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La Devastación, ese cataclismo que cambió todo, se supone que confinó a los Caídos junto al Portador del Olvido, sellándolos tras un velo de misterio. ¿Qué efectos secundarios causó este encierro en los Caídos? ¿Y cómo influirá su presencia en el futuro de los Hacedores de Sangre y del mundo en sí?

De las notas de Xeli.


Una semana después, Azel había congregado a un puñado de valientes. Estos formarían un novedoso pelotón de soldados. Bajo su mirada escrutadora, los heroístas blandían sus espadas de madera con soltura. Se habituaban al peso y al equilibrio de las armas. Azel, con la certeza que había compartido con Tilor días atrás, sabía que pronto dominarían aquellos movimientos con maestría. El espectáculo era sobrecogedor y, sin duda, maravilloso de contemplar. Sin embargo, esta exhibición solo servía para avivar los músculos y poco más.

Con un juramento, Tilor soltó su espada al suelo. El polvo se levantó al ritmo de los golpes de las armas de madera. Azel escuchaba el sonido familiar y armonioso de la lucha. Para él y los demás soldados, era algo sencillo, pero para los campesinos y los artesanos, era un aprendizaje nuevo. Todos ellos se habían convertido en discípulos de la espada.

Entre ellos, destacaban individuos como Bultar y Regil. Su talento incipiente resonaba como el crecimiento de un roble ancestral. Otros, como Tilor, portaban el fuego juvenil del anhelo de perfeccionarse rápidamente. Tropezaban con los mismos errores en su búsqueda de mejora acelerada.

Había almas como la de Gezir, quienes nunca habían soñado con desenvainar una espada. Sus manos no armonizaban con la destreza requerida. Eran lentos, pero poseían una dedicación inquebrantable. Los movimientos de Gezir, aunque carentes de espectacularidad, ocultaban un progreso más veloz que el de Tilor.

Azel, en su papel de caudillo y mentor, repasaba las provisiones, cotejando recursos. Los labradores habían enviado más avíos: costales repletos de vituallas en forma de raíces y granos. La perspectiva de mantenerse saciado durante una temporada se volvía menos amenazante. Kuxa había expresado su gratitud por la asistencia en la bodega, donde el caos había dejado su mente enmarañada.

De súbito, Gezir se aproximó. Su semblante estaba perlado por el sudor y su camisa, empapada. Sus labios se abrieron, como si estuviera a punto de pronunciar palabras significativas. El flujo se estancó en silencio cuando su mirada se posó en un costal cercano, aún no inspeccionado por Azel.

—¿Harina? —la incredulidad teñía la voz de Gezir.

El ceño de Azel se frunció, atrayendo su atención hacia aquel misterioso contenido. Harina. Azel se apresuró a abrirlo. Sus ojos se ampliaron, incapaces de creer lo que veían. Una profusión de harina, entera y compacta. ¿Cómo habían conseguido los heroístas semejante tesoro? Ni siquiera la alta nobleza tendría acceso a tal cantidad. Y allí estaba, en el refugio, custodiando una riqueza insospechada. Azel manipuló la harina, observando cómo los granos se deslizaban entre sus dedos. Una oscuridad inusual la teñía, un contraste extraño con su aroma y textura normales.

—¿Estabas al tanto de esto, Halex?

La negación de Azel fue contundente.

—Este hallazgo vale su peso en monedas —agregó Gezir, su voz tocada por la magnitud del descubrimiento.

Con cautela, Azel cerró la boca del costal. Temía que su mera presencia pudiera deshacer el milagro o desatar una conmoción.

—Voy a ver qué dice Kuxa de esto —dijo con calma, clavando los ojos en Gezir—. ¿Qué coño...? ¿Qué necesitas?

La turbación momentánea cedió. Gezir agitó la cabeza, recobrando su compostura.

—Algunos buscan tu orientación —explicó—. Desean saber si están cometiendo errores.

La mirada de Azel se deslizó hacia la práctica en curso. Los jóvenes forcejeaban con sus espadas, lidiando con caídas y desequilibrios. Como nevrastar recién nacidos en su intento de dar sus primeros pasos, sus movimientos aún carecían de destreza.

—Los más jóvenes aun no tienen ni idea—observó Azel sin apartar la vista del adiestramiento—. Ven conmigo.

Los hombres dejaron sus quehaceres, adoptando posturas agotadas pero resueltas. El tiempo que habían pasado les había cambiado las caras, como si hubieran descubierto un camino hacia el saber de verdad.

