sonrió con locura y le propinó otra puñalada. Y otra. Y otra. Y otra.

Xeli perdió la cuenta.

Los guardias sacerdotes no pudieron hacer nada contra aquel despiadado hombre... Era horripilante. La sangre brotaba y la sonrisa de Jukal se ensanchaba con demencia.

Xeli tiró con tal intensidad de su colgante que la cadena se rompió de golpe. Sin darse cuenta, un chillido agudo escapó de sus labios mientras veía su amuleto caer al suelo con un tintineo. En un instante de pánico, intentó cubrirse la boca con ambas manos, ahogando el grito que amenazaba con resonar por toda la catedral, pero ya era demasiado tarde. Las lágrimas comenzaron a emerger, reflejando su angustia y el eco de su indiscreción resonaba en el aire.

Jukal se levantó del suelo, con las manos empapadas en sangre y los cuerpos de los sacerdotes yaciendo inmóviles a sus pies. Su mirada se dirigió hacia la puerta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Xeli jadeó con desesperación, sintiendo que no podía permitirse perder un solo instante más. Se levantó del suelo sin recordar cómo había caído y corrió hacia la salida. Su corazón latía frenético mientras avanzaba sin descanso en medio de la oscuridad que había devorado la catedral, donde las luces brillantes de antaño se habían extinguido.

De pronto, escuchó pasos detrás de ella. No era una sola persona, eran al menos media docena. La estaban persiguiendo. ¡La matarían!

«¿Dónde está la salida?», pensó desesperadamente.

Xeli sintió una extraña pulsación, una guía inexplicable que la impulsó a correr siguiendo su instinto, sin dar margen a la duda. Perderse en los laberínticos pasillos sería inútil; sus perseguidores conocían el lugar mejor que ella y bloquearían cualquier ruta de escape.

Xeli debía llegar cuanto antes.

Sus pasos retumbaban en el silencio sepulcral. Los perseguidores estaban cada vez más cerca. Incrementaron la velocidad, persiguiéndola con ferocidad. Xeli volteó un momento para ver a sus perseguidores y alcanzó a vislumbrar sus figuras, hombres altos con espadas.

Estaban muy cerca, a solo unos pasos de distancia. Y Xeli se estaba cansando. No estaba acostumbrada a este tipo de situaciones.

Aun así, se obligó a seguir adelante, derribando muebles y jarrones a su paso para frenarlos. Sin embargo, su intento resultó insuficiente. Esos hombres estaban entrenados y ella no era más que una joven inexperta.

El terror la invadió cuando una espada casi rozó su piel. La oscuridad se hizo más densa, los vitrales que antes destellaban color ahora eran sombras corruptas que parecían cobrar vida, persiguiéndola y acechándola. Xeli tropezó, lanzó un jarrón hacia uno de sus perseguidores, sin éxito, y aprovechó esos segundos para huir.

De pronto, un recuerdo de su infancia le guió, y con un latido valiente, viró por uno de los pasillos.

«¿Dónde está la salida?», pensó angustiada mientras su mente se agitaba.

Y entonces, la vio. La salida se encontraba cercana, la esperanza reavivó su agotado corazón. Justo en ese momento, otro hombre emergió de uno de los pasillos.

—¡Intruso! —exclamó, cortando el aire con su voz.

Xeli se detuvo abruptamente, tropezó y cayó. Al incorporarse, se encontró rodeada. Nadie la reconoció aún, sus ojos fijos en el suelo y la penumbra la ocultaban momentáneamente.

Se aproximaban, avanzando con paso decidido. Xeli sopesó la idea de alzarse y revelar su identidad, pero titubeó. Si los asesinos de Zelif habían decidido arrebatar la vida del Hierático, ¿qué detendría a estos hombres de hacer lo mismo con ella? Quizás, exponer su verdadera identidad solo aceleraría su destino fatal.

Las intenciones asesinas de los hombres eran palpables, disfrutaban el suspense, se deleitaban en su caza. Con cada paso, la amenaza se volvía más real. Xeli estaba temerosa, más que temerosa, estaba aterrada, deseando arrojarse al suelo y llorar. Anhelaba la protección de los brazos de su madre, deseaba que su hermano Rilox la defendiera. Extrañaba la voz tranquilizadora de Favel y los regaños amorosos de Loxus. Incluso anhelaba las reprimendas de su padre.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Estaba atrapada en el abrazo de la muerte, su miedo abrumador. La hoja de las espadas se acercaba peligrosamente, a meros centímetros de su piel. Estaba a punto de morir.

