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«Pueden sanar vidas con una habilidad prodigiosa, como a los mayores médicos les sería imposible», dice un fragmento de Ciclos de Acero y Almas. ¿Qué consecuencias tiene para el que lo realiza? ¿Cómo pueden hacer tales proezas? Estas son algunas de las cuestiones que trataré de responder.

De las notas de Xeli.


Cather bajaba con paso firme y tranquilo por una de las escalinatas que se hundían en las profundidades de las mazmorras, ocultas bajo el sombrío abrazo del castillo. Sostenía en su mano una lámpara de petralux, la cual emitía un pálido resplandor azulado. La luz apenas lograba vencer la oscuridad que lo rodeaba, proyectando una escasa visión que no se extendía más allá de un par de metros a su alrededor.

En este lúgubre y tenebroso rincón, las manchas de podredumbre se volvían aún más inquietantes. Parecían extenderse como vastas áreas de brea negra, un lugar donde ningún purificador se aventuraba a adentrarse. Nadie se tomaba la molestia de enviar a estos guardianes de la pureza a una región como esta. Parecía que aquellos que habitaban en esta prisión habían perdido todo derecho a la bondad. Estaban condenados a vivir en un eterno y desolador abrazo de contaminación, marcados por las garras voraces de la Devastación.

El eco de sus pasos resonaba en las paredes de piedra, que parecían susurrarle secretos oscuros y terribles. El olor a humedad y a sangre se mezclaba en el aire, creando una atmósfera asfixiante y nauseabunda. El frío le calaba los huesos, pero no le hacía temblar. Había visitado lugares como estos con suficiente frecuencia como para permitirse aquello.

Cather pasó por varias de las celdas que encontró en su camino. Pocas estaban ocupadas, pues en Sprigont los encarcelaban solo por delitos leves, como el hurto. Estos presos pasaban algunos días en estos lugares y luego salían sin intenciones de cometer otro crimen. Las experiencias que vivían en la celda los obligaban a cambiar. Algunos juraban que, en semejante oscuridad, las lascas podían hacer presencia. Eso podría ser mucho peor que cualquier tortura. En cambio, a los asesinos y otros criminales graves los desterraban hacia el este de Sprigont. En aquel lugar, la vida estaba condenada a perecer, donde la fuerza de la Devastación se diluía y donde habitaban los temibles nevrastar.

Nadie sobrevivía al destierro.

Sintió una punzada de lástima al ver los rostros demacrados y asustados de los presos. Estos lo miraban con ojos suplicantes o desesperados. Algunos le gritaban insultos o amenazas, otros le rogaban que los sacara de allí, otros simplemente se encogían en un rincón, tratando de ignorar su presencia. Cather no se permitió sentir lástima por ninguno.

Después de pasar por varias celdas, Cather llegó finalmente al rincón más apartado y oscuro de las mazmorras. Allí se hallaba la celda que estaba buscando. Se acercó con paso firme y decidido, sus botas golpeando el suelo de piedra. Con mano segura colgó la pequeña lámpara en uno de los barrotes. El débil fulgor azulado iluminó la silueta de un hombre acurrucado en un rincón oscuro, quien emitía sonidos que iban desde sollozos hasta carcajadas. Sus ojos se clavaron en la luz antes de apartarse bruscamente de ella.

Cather sintió que el corazón le latía con fuerza al escuchar la risa del hombre, un sonido que parecía el graznido de un cuervo. El hedor a podredumbre y terror le golpeó como un puñetazo, arrugando su nariz en desagrado. Un escalofrío de amenaza le recorrió la espalda, aunque no pudo evitar sentir cierta curiosidad.

—Mis hombres no han logrado extraerte información coherente —declaró Cather con voz tranquila, observando al hombre con atención—. Y ahora entiendo por qué.

—¿Ves? ¿Qué ves? —chilló el Silenciador de la Memoria con una voz aguda—. Él borrará la vista. La luz se extinguirá. Todo será oscuridad. ¡Todo!

—El Portador del Olvido permanece sellado tras los siete sellos del Héroe —replicó Cather con serenidad—. Han transcurrido dos mil años y ninguna de sus señales ha emergido. No regresará pronto.

—Regresará... como en eras pasadas, el Eterno regresará —masculló el hombre—. Y todo arderá. Todo arderá. Tú eres ciega. No ves nada. No ves mejor que yo. Porque yo puedo ver. Pero tú no. No ves las llamas.

Cather respiró hondo y mantuvo la calma. Había enfrentado a hombres como este antes y sabía que intimidarlos era inútil. Personas como él carecían de emociones.

—¿Quién te ordenó asesinarme? —inquirió Cather nuevamente, siguiendo su rutina. Esta era una de las preguntas que sus hombres hacían—. Quiero saber quién te envió.

—¡Seré bendecido si te mato! —murmuró el hombre, repitiendo las mismas palabras que en su encuentro anterior—. Es la única forma de salvarnos... la única. Las capas rojas arderán... Él me lo dijo, ¿sabes? Por eso visto una capa negra.

