El samurái errante.

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Tiempo atrás había pensado en vivir acorde a una filosofía de vida. Había creído que una fuerte convicción haría de mí un hombre fuerte. Un hombre de aquellos que portan nombres repletos en gloria, que inclusive los dementes recuerdan.

Para que tú, persona que estés leyendo, comprendas de que época datan mis registros; déjame decirte que hace más de doce lunas culminó el enfrentamiento entre el Shogunato Tokugawa y el Clan Toyotomi.

El primero resultó vencedor, pero yo soy perteneciente al segundo. O al menos lo era. Desde el día que mi señor me relevó de mi cargo con el fin de salvar mi vida, he tenido los momentos más difíciles de la misma.

¿Quién diría al beligerante hombre de guerra, que vivir en paz era una batalla perdida?

Viví para morir por otros. Con la frente en alto y el orgullo intacto caminé por los senderos más inhóspitos e inimaginables. Todo lo hice porque, como antes comenté, quería empaparme en gloria.

Asesiné gente. Gente tanto culpable como inocente. Gente que lo merecía tanto como gente que sólo tuvo mala suerte de cruzarse por mi lado. ¿Qué pensé yo al hacerlo?

Una pregunta mejor, ¿Porqué comencé a pensar tan tarde en todo esto?

Me cuesta responderme.

Quizás si eres un caballero y estés leyendo esto, quieras leer una historia en donde salgo victorioso ante las adversidades debido a mi destreza con la espada. Quizás si eres una señorita quieres ver cómo este hombre pútrido abandona su Katana y su Wakizashi luego de encontrar una bella dama que recomponga su ser.

No se cual de los dos seas, pero tampoco importa, ya que en la fecha a la que estoy escribiendo esto, soy incapaz de saber lo que el futuro tiene para mí.

Quizás mi historia sea una de las dos opciones, quizás ambas al mismo tiempo, o quizás ninguna. Pero espero que sea una historia, que alguien recuerde mi nombre y lo empareje a mis acciones.

Sólo tengo en mente un objetivo, claro y conciso. He de vivir, y para ello se necesita ser más fuerte de lo que soy. Partiré montaña abajo, para concluir con mi destierro voluntario.

Dejé las armas melladas y con poco mantenimiento dentro de sus fundas al tiempo que descendía la montaña. En la temporada que era, los cerezos que ocasionalmente aparecían cerca del sendero dejaban caer sus pétalos rosados.

Tanto quise volver a empuñar mi katana, que al cuarto cerezo que vi, desenfundé.

No cortaría al azar. Tenía ganas de cortar un pétalo en específico de todos los que había en aquel enorme cerezo. Eligí aquel que parecía no querer desprenderse nunca de las ramas del árbol. No lo perdí de vista, aunque si perdí la noción del tiempo. Mi objetivo estaba a la allí, pero por más que esperara este no caía.

¿Porqué elegí aquel pétalo en específico? ¿Me generaría la misma satisfacción partir cualquier otro pétalo revoloteante en dos?

Aquello me dejó pensando. Nada muy filosófico ni mucho menos revolucionario, al menos para el mundo. Eran solo los pensamientos de un supuesto samurái que no cometió harakiri cuando debió hacerlo.

Al bajar completamente la montaña, divisé del mismo poblado que abandoné al subir.

No había mucho en el que yo anhelara, además del alcohol que no probaba varias lunas atrás. Entré a la única pocilga símil a un bar que había en aquel pueblo. Las miradas que me siguieron tenían todo el derecho de mostrarse sorprendidas. Mis vestimentas harapientas apenas habian sido lavadas un par de veces desde que abandoné el clan.

Mi pelo negro enmarañado apenas cabía en mi kasa. Mis ojos tan vacíos de vida, que pesar de su color verde claro les devolvía la mirada con recelo.

Las fundas de mis dos armas eran notorias por el brillo de las mismas, y en la parte superior de mi mejilla derecha iniciaba un corte ya cicatrizado que descendía de manera vertical e inclinada hacia el cuello.
Una vista horrorosa si me permiten anotarlo.