De repente, sintió algo familiar, una sensación que la envolvía, reconocible. Era la misma sensación que la había guiado hacia la salida, pero más intensa. Un sentimiento que había experimentado durante la Onda de la Devastación en su tierra natal y al contemplar la catedral del Héroe desde su balcón.

Era un latido, un pulso constante. Lo escuchaba claramente, provenía del oeste, de la Devastación misma. Xeli lo sabía, aunque no podía explicar cómo. Pero no solo de allí; estaba en toda la ciudad, pulsando en su núcleo, como parte de su ser.

Y la llamaba.

No era un llamado común, era un reclamo. Xeli sintió un segundo latido suplicándole que lo aceptara. Sin pensarlo, lo tomó en su interior y lo dejó envolverla.

Entonces, la joven sintió el poder, una fuerza desconocida, nunca antes sentida. Esta potencia luchaba por liberarse, como si estuviera encerrada y ansiosa por desatarse. La sangre de Xeli empezó a hervir y burbujear en sus venas, ansiando escapar de su cuerpo.

No obstante, la sensación era extrañamente placentera. Se sintió embriagada por esta corriente interna, otorgándole valentía y determinación.

Cumpliendo el llamado del latido, Xeli liberó el poder.

Una extraña sensación metálica inundó su boca; algo emergía de sus labios, no líquido, más bien un humo rojizo. Sin advertirlo, lágrimas surcaron sus mejillas. Sus manos tocaron su rostro y quedaron manchadas de un líquido carmesí. La sangre le brotaba de los ojos.

Un grito liberado de su garganta, un lamento profundo y discordante, rasgó el aire. La escena que se desplegó era como un destello antinatural, una pesadilla materializada que desafió las leyes mismas de la realidad. Los hombres, testigos mudos y petrificados, enfrentaron aquella manifestación con rostros de atónita incredulidad. El individuo que había interrumpido su camino, desbordado por el desconcierto, la miró fijamente, dejando caer su lanza y clamando con un tono de horror mezclado con éxtasis:

—¡Hacedora de Sangre!

Sus piernas respondieron al temor y echó a correr, desvaneciéndose en la oscuridad como una sombra. Otros imitaron su retirada, abandonando sus armas. No obstante, unos pocos resistieron el pánico, plantaron sus pies y alzaron sus armas temblorosas.

Xeli, guiada por una fuerza ajena, avanzó con coraje recién descubierto. Los hombres, contagiados por el aura de misterio y poder que la rodeaba, retrocedieron, incapaces de sostener su mirada. Un grito agudo brotó, y se lanzaron hacia adelante como aves de presa en estampida. Xeli emitió un chillido, y la sangre que la envolvía se agitó, formando una maraña carmesí protectora.

Los golpes que deberían haber sido fatales, las hojas que deberían haber cortado su carne, atravesaron su forma con inutilidad. Penetraron el etéreo escudo carmesí que ahora constituía su cuerpo, y las expresiones de asombro, los segundos de duda, paralizaron a los hombres en sus movimientos.

Xeli captó lo que los hombres experimentaron. Aquello que alguna vez había leído en las antiguas crónicas y leyendas, ahora se materializaba ante sus ojos, y la magnitud de este fenómeno la dejó impactada, asimilando la trascendencia de lo que había logrado.

Empujada por fuerzas que escapaban a su entendimiento, Xeli avanzó con una determinación impulsiva. Las espadas se precipitaron en el vacío a su alrededor, como espectros hambrientos, y los ecos de sus gritos de consternación resonaron por las salas de la catedral, como la nota desgarrada de un instrumento en desuso. Avanzó como una ráfaga de viento carmesí, incapaz de abarcar completamente la profundidad de lo acontecido.

Finalmente, salió tambaleándose de la catedral, dejando atrás un grupo de hombres testigos de un acontecimiento insólito y sobrenatural.


FIN DE LA PRIMERA PARTE


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