—¿Quién es el asesino? —preguntó Cather, repitiendo otra de sus preguntas habituales—. ¿Quién mató a Zelif?

En ese momento, Cather levantó un colgante que había encontrado. El antiguo símbolo del héroe centelleó a la luz de la lámpara, atrayendo la mirada del Silenciador de la Memoria, quien luego estalló en risas descontroladas.

—¿Has descubierto ya a los asesinos? —susurró de repente con voz maliciosa.

Cather se quedó atónita. ¿Cómo podía saber eso?

—Nunca mencioné que hubiera más de un asesino —respondió con frialdad, sin darse cuenta de que su mano se había dirigido instintivamente a la empuñadura de Juicio.

—Uno... dos... —volvió a reír el Silenciador de la Memoria—. Y ocultos a la vista de los muertos.

—No juegues conmigo —gruñó Cather, con ira creciendo en su interior. Juicio comenzó a emitir un brillo sobrenatural—. ¿Cómo sabías que eran dos asesinos? ¿Quién te lo dijo? He controlado a quienes te visitan y he apostado dos guardias en la entrada de tu celda. Si no me lo dices, lo descubriré de todos modos.

Cather no apartó la vista del hombre, que seguía balbuceando sin sentido. La frustración la invadió mientras intentaba discernir algún rastro de coherencia.

—¿Quiénes son los asesinos? —inquirió con una voz inusualmente profunda, comenzando el proceso de la Solidificación de Sangre—. Habla, o te aseguro que el sufrimiento que puedo infligir superará cualquier pesadilla que hayas imaginado.

El hombre, con la mirada vidriosa, seguía ignorando las amenazas de Cather y continuaba con sus palabras incomprensibles. La frustración la hizo gruñir hasta que, de repente, las palabras del hombre resonaron fuerte y claras, acompañadas de una risa histérica.

—Quizás deberías investigar a tus aliados entre la nobleza...

Cather avanzó, el suelo crujió bajo sus pies como si se quebrara. La sangre hervía en sus venas. Un torrente de poder la inundó, mientras los dos latidos latían al unísono. Su piel se endureció como el acero, y su voz sonó aún más grave.

—¿Qué estás insinuando? —dijo Cather.

El hombre le dedicó una sonrisa que le cubrió la cara.

—El Eterno así lo desea —dijo, antes de quedarse completamente inmóvil.

Cather sintió que las alarmas se disparaban en su mente. Con un rápido movimiento, rompió la cerradura de la celda y corrió hacia el prisionero. El sonido de sus pasos resonaba en el suelo de piedra. Lo tomó de la camisa hecha jirones y lo alzó en el aire mientras él se retorcía. Sin perder tiempo, activó su tercera Habilidad Básica: Condensación, conectándose con el torrente sanguíneo del prisionero. La sangre del hombre salió de su cuerpo como si fuera succionada por mil agujas invisibles. Su cuerpo se enfrió hasta quedar helado, como si su vida se escapara. Al poco tiempo, el Silenciador murió.

La Caballera soltó el cadáver, desactivó su Habilidad y suspiró. Había presenciado una muerte sigilosa, obra de dos Habilidades complementarias: la Reducción, que debilitaba al objetivo, y la Extracción, que le arrebataba la sangre sin dejar rastro. Nadie había podido salvar a ese hombre.

Cather se llevó una mano a la cabeza, sintiéndose aturdida, y se apoyó contra uno de los muros cercanos. Su mirada seguía fija en el cuerpo inerte del Silenciador de la Memoria. ¿Qué demonios acababa de presenciar? Hasta el último momento, ese hombre había actuado como un completo demente. De repente, tras pronunciar unas palabras con un atisbo de coherencia, había sido asesinado. ¿Había sido planeado? ¿Una casualidad? Los misterios se acumulaban, y Cather no podía evitar gruñir de frustración mientras se alejaba de la celda.

Todo era un enigma. Cather sentía que la verdad se le escapaba entre los dedos como arena. ¿Cómo podía ese hombre saber lo que él ignoraba? ¿Qué oscuro secreto guardaba?

«Tal vez uno de mis hombres me ha traicionado y hay más Silenciadores infiltrados —pensó con amargura—. O quizás ese hombre solo me estaba manipulando»

No sabía en quién confiar, ni siquiera en sus propios ojos.

—¿Mis aliados entre la nobleza? —gruñó, sintiéndose visiblemente molesta.

Las palabras de Walex volvieron a resonar en su mente una vez más. La nobleza no solía preocuparse por la religión. ¿Podría estar relacionado con eso?

—Debo dar con el dueño de este ominoso colgante —murmuró a regañadientes, sintiéndose resuelta pero cautelosa.

Cuando finalmente salió de la celda, la luz de las lámparas del pasillo le golpeó los ojos como un puñetazo. Había pasado tanto tiempo en la oscuridad que sus pupilas se contrajeron dolorosamente. Tuvo que parpadear varias veces para acostumbrarse a la claridad. Los guardias de turno se pusieron firmes al verla y le hicieron un saludo marcial con el puño sobre el corazón. El sonido de sus botas de cuero resonó en el pasillo de piedra, que olía a humedad y a moho.

