En un pueblo apartado de la tecnológica ciudad, la declinante tarde friolenta denota oscuros y sombríos paisajes de negruras.

Enmarco proveniente de los escasos faroles apostados en las calles que apenas sirven de reparo alguno para que tu mente imagine un sinfín de situaciones en las que, tal vez, podría sucederte algo.

Y mientras te desplazas por sus calles agobiado en tus diarias rutinas, tus aflicciones son consumidas por los hábitos adquiridos hasta el punto de encontrarte con reiterados pesares que se repiten en tu mente, una y otra vez, como una malsana tortura.

Ahogándose por dentro hasta el punto de sentir desfallecer cada célula de su piel, así se encuentra un joven rubio...

Hombre de delicados y bellos rasgos pero con semblante abatido.

Joven que camina sin rumbo fijo pero ensimismado en su creciente delirio.

Muchacho agobiado por la repetitiva rutina que consume sus deseos más ocultos y prohibidos.

Entre tanto se desplaza, sopesa sus recuerdos de recurrentes sueños infundados en un manto de absoluta negrura.

De una profunda y adictiva voz que lo llama desde la inmensidad de las penumbras.

De unas frías y menesterosas manos que lo tocan con absoluta parsimonia.

De un rostro que conoce pero no puede recordar... Y sin saber si, algún día, será capaz de rememorar.

Y de fondo, como una especie de repetitivo y anhelado escenario, una agraciada y constante melodía que resuena sin parar.

Composición rítmica que resurge desde sus más profundas pesadillas, con una cadencia que lo acompaña cuando, abatido y sin explicación racional alguna, se despierta completamente sobrepasado en las sábanas de su cama.

¿Podrá aquel joven soportar el menester de lo sombrío, en cuanto lo atrapen unas frías manos que lo envuelven en adictivos sonidos?