20. FESTIVAL INTERNACIONAL DE LA CANCIÓN

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Brindamos por nosotras y en ese instante llamaron a la puerta. Abrí yo, y ahí estaban Javier y Steph, ambos muy elegantes, estrenando zapatos nuevos, como se solía decir. Steph llevaba un traje de chaqueta color gris y un sombrero a juego, y Javier parecía un ricachón, vestido de blanco, como si acabase de salir del casino y hubiese ganado una millonada. Solté una sonora carcajada al aire. Después de conocernos en la playa, habíamos salido juntos a cenar y a pasear alguna noche y nunca vestían de aquella guisa.

—¡Qué, chicas! ¿Sorprendidas? —Fardó Steph agarrándose las solapas de la chaqueta con su especial chispa.

—La verdad es que sí. No te pega nada —reí—. Pero... Oye perfecto para la ocasión, guaje. Por fin un chico respetable a mi lado. —Me burlé colocándome una mano en la cabeza, fingiendo desmayo—. Madre estaría orgullosa.

—¿Me permite? —bromeó él, siguiéndome el juego.

—Cómo no... —Y le cogí del brazo para pasear por la estancia a modo de desfile.

—¿Envidia, Jude? —tonteó Steph.

—¿Yo? Perou si me quedou con el mejor de los dozs y, además, es tu primo. Javier estás guapísimo... Pero creou que te falta el toque final. —Se acercó al fondo de la habitación, cogió un pañuelo de una cajina y lo colocó en el bolsillo de su chaqueta—. ¡Ahora sí! Guapo guapou —zanjó Jude besando a Javier en la mejilla.

—Pero nada comparado con vosotras dos. Miraos. ¡Estáis deslumbrantes! —dijo él.

—Bueno, buenou... basta de halagous o llegaremozs tarde.

El espíritu de la velada era inmejorable. Algo mágico. Una especie de cubículo independiente dentro de un país de cinturón y zapatilla. En las inmediaciones de la plaza de toros, los invitados habían aparcado coches preciosos. Algunos descapotables, otros de colores vivos y brillantes... Y había gente. ¡Mucha gente! La mayoría vestían elegantes, como en una película de Gene Kelly, pues, como Julio me había advertido, al Festival de la Canción estaban convidadas algunas de las personalidades más importantes del país: los reporteros del Nodo, empresarios, militares, alcaldes... Algunas chicas, extranjeras en su mayoría, lucían pantalón o vestido corto. Muy por encima de las rodillas. Esto no se veía en el bullicio habitual de las calles, pues aún ese concepto de la moda se encontraba en estado de semihibernación. Pronto se convertiría en la cotidianeidad deseada. Aquellos días de verano fueron de los primeros en los que mis ojos pudieron verlo y asimilarlo, sin contar con las Not Fooled al completo, como algo más cercano a la normalidad que al pecado.

Las puertas de la plaza de toros estaban repletas de gente esperando para entrar. Los nervios y las ganas de disfrutar de una fiesta como aquella se sentían en las partículas del oxígeno. ¡Una fiesta que salía en la televisión! Convenía mantener la compostura, al menos, hasta encontrar nuestros asientos, así que, sin tener ni idea de aquellos buenos modales, más refinados que los que se limitan al silencio y el servilismo, imitamos a aquellos que nos rodeaban y exudaban glamour.

Entramos en orden sin escándalo alguno, pero sí entre el ruido de las conversaciones. El recinto estaba repleto de sillas de madera, de estas que se pliegan y te dejan la espalda como una tabla. Al fondo un escenario, dispuesto para albergar a varios músicos, y alguna cámara de televisión para la retransmisión. Caminamos a través de un pasillo hasta llegar a las primeras filas, pues Juls, que aquel año trabajaba allí, nos había reservado cuatro asientos cerca del escenario. Vi como más de una persona, al pasar la mirada por la plaza, en ocasiones se detenía en nosotros: al igual que Steph, algunos encontraban en Jude a alguien familiar. Después de un rato observándonos, continuaban sin más. En primer lugar, porque ella llamaba tanto la atención que era imposible pensar que fuese de hecho alguien famoso y, en segundo lugar, porque Benidorm era a finales de los sesenta destino de muchos artistas. Unos pocos años después, el mismo Paul McCartney, que había abandonado su pinta en un pub de Londres para pasar el verano en las acogedoras playas de la localidad junto con su mujer, Linda, y su hija Stella. Allí, compuso más de una canción, y no fue el único.

Tomamos asiento y yo no cabía en mí de la emoción. Por el festival habían pasado conocidos artistas como Raphael, Tony Dallara, Juanito Segarra o Tony LeBlanc... Vale, no eran Pink Floyd, pero eran grandes. Muy grandes.

