5. Cadena de errores

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A las hadas no les gusta el metal, pero algunos son peores que otros. El de las cadenas que restringían los movimientos de Dion era el peor de todos: hierro, macizo e implacable, que quemaba al contacto. Buscó alguna vulnerabilidad en la estructura de los grilletes que le permitiera escabullirse, y no tardó en darse cuenta de que no había nada que pudiera hacer. No tenía cómo saber cuánto tiempo llevaba allí. No había ventanas en aquel recinto, que adivinó estaba bajo tierra.

La urgencia de luchar contra los grilletes era irreprimible, por más que hacerlo le hiciera daño. No se detuvo incluso cuando su piel comenzó a rasgarse por la fricción, y siguió intentándolo hasta que escuchó pasos que se acercaban. El dueño de ellos llegó alumbrándose por una antorcha, y resultó ser Rufus, el hermano de Casio. Traía un manojo de llaves y detrás de él venía Dalia, su hechicera, a quien Rufus entregó su antorcha. La puerta del calabozo se abrió con un chirrido que retumbó dentro de la cabeza de Dion.

—Está despierto —le dijo Rufus a Dalia—. ¿Crees que eso que le diste sea suficiente para controlar su magia? ¿No va a conseguir llamar a alguien por ayuda?

—Tendría que ser suficiente —respondió ella—. Este lugar está lleno de hierro, eso mantiene a los seres feéricos lejos. Además, el veneno es un preparado con acónito, que suele usarse contra hombres lobo, pero también sirve para suprimir la magia en general...

El pecho de Dion se cerró al entender lo indefenso que estaba. Era apenas una pieza de un gran rompecabezas que ellos venían armando. De nada servirían sus lamentos ni sus ruegos; ninguno de los dos tenía intenciones de razonar con él.

Estaba solo, también. El bosque se sentía lejano; su conexión con él estaba cortada por completo. Ya no escuchaba los ecos de las voces de las hadas, ni podía enviarles un mensaje sutil a través de las corrientes de aire ni de las raíces de la tierra para pedir ayuda. Aplastado por el peso del veneno, apenas podía respirar.

Tembló al ver que Rufus se arrodillaba frente a él. La luz de las antorchas creaba sombras siniestras en su rostro, y la pequeña llama de peligrosidad que Dion había percibido en la fiesta era ahora un fuego que quemaba. Cuando por fin habló, sin embargo, su voz sonó apagada.

—No creas que disfruto de esto, no soy una mala persona —dijo Rufus—. No entiendes lo importante que es tu magia de suerte. No haría esto si no lo necesitara de verdad. A veces, hay que tomar medidas duras por el bien de la mayoría, pero mi hermano es demasiado blando para eso.

Hablaba con la convicción de quien cree estar en lo correcto, y Dion supo que, incluso de haber podido decir algo, la decisión de Rufus estaba tomada. Pero, ¿para qué podría querer su suerte, qué podía justificar actuar así? Imaginarse haciendo el ritual de nuevo, esta vez por Rufus, lo hizo estremecerse de asco. Su energía caótica, imprevisible, no tenía nada en común con la calidez constante de la de Casio.

—No deberíamos perder más tiempo aquí —intervino Dalia—. Tenemos cosas que hacer.

Rufus se volvió hacia ella y dejó escapar un hondo suspiro.

—Lo sé.

Sin decir más, Rufus se puso de pie y salió de la celda. Dalia lo siguió después de unos momentos de vacilación en que le dio un último vistazo a Dion. Sus rasgos se veían artificiales a la luz de la antorcha, tanto que Dion se preguntó si estaba usando magia para realzar su apariencia.

Cuando la puerta de la mazmorra se cerró, Dion quedó atrás, hecho un manojo de impotencia y rabia reprimida, incapaz de responder ni protestar. Temblando, buscó calmarse cerrando los ojos. Cuestionó cada decisión que lo había traído a ese lugar: dejar el bosque; aceptar la invitación a la fiesta; rechazar el pedido de Rufus. ¿Qué iba a hacer ahora?

La siguiente vez que abrió los ojos había un punto de luz que se movía en la oscuridad. ¿Una luciérnaga, acaso? Fijó la vista sobre él y vio que no era un insecto sino Alhelí —el hada del jardín—, que volaba acercándosele, hasta que detuvo su avance al llegar a los barrotes y se quedó del otro lado, haciendo una mueca de disgusto.

—¡Al fin te encuentro! ¿Es eso acónito? Puedo olerlo desde aquí. Y todo este hierro... —murmuró Alhelí, retrocediendo. 

Dion asintió y respondió emitiendo una especie de quejido. Alhelí se quedó flotando en el aire un buen rato, hasta que tomó carrera y pasó entre los barrotes sin tocarlos. Luego, voló para posicionarse detrás de Dion, quien temió que el olor del acónito fuera suficiente para afectarle, de tan pequeña que era. Si la sustancia era suficiente para neutralizar su propia magia, quién sabe lo que podría hacerle a ella. 