La vista de ellos concluye allí. Debido a que mi pecho está cubierto por mi vestimenta no pueden ver que el corte continúa hasta mi ombligo.

-Sake -pedí con la voz rasposa.

El dueño de aquel lugar me miró como quién mira a un animal salvaje malherido: Con pena ante mi situación pero con miedo de si llegaba a atacarlo.

-Tendrás sake si puedes pagarlo -contestó.

"Hostilidad" La percibo en el aire. Escurrí nuevamente mi vista a los alrededores. No recordaba tanto hombre fornido la primera vez que estuve aquí.

Parecían estar armados precariamente, pero en un lugar tan pequeño y reducido, cualquier golpe que reciba podría ser decisivo.

No llevé la mano a mi katana para evitar que se pongan en guardia. Al parecer ya estaban esperándome. ¿Estará el Shogunato persiguiendo a los sobrevivientes de aquella cruzada?

No lo sé, pero ahora mismo quiero un poco de sake y nada más. Me senté en una de las butacas de la barra, frente al dueño del lugar.

-Pagaré, sírvame -respondí ignorando la intención asesina de aquella marabunda violenta.

Ví como el hombre que debía servirme el sake, deba señales supuestamente discretas con los ojos a la gente de detrás mío. Comprendí que no tendría un trago a menos que acabe con esto rápido.

Me giré en la butaca antes de levantarme, y en el primer desenfunde de mi katana decapité al primer valiente. Su cabeza botó dos veces antes de quedar inmóvil, acto seguido estalló el combate.

Mi wakizashi penetraba y rasgaba, mi katana los rebanaba como al pescado fresco de un buen sashimi. Eran tantos hombres intentando herirme, sin lograr siquiera acercarse. No temía por mi. Temía por mis dos bellas compañeras metálicas, quiénes gritaban y pedían la ayuda de un herrero capacitado. Recibirán lo que piden luego de esta escaramuza.

En mis ojos cayó la sangre de un hombre mayor al que cercené el abdomen, con un giro corté un brazo y con un descendente mi katana quedó atorada entre el cuello y el pecho de un joven.

Luego de varios minutos. El combate acabó, dejando en el piso más de una docena de cadáveres. Todo por seguir las órdenes del Shogunato. Comencé lentamente a rebuscar en los bolsillos de todos ellos en busca de la paga necesaria para mí sake, y cuando junté más de el quíntuple de lo que necesitaba, me acerqué nuevamente al dueño del lugar.

Desparramé en su pecho el dinero y repetí:

-Sake.


Abandoné el poblado donde me encontraba luego de pasar una noche entera bebiendo. Aún tenía mis reservas de aquel día. Tres cantimploras llenas llevo atadas a mi cinto, y cuatro están vacías. A mi favor he de decir que el clima caluroso ameritaba de aquellos tragos.

No poseo mucho equipaje más. Quizás debería cambiar mis vestimentas en el siguiente pueblo en que pare. También es momento de dejar a mis bellas damas junto al calor de una forja.

Luego de dos noches más, llegué a un nuevo poblado. Ésta vez, mucho más grande y movido que el anterior. Antes de acercarme vislumbré la cantidad de comerciantes que entraban y salían del lugar. No me sorprendió ver a dos hombres con el logo de los Tokugawa montando guardia en la entrada.

Al parecer el shogun aún no olvidaba mi afrenta. Me pregunto de vez en cuando, ¿Qué será de aquellos mis compañeros de armas, con los que tantas combatí codo a codo?

La pregunta me resulta ilógica hasta a mi. Ellos ya habrán partido, con el honor del seppuku. Como debía de ser. Ya que no podré entrar al poblado hasta que anochezca y los guardias estén distraídos, voy a narrarte un poco de mi pasado, y comprendas porqué luego de tanto tiempo, escapo de las garras del Shogunato.

Mi nombre es Arima Shibamukuro, ex-miembro del clan Toyotomi. En el sitio de Osaka, el clan rival exterminó casi por completo nuestro clan, siendo así los regentes en Japón hasta día de hoy.

Lo recuerdo perfectamente;

•••

-Puedes irte, Arima, pueden irse todos -dijo mi señor, mirándome a los ojos con decisión.