—Descansen, soldados —les dijo con voz firme, aunque su garganta estaba seca y rasposa—. El Silenciador de la Memoria ha muerto. Alguien debe encargarse de limpiar la celda. Y de quemar el cadáver, por supuesto.

Los hombres la miraron con palidez en el rostro, los nervios todavía palpables en el aire cargado de la celda. Uno de ellos se atrevió a preguntar con voz temblorosa:

—¿Fue usted quien lo mató, miladi? ¿Usó su poder de la... sangre?

Cather frunció el ceño, molesta por la pregunta. No le gustaba que la vieran como una insensible despiadada. Ese era el trabajo de Walex. Y no iba a permitir que esta clase de rumores se propagaran.

—No fui yo quien lo mató, soldado —replicó con frialdad—. Nuestros enemigos son más astutos de lo que pensábamos. Uno de los asesinos tenía su sangre. Ya conocen las horribles formas en que un Hacedor puede usar eso, ¿verdad?

Los hombres asintieron, con el terror reflejado en sus ojos. Sabían que un Hacedor podía usar la sangre de alguien para matarlo, aunque no supieran exactamente la forma de ello, sabían que el resultado final era espantoso.

Cather los despidió con un gesto de la mano y se retiró por el pasillo, donde la luz tenue de las lámparas seguía arrojando sombras danzantes en las paredes de piedra que se revelaban contra la luz.

«¿Un Silenciador dentro de la aristocracia?»

Después de todo, los seguidores del Portador del Olvido eran conocidos por infiltrarse en cualquier lugar.

Poco tiempo después de que Cather llegara a sus aposentos, un niño de no más de diez años se presentó frente a ella. Intentaba mantener una postura marcial a pesar de su evidente nerviosismo. La habitación estaba iluminada por unas lámparas de petralux. Cather reconoció al niño como uno de los mensajeros del castillo, que llevaban recados entre los nobles y los clérigos.

—Lady Caballera Dragón —saludó el chico, su voz aguda y temblorosa—. Tengo una carta de Lord Stawer para usted. Me dijo que era urgente y que debía entregársela en persona.

Cather tomó la carta y rompió el sello de la Casa Stawer. El papel crujió bajo sus dedos mientras leía las palabras de Lord Stawer, escritas con tinta oscura. El contenido de la carta anunciaba la disposición de Walex para ayudarla en la investigación y destacaba su compromiso de proteger la catedral de Diane. Cather observó la carta, sintiéndose desconcertada por las noticias. El niño seguía de pie frente a ella, esperando.

—¿Sabes lo que dice esta carta, muchacho? —le preguntó Cather, alzando una ceja.

—No, miladi —respondió el niño con evidente nerviosismo—. No sé leer, miladi. Solo soy un mensajero.

—Ya veo —dijo Cather, suavizando su tono—. Bueno, has hecho un buen trabajo. Dile a lord Stawer que he recibido su carta y que le agradezco su apoyo.

El niño asintió y se despidió con una reverencia. Luego, salió corriendo de la habitación, feliz por haberla visto en persona. Los niños resultaban asfixiantes.

Finalmente, Cather suspiró y se desplomó en una silla cercana, sintiendo la madera ceder ante el peso de su armadura. Quizás podría intentar reposar, aunque estaba consciente de que su mente inquieta de pensamientos turbulentos no la liberaría tan fácilmente. Y, además, había sido víctima de la perturbadora experiencia de la noche anterior, ese sueño que aún persistía en su memoria. Los ecos de aquella voz retumbaban en las profundidades de su mente, un fenómeno extraño a su usual experiencia. Un sueño, tan vívido y real, que la dejó expuesta en su fragilidad.

La incertidumbre la envolvía, una sombra acechante que la hacía temer el regreso a ese abismo onírico.

«¿Qué planeas, Walex, ofreciéndome tu ayuda?», pensó.

¿Sería una trama o una oportunidad?

—Espero que Lord Stawer sepa lo que está haciendo.

El tiempo pasó en un torbellino de pensamientos. Un golpe imperioso resonó en su puerta. Cather pensó en ignorarlo, anhelando desesperadamente un respiro de soledad para reflexionar sobre los complejos enigmas que la rodeaban. Pero la insistencia persistió, una llamada que no se rendía. Supuso que sus escuderos estarían tras la puerta, pero la posibilidad carecía de sentido. Ellos conocían bien su reticencia a abrir la puerta sin respuesta al primer llamado.

¿Quién más podía ser entonces? Los criados no solían interrumpir durante la noche. Ningún noble, por mucho que la estimara, se aventuraría en busca de conversación.

Otro golpeteo, más sonoro, pero no atronador, se acompañó de una voz que la dejó sin habla. Estaba demasiado exhausta para afrontar semejante encuentro.

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