—No puedo quitarte esta cosa —continuó la voz de Alhelí, ahora proveniente de sus espaldas. Dion imaginó que estaría intentando deshacer el nudo de la tela atada detrás de su nuca, aunque dado el tamaño que tenía ella le sería imposible, incluso con magia. Era el equivalente de que él tratara de desenredar un nudo creado por troncos de árboles —. No me da la fuerza, y el hierro y este olor me están mareando. Diría que tú te lo buscaste por idiota, pero no me gusta verte así.

Dion se limitó a respirar hondo y lamentarse para sus adentros. Estaba de acuerdo con ella en que había sido un idiota, tan encandilado por las luces del mundo de los humanos que no había podido ver las sombras. No la culparía por dejarlo allí, si era su decisión. Era prisionero de sus propios errores.

Sin embargo, en lugar de dejar las cosas así, ella explicó que se había arriesgado a alejarse de su jardín para investigar después de ver a Rufus sacar a Dion de la fiesta a escondidas, y luego le había seguido el rastro gracias al olor de la bosta dejada por el caballo.

Solo pasar a través de esos barrotes de hierro tenía que haber sido para ella como para un humano cruzar una puerta en llamas, y Dion lo recordó cuando la vio tomar valor para volver a atravesarlos para salir de la mazmorra. 

Si hubiera podido, Dion le hubiera pedido perdón por hacerla pasar por eso; pero ella le sonrió desde el otro lado de los barrotes, como si entendiera, y prometió volver a la fiesta e intentar avisarle al rey. Dijo no estar segura de qué tan fácil fuera conseguir que un humano escuchara su pequeña voz, entre los ruidos alborotados de la música y las conversaciones, pero podía intentarlo. Si el viento estaba a su favor o conseguía que un pájaro la ayudara, quizás no tardara tanto.

Al alejarse, Alhelí se llevó con ella la luz que la rodeaba, sumiendo a Dion nuevamente en la oscuridad. Ella había dicho que creía que la hechicera de Rufus podía verla. Dion trató de relajarse y no pensar en lo que pasaría si la descubría. Intentó acomodarse mejor, pero no había posición cómoda sobre ese suelo de piedra, y menos cuando sus extremidades estaban forzadas a permanecer en una posición innatural. Se puso de costado y apoyó la sien contra el piso. Al menos, el frío le ofrecía un cierto alivio.

· · • • • ✤ • • • · ·


En la fiesta, Casio había notado la ausencia de Dion, y se lo comentó a Nora.

—Ya se fue y volvió una vez —le dijo Nora—. Quizás aparezca de vuelta en unos días. No es recomendable estar pendiente de los caprichos de las hadas.

Dubitativo, Casio asintió, mientras observaba la copa medio vacía que Dion había dejado sobre la mesa. 

Continuará.

Me hubiera gustado que Dion pudiera hablar con Alhelí (en el primer bosquejo ese era mi plan), pero no quería que él le diera mucha información, así que no había que dejarlo hablar D: ¡Perdón, Dion!

Hierro: La tradición dice que el metal, en especial el hierro repele y daña a algunos seres sobrenaturales, como fantasmas, y hadas. Esto también tiene relación con la tradición de poner una herradura en la puerta para la buena suerte. Hay distintas versiones sobre qué tanto puede afectar a un hada, pero sí muchas coinciden en que puede quemarlas.

Hay cosas en esta historia en que me estoy apegando a la tradición y otras en que varío un poco, pero lo del hierro me parecía útil. Aquí lo tomé como "pueden acercarse, pero debilita y daña tocarlo". Aunque al ser Dion un hada de alto rango, Dalia la hechicera no está segura 100% segura de que el hierro baste para suprimir toda su magia.

Acónito (o matalobos): Es una planta venenosa, que en la ficción se suele usar para neutralizar hombres lobo (el efecto que tiene sobre ellos varía según versiones, en algunas repele, en otras muestra "la verdadera cara" del hombre lobo). En el mundo real esta planta existe y es peligrosa para los humanos, puede matar. 

Pero en el folklore no está solamente asociada a hombres lobos. Por ejemplo, en la mitología griega, la diosa Atenea la usó para transformar a alguien en una araña, y hay otras ocasiones en que ha sido usada con propósitos mágicos (como contra vampiros). Así que lo incorporé a la verbena (planta que a las hadas no les gusta según muchas tradiciones) para crear un veneno antimagia.

Acá está:

¡Gracias a quienes vienen votando y comentando, me dan  ánimos para seguir!

PD: Quería agregar una mención a IslandTrooper por sacar lo del metal ANTES DE QUE PASARA en el capítulo anterior, pero el sitio decidió no dejarme.


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