-Los detendremos aquí, no se preocupe mi señor -respondí.

Me coloqué frente las puertas dobles que daban la entrada al gran salón. Mis manos temblaban, mis piernas también. La brisa marina que entraba por la ventana revolvía mi cabello y hacía que un fuerte olor a sal me impregne.

Muchos de mis hombres habían escapado, y otros se entregaron al harakiri cuando vieron que la superioridad del rival era abrumadora.

-No se preocupe por nada, mi señor.

Aquel hombre podía hablar sin temor, y también podía hacer que uno no lo sienta.

-¿Estás listo, Miyamoto? -hablé a mi viejo amigo mientras desenfundaba.

-Acabemos con esa escoria -respondió él.

Tan versado en el camino de la espada, aún me pregunto como fue que aceptó venir cuando lo llamé. Quizás nunca pueda preguntarlo. Lastimosamente, la batalla acabó con nuestra derrota.

Defendimos nuestro terreno como era posible, pero no fue suficiente. No preguntes como sigo vivo aún luego de tanto.

Sólo sé que Miyamoto consiguió llevarnos a los tres al mar. Siempre fue un distinguido, aunque no esperaba que nos hiciera saltar al agua desde la punta del castillo de Osaka.

Una flecha había alcanzado a Hideyori durante la huida de aquella noche, y murió horas después en mis brazos, imponiéndome con sus últimas palabras:

-No dejes de vivir, no hasta que encuentres por quien morir.

No pude cargar con su cuerpo. También perdí de vista a Miyamoto en una de las noches en las que el mar no se portaba bien con nosotros.

Desperté inconsciente entre rocas y agua salada aún con todo mi equipaje. Y desde ahí, he vagado sin rumbo ni motivo aparente.

Desconozco si encontraron el cuerpo de Hideyori. Quizás aún siguen buscando a gente como yo, sospechosa de ser sobreviviente de aquel día, para por fin borrar la sombra que les persigue, que les asusta.

•••

Logré escabullirme al poblado por la noche. Una vieja y destartalada posada aceptó hospedarme. El pago fue uno de los botones de oro puro de mis prendas.

La hospitalidad era envidiable para mí, que nunca había sido servido, si no que había vivido para servir.

¿Un pedazo de metal brillante era lo que se necesitaba para vivir en calma?

-Señor, su cena está lista -la voz de una mujer me sacó de mi ensueño.

Me levanté para abrir la puerta y la ví.

-Misaki -saludé.

Portaba como de costumbre un raído mantel sobre sus ropajes. Sus pies descalzos y delicados eran tan blancos como la leche. Ella me miró, como siempre lo hacía, con sus ojos oscuros tan intensos y un mirada pícara que hace tiempo intento descifrar. Tan alegre como trabajadora.

Aún recuerdo las acciones más incomprensibles de ella.

Evitó que siga ingiriendo Sake si quería quedarme allí. Acepté debido a su insistencia y a que en sus ojos se veía cierto miedo que aún no logro descubrir.

También recuerdo el cómo se escandalizó cuando vió mis armas. O la manera en la que me regaño por mi harapiento cabello.

Una falta de respeto total ya que yo tenía quizás veinte años más que ella

-¿Quiere cenar aquí, o quizás al aire libre? -preguntó con una sonrisa mientras acomodaba sutilmente su lacio cabello negro.

-¿Hay algo que valga la pena ver allí fuera?

-Como de costumbre señor, tiene unas preguntas muy intrigantes -comenzó ella- ¿Acaso no ha visto por sus propios ojos el vasto cielo estrellado? ¿O los bellos conejos saltando entre la hierba y buscando que comer?

-¿Porqué querría ver eso?

Mis preguntas eran tan genuinas como la verdad que portaba mi katana. ¿Es acaso es un deleite visual entre la gente observar el cielo y los animales? ¿Había algo más de lo que yo veía? ¿O quizás solo era así para jóvenes enérgicos como Misaki?

-Pondré la mesa afuera, vendré a avisarle cuando todo esté listo -respondió antes de marcharse.