—Trabajaran en parejas desde ahora—declaró Azel, su mirada abarcando a la docena de hombres—. Siguen teniendo errores en las posturas, y otros no pueden ni con las espadas de entrenamiento. Hay que mejorar eso.

» Gezir, trabaja con Tilor. Él te enseñará el arte de la espada y tú la disciplina postural.

La extrañeza y el orgullo se entremezclaron en las miradas de los dos hombres ante tal designación. El acto de enseñar, como una semilla recién plantada, halló su espacio en sus corazones. Azel, con su innata capacidad de liderazgo, se dedicó a ordenar las parejas, entrelazando destrezas y desafíos. Se extraía el mejor rendimiento de cada uno. Azel había asimilado una lección crucial mientras sus ojos rastreaban la danza de las espadas en movimiento. Sorprendentemente, eran las mujeres las que dominaban con más soltura el arte de manejar la espada. La destreza en las posturas encontraba su cauce más natural entre los hombres.

Inspirado por esta revelación, Azel tomó decisiones basadas en este entendimiento. Agrupó a aquellos que habían mostrado un progreso más sólido, como Bultar y Regil, junto a los que tropezaban en la senda de la estabilidad y las poses. Incluyó a jóvenes como Yulam y Kemil, apenas rozando los dieciocho y diecinueve años, junto a aquellos que aún luchaban por dominar el arte de la espada.

«Buen trabajo», dijo Daxshi.

Azel paseaba entre los hombres, corrigiendo, alentando y guiando, la entrada al refugio se abrió. La mayoría, absorta en su entrenamiento, pasó por alto la entrada de Kuxa. La sorpresa se pintó en sus ojos cuando, tras atravesar la bodega, la anciana se plantó ante ellos. Solo cuando Kuxa se aproximó al asesino, el murmullo de sus compañeros se apaciguó. Las espadas se soltaron, las miradas se elevaron y un aire de reverente expectación se materializó.

«Kuxa», pensó Azel, sorprendido por su presencia y preocupado por su expresión.

La voz temblorosa de la anciana se alzó con una sola palabra:

—¿Qué se supone que haces? —El estupor se reflejó en sus ojos mientras atravesaba una miríada de emociones.

Azel se encogió de hombros con desgana. Daxshi lo miraba con su curiosidad de siempre.

—Les enseño a defenderse —dijo Azel, sin rodeos.

Kuxa se quedó de piedra. El silencio que siguió fue una tela de dudas y desconcierto. Al fin, cuando los ojos de Kuxa se encontraron con los de Azel, la comunidad comprendió lo que estaba pasando. Un mudo entendimiento cruzó las miradas, una sinfonía de emociones que iba más allá del entrenamiento actual.

—Los estás convirtiendo en soldados—dijo Kuxa con voz temblorosa, con sus palabras llenas de urgencia y miedo. Azel no se atrevió a romper el contacto visual, sintiendo que cada sílaba que salía de la boca de la anciana era una muestra de su preocupación—. Si la guarnición o los Dianistas se enteran... podrían pensar que tramamos algo malo. Por eso uno de los niños me dijo que la Caballera Dragón piensa que estamos armando un ejército.

En la mente de Azel, una palabra empezó a tomar forma: revolución. Devastación, ¿cómo se había enterado la zorra de Cather?

—No quiero que les pase nada —susurró la anciana con voz angustiada—. Para esto, Halex.

—Ya es tarde para parar —reconoció Azel con un tono melancólico en su voz—. Yo no los traje a este sitio. Tampoco busco hacerlos soldados, prepararlos para la guerra. Los que querían ese destino ya se han ido.

» Solo busco darles la habilidad de defenderse. No quiero ver de nuevo las atrocidades que vimos, Kuxa. El recuerdo de tantos hombres desgraciados...

Los ojos de Azel se posaron en el grupo de hombres. Kuxa siguió su mirada. Algunas parejas habían vuelto a sus prácticas.

El avance era notable. En poco tiempo, habían dejado atrás su condición de simples labriegos, artesanos y mozos. Vislumbraban juntos un porvenir más halagüeño. Habían compartido jornadas con sus camaradas, imitando movimientos, unidos en la búsqueda del saber.

Era una estampa prodigiosa.

La enseñanza de guerreros nunca había sido el cometido de Azel. No era como la Caballera Dragón o lord Hacedor de Sangre. Ni siquiera había pertenecido a alguna hueste, como cualquier soldado raso. Su vida había transcurrido en la soledad.