La chica era genuinamente extraña. Hace días que no comprendía la razón de su tan sereno existir. A pesar de verse tan atareada llevando ella casi todo el trabajo de la posada entera, o cuidar de su madre enferma, no parecía decaer de cansancio o vivir infeliz. Quizás las estrellas y el cielo jugaban un papel importante, pero no lo descubriría hasta que lo viera.

La noche estaba calma y la tenue iluminación que brindaban las velas hacía que el cálido patio de la posada se sintiera más acogedor.

Esa noche, Misaki me mostró con devoción las estrellas y las formas que ella creía ver si se conectaba cierto punto con otro.

Luego de un rato, le pregunté si no tenía algún quehacer importante y simplemente replicó que ya estaba haciendo algo muy importante.

Una muchacha incomprensible. Solamente estaba mostrándome sus estrellas favoritas.


El tiempo no pasaba tan rápido como recordaba, quizás debido a mi falta de actividades. Cuándo se lo comenté a Misaki, me enseñó a preparar la tierra y plantar algunos alimentos en el pequeño huerto tras su posada. Al menos así podía sentir mi cuerpo como algo vivo.

Uno de los días en los que trabajaba, pregunté algo que hizo a Misaki enfadar bastante.

-¿Dónde está tu padre? -fue la pregunta.

Ella me miró con detenimiento, y sus ojos tan carismáticos comenzaron a cristalizarse en un poblado de lágrimas. Luego de unos segundos salió corriendo, dejándome con la pregunta colgando en el aire.

Ya entraba la noche del mismo día en que Misaki salió de la posada, y aún no regresaba. Decidí salir a buscarla, ya que debía también retirar mis katanas de la forja del herrero.

¿Para qué las querría en todo caso? ¿A quién debería matar para poder seguir viviendo así?

Quizás mi señor podría responderme con alguna de esas frases tan extrañas que utilizaba. Nunca las entendía, pero colmaban mi cuerpo de una tranquilidad que a día de hoy añoro.

Luego de retirar a mis compañeras de vida de la herrería, la noche se sentía segura nuevamente.

Por más que recorrí el lugar, no había rastro alguno de Misaki. ¿Había sido malo con ella al preguntar por su padre? Tan inamovible que se veía, no creí poder hacerle tanto daño con simples palabras.

-¿Porqué usted nunca combate señor?

-Escucha Arima -rió mi señor ante la pregunta- la guerra no se libra solo con armas, también con alianzas. Y éstas se consiguen con la voz. ¿Tu podrías convencer a miles de personas a que te sigan sin usar tu espada?

Aquella conversación cruzó mi mente como un chispazo, y al menos pude comprender una de las tantas cosas que Hideyori me había dicho.

Seguí buscando a Misaki, y la encontré fuera del poblado, rió arriba sentada mirando el cauce fluir. Allí me habló de su padre, entre lágrimas que pretendían pasar desapercibidas;

-Nunca supe su nombre. Mi madre no me lo dijo por más más preguntara. Sólo me contó que era un soldado respetado del clan Tokugawa y un hombre muy fuerte -narró con burla.

-¿No estás feliz por eso?

-Yo no necesito un soldado, de hecho nadie necesita soldados. Yo sólo quería un padre -dijo secando su rostro- y siempre es lo mismo, con todos los hombres que llegan a la posada. Entran, disfrutan de la hospitalidad y el cariño que ofrezco, dicen estar muy agradecidos y luego de una semana ya no están.

Se veía más enojada de lo que sus facciones podrían expresar. ¿Está buscando un padre en cualquier hombre que pase?

-Entiendo -dije sin hacerlo realmente.

-¿Tú cuando vas a irte?

-Pronto -respondí y su rostro se volvió impasivo.

No hablamos más en el camino de vuelta a la posada. Ella no quería oírme y yo no sabía que decir. Toqué levemente con mi dedo el mango de mi katana enfundada. Bordeé el logo del clan Toyotomi bordado en la empuñadura. Extrañaba hacerlo.

Los dos días siguientes, Misaki había sido muy poco comunicativa conmigo, y lo entendía. Yo no podría darle lo que deseaba.

Cuando estaba almorzando junto a la señora que se hospedaba en la habitación contigua a mi, irrumpió un niño en el comedor. Entrando a trompicones y casi cayendo por el barro en sus pies de aquel día lluvioso, informó:

-Unos señores agarraron a Misaki en el mercado, dicen que tiene en casa a un miembro de algo que no entendí -comentó.

Al parecer el soborno al herrero no había bastado para mantener su silencio...

-¿Qué más dijeron?

El niño me miró asustado antes de responder.

-En las afueras del pueblo estarán esperando, Misaki estará con ellos por si no aparece el miembro del clan no sé qué.

-Gracias niño, vuelve a casa -respondí mientras iba a mi habitación en busca de mi equipo.

Al salir, una inspiración de rabia contenida inundó mi pecho, y emprendí camino con la certeza de que las cosas no serían sencillas.

Cuándo llegué a las afueras del poblado me sentí triste. No quería irme aún, pero no era posible quedarme.

Allí fuera, el sol no daba abasto debido al tapón que le hacían las nubes, y una ligera llovizna envolvía el ambiente poniéndome más melancólico.

Había varios hombres en las afueras. No sólo había soldados de Tokugawa, también civiles cuya mente había sido manipulada con temor para ponerlos en su contra.

-Cicatriz en el rostro que desciende hasta el cuello -dictó uno de los soldados- Arima Shibamukuro: Queda usted arrestado por múltiples asesinatos y por fomentar el crecimiento del ya extinto clan Toyotomi. Entréguese sin oponer resistencia y él Shogunato tendrá consideración por usted.

Tenía un kabuto cerrado decorado con oro. Al parecer era el líder.

-¿Dónde está Misaki? -pregunté sabiendo que no lo haría dos veces.

De detrás de la muchedumbre, un hombre salió tomando del cabello a Misaki y arrastrándola para que caminase.

Ella se mantenía fuerte. Su rostro presentaba signos de haber sido golpeada y sus ropajes tenían varios salpicones de barro.

-Déjenla ir, ella no sabía de mi identidad -comuniqué-. Luego intenten capturarme sin perder su honor.

Uno de los soldados rió, sacando su katana y acercándose al compañero suyo que sujetaba a Misaki.

-¿Qué soltemos a esta perra que te hizo venir corriendo hasta aquí? -rió nuevamente-. No Arima, tú te entregaras si no quieres que ella muera.

Seguido a eso, con la punta de su arma cortó lento y despacio la mejilla de ella.

Herví de rabia en ese momento, pero cuando intenté poner la mano sobre mi arma, todos desenfundaron. Seis soldados del clan Tokugawa no eran nada. Y ni que decir de los nueve civiles armados con utensilios de cocina o jardinería.

El problema es que la tenían a ella.

-Piénsalo bien, Arima -habló el que antes había dictado sus delitos-. Empieza por poner tus armas en el piso.

Lentamente, obedecí. Me ví sin opciones de respuesta y Misaki tampoco decía nada.

Cuando alcé la vista, vi que tenía la boca taponada por el hombre que la sostenía, y que con los pocos ruidos que podía hacer y con sus tiernos ojos verdes, me indicaba que tenga cuidado.

Rodé hacia delante instintivamente mientras tomaba mi katana, y sin saberlo esquivé a dos lanceros que estaban escondidos tras unos arbustos. Retomé la actividad hacia ellos y en un santiamén corté el brazo de uno, y con un giro rebané el estómago del segundo. Dejando caer en el piso sus tripas, pereció.

Tomé mi wakizashi del piso y me dirigí hacia los demás soldados.

-¡Heeey heeeey! ¡Detente ahí! -gritó el que había cortado a Misaki.

Estaba más cerca de ellos quizás a unos tres metros, y pude sentirlo, "miedo". Y aquello me beneficiaba ya que pocos se animarían a intervenir luego de ver de lo que soy capaz.

-¡Retrocede! -gritó un civil.

-Tira tus armas, ¡ahora! -ordenó el que sujetaba a Misaki.

No me moví en lo absoluto. Apenas respirando, sentí mi corazón latir más y más rápido. Y también yo sentía que mi siguiente sería mas rápido que nunca.