Sin embargo, lo que estaba forjando empezaba a tejer un sentido vital.

Este era su primer pelotón, su grupo de compañeros.

Quizá, incluso, sus primeros amigos.

—Es difícil verlos así —confesó Kuxa, tratando de ocultar una sonrisa sincera.

—¿Así cómo? —preguntó Azel.

—Unidos por el afán de aprender —observó Kuxa—. Comprometidos. Vivaces.

Azel frunció el ceño, molesto.

—Siempre los he visto así. Desde el día que llegaron al refugio. Sentí su alegría, oí sus risas y cánticos.

Kuxa negó suavemente con la cabeza.

—Esto es distinto, hijo. ¿Has notado su trabajo? Suelen cargar con una pena eterna. Agotados. La vida no les da nada. Por eso, cuando nos juntamos, compartimos risas y canciones. Fuera, sonreír es un lujo.

» Solo he visto esto dos veces: cuando aprendieron a cultivar el trigo, y ahora.

—¿Cultivar trigo? —preguntó Azel, incrédulo.

—Seguro que has visto los frutos en los recuentos —dijo Kuxa, sonriendo orgullosa—. Lo guardan como un secreto, quieren sorprender al mundo con su proeza, tal vez mañana por la noche, cuando sepan hacer pan. Ni a mí me han contado la historia; espero igual que los demás. Solo sé que Xeli tuvo que ver en ello. Esa chica es un genio.

Azel asintió, impresionado por las novedades.

Cultivar trigo en la Tierra Corrompida era una hazaña increíble.

—No les puedo reprochar que quieran defenderse —dijo Kuxa, apoyándose en una caja mientras saludaba a Yulam y Kemil—. Yo mismo hubiera querido lo mismo en otro tiempo. Pero tampoco puedo quitarme el miedo de encima.

Azel se sentó a su lado, en silencio. Daxshi no quitaba los ojos de Kuxa, escuchando atentamente sus palabras.

—Mi hijo fue soldado —contó ella, mirando cómo las parejas manejaban las espadas con más habilidad—. Esta pasión lo llevó desde pequeño. Desde chico quería aprender a usar armas. Insistía a los Guardias Negros, especialmente a Taler, para que le enseñaran el camino del guerrero.

» Al crecer, fue un soldado de primera. Creía también en lo que tú dices. Wekil no quería ser soldado para hacer daño, sino para cuidar de los suyos.

» Luego murió defendiendo a los heroístas. Aún le agradezco al Héroe por darme un hijo tan noble. Salvó a muchos en una batalla contra los dianistas hace más de veinte años, antes del pacto.

» Bendigo al Héroe por darme un hijo excepcional. Pero hubiera preferido tenerlo conmigo más tiempo. Wekil fue admirable, pero también cabezota. No quiero que ellos sigan el mismo camino, pero entiendo que no puedo evitarlo. Solo soy una anciana preocupada.

» Prométeme que los cuidarás si pasa algo. Asegúrate de que no tomen armas, si se da el caso. Dame esa promesa, Halex. Te lo pido.

Los ojos de Azel reflejaban un conflicto interno. No quería someter a estas personas a sus deseos, pero tampoco podía negarles la oportunidad de defenderse. No podía, en buena conciencia, obligarlos a soltar sus armas si se desataba el caos. Aunque su intención no fuera hacer guerreros, había desatado una cadena de eventos que le quitaba la posibilidad de retractarse.

Kuxa se marchó entre los murmullos y las risas de los hombres, dejando una estela de inquietud. Azel se quedó pensativo, con los codos en las rodillas. Los demás siguieron practicando, entre bromas y caídas. Pero en la mente de Azel, Kuxa era una sombra persistente.

«¿Azel hizo algo malo?», trinó Daxshi, rompiendo el silencio interno.

—Esta mierda no servirá de nada...—masculló Azel en un tono bajo.

Nadie lo escuchó, todos seguían riendo.

—Si no le paro los pies a Ziloh... esto se descontrolará. Los va a destrozar a todos. Tengo que enfrentarlo... Debo detenerlo.

«Peligroso»

Era cierto. ¿Pero qué otra opción quedaba?

La voz se desvaneció en la vastedad de la estancia. Azel siguió mirando el suelo, sumergido en un mar de pensamientos. Mientras la tarde se iba y las parejas seguían su aprendizaje, la presencia de Kuxa se esfumó, como un sueño fugaz que deja una marca en la memoria.

Finalmente, Azel tomó una decisión.

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