Los vi sudar, temblar, y también sujetar sus armas con incomodidad. Miré a Misaki a los ojos. Aquellos que no podría olvidar nunca, y vi decisión en ellos.

Cuando asentí con la cabeza, ella atacó como pudo al guardia que la sostenía. Lo mordió en la mano y al girar arañó su rostro. Se lanzó corriendo hacia mí, y yo hacia ella.

El soldado que la cortó anteriormente se lanzó hacia ella también, con su katana en alto. Antes llegué yo, con mi wakizashi desvié el ataque y con mi katana desprendí su cuello limpiamente.

Volteé sin perder la guardia buscando quien sería el primero en atacar, pero muy pocos parecían tener la intención. Aún así no podía dejar se mirar a todos lados, ya que dar la espalda por más de un segundo, sería fatal.

Además de eso, debía proteger a Misaki que apenas se incorporaba.

-Maten a la chica -ordenó el líder.

Yo no iba a dejar que eso ocurra. Mantuve detrás mío a Misaki y mientras desviaba cada ataque dirigido hacia ella. No podía contraatacar. Desvíe tridentes, cuchillos, katanas, lanzas, palos de madera, martillos e inclusive pedradas.

Varios minutos de esta manera, intentando alejarme de todos ellos y proteger a Misaki. Recibí varios cortes y golpes. Estaba dejando un reguero de sangre por donde caminaba.

A tres personas pude inhabilitar. Mientras me giré a proteger a Misaki de un lancero, un golpe en la espalda me desestabilizó. Allí comprendí que no era una situación sostenible.

En el horizonte se divisaba la caballería que seguro llamaron esos cobardes para hacerme frente.

-¡Alto! -gritó nuevamente uno de ellos.

Fue cuando vi a Misaki ser tomada nuevamente de rehén. En un santiamén la caballería llegó, con un ostentoso galopar decorado en alabardas cuyas puntas exhibían la fina tela con bordados del clan Tokugawa.

Y las palabras de Hideyori, mi antiguo señor, volvieron a resonar en mi cabeza una y otra vez.

-Estoy dispuesto a perecer de ser necesario, con el fin de mantener la integridad de esta señorita -hablé alto y claro, al portador de la alabarda.

-¿Qué? ¡NO!

Su semblante hosco, no me transmitía más que la experiencia de un verdadero Samurái. De un verdadero hombre.

-Tienes mi palabra, Arima Shibamukuro, que aquella dama por la cual decides entregarte, vivirá una larga vida con los beneficios que el clan Tokugawa puede darle.

-No -hablé hincando mi rodilla derecha en el barro- sólo déjenla vivir, así como lo ha estado haciendo antes de mi intervención.

-Noble guerrero, tienes mi palabra.

-¡¿Qué estás diciendo!? ¡Detente, Shibamukuro, detente ahora! ¡LEVÁNTATE Y PELEA!

La mujer de ojos felices estaba detrás mío. Gritando a más no poder, su garganta desaforada emitía una voz quebradiza que me hacía cuestionar si lo que hacía era lo correcto. Limpié la sangre en la hoja de mi wakizashi, el cual alcé ceremonioso frente a la mirada de todos. Ante los gritos de Misaki.

A pesar de estar muerto, sigo siendo el perro fiel de mi señor. Y admito que encontré una buena razón, una buena persona por la cual morir, justo como el había indicado.

Cuando lo clavé en el lado izquierdo de mi estómago, los gritos de Misaki se volvieron más fuertes para todos, pero más tenues para mí. Recorrí con la hoja la extensión de mi abdomen, hasta volver al centro del mismo. El empuje vertical tocó mí esternón, y caí sin fuerzas al barro.

Misaki se acercó corriendo, vi las gruesas lágrimas cayendo por sus mejillas, que me hicieron sentir más ahogado que la lluvia incesante.

-¡Eres un idiota! ¿¡Cómo puedes irte así!? -gritó ella golpeando mi pecho.

Ella no entendería lo que es ser un samurái, así como yo no entendería lo hermoso que podía ser el cielo estrellado. Ah... como me gustaría verlo una vez más.

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