—¿Os pido algo?

—Sí, para mí un vodka —pidió Jude—. ¿Tú qué quieres, Carlota?

—Cerveza —dije.

—¿Te vas a sentar con tu maldito primo? —preguntó Jude al verme tomar asiento junto a Steph.

—Es muy majo... Igual podéis tener una cita —respondí entrando al juego.

—¿Te sientas conmigo? —preguntó al fin suavemente.

No respondí, pero asentí sonriendo. Steph y yo nos cambiamos de sitio y Javier se levantó para traernos algo de beber.

Minutos después, la música había dado comienzo. Cuando ahora escucho esas canciones, tantos años después, me suenan algo antiguas, me suenan ligeramente polvorientas. Sin embargo, recuerdo perfectamente que aquella noche me transmitieron un sentimiento de progreso y mirada al futuro. Una llamada a la esperanza. Sobre todo porque cuando el ecuador de las actuaciones había tenido lugar, sin querer, Jude y yo nos rozamos las manos y, desde ese momento y en secreto, no las soltamos.

Las viejas melodías nos representaban muy bien a los jóvenes del momento. La, la, la, por ejemplo, aunque todos recordemos a día de hoy que fue Massiel quien la interpretó en el Royal Albert Hall de Londres, y que supuso una revolución por su atrevido vestido corto, fue en un principio Joan Manuel Serrat el elegido para interpretarla, pero al querer hacerlo en su idioma natal, el catalán, fue retirado como posible representante. Igualmente ocurrió con La vida sigue igual de Julio Iglesias, que marcó uno de los primeros himnos de este país por su actitud. Los sesenta y setenta fueron años de himnos: Libre o Un beso y una flor de Nino Bravo, Melina de Camilo Sexto... y todas las nuevas armonías que llegaron para romper desde América, Inglaterra o Suecia y que llegaron sin censura a partir del 77.

La playa era un paraíso, llena de conciertos. Un bucle de maravillosas coincidencias. Solo paseando, podías toparte con un músico bailando con su guitarra hasta el día siguiente. El concierto de Not Fooled había sido el primero de mi vida, y el segundo oficialmente grande fue aquel Festival de Benidorm, y no cabe duda de que las experiencias fueron opuestas. La primera, saturada de inseguridad, rodeada de peligro y riesgo. La segunda, envuelta en calma. Emocionante, sí, pero acompañada de estabilidad y respaldo. Disfrutamos hasta el final del espectáculo, cuando Julio salió con la intención de encontrarse con nosotros.

—Jacinto quiere conoceros.

—Muchachos... Sintiéndolo mucho, Steph y yo tenemos que irnos ya —interrumpió Javier—. Finalmente, mi madre viene mañana... No sé cómo convenció a mi padre, pero ya que hace ese viaje, tenemos que descansar.

—Claro, claro. Marchaos ya... Mañana es un día muy especial —apremié—. ¿Quién es Jacinto? —pregunté mientras Javier y Steph ponían rumbo hacia el lado contrario.

Julio no respondió. Simplemente, nos guiñó el ojo izquierdo con salero y continuó a paso ligero marcando el camino que debíamos seguir.

La parte trasera de la plaza de toros poco tenía que ver con los camerinos desordenados y anárquicos que semanas antes vi en el concierto de Jude. La elegancia se palpaba en cada esquina de aquellas habitaciones, hogar de los artistas y celebridades. Quizá las playas de Benidorm, sus calles y sus bares habían sido conquistadas por las Europas y las Américas en gran medida, sin embargo, ahí detrás, tras las rígidas paredes del escenario principal, donde minutos antes se había hecho entrega del premio a la mejor canción del año, aún reinaba la distinción impostada, el gusto por los modales rígidos y las buenas maneras a la interpretación de los que habían querido preservar la tradición.

Los dorados reinaban y los ornamentos decoraban los cuadros y las columnas, la madera robusta vestía los muebles y, por supuesto, la cubertería y la vajilla declaraban que el acto merecía un respeto. Había pasteles y pastas de todos los sabores y colores, más comida junta de la que jamás había visto. Aquellos días de estío estuvieron marcados por el manjar, y la de la sala de la parte de atrás de la plaza, fue la más copiosa y deliciosa hasta el momento. Los camareros iban y venían ofreciendo copas de champán francés, vino y chupitos.

Curiosamente la mayor parte de las personas que ahí se encontraban parecían no ensamblar muy bien con el decorado. Supongo que, a pesar de tratarse de un evento adaptado a su tiempo y celebrado por personas de labrada cultura, no había que olvidar que a un acto de tal calibre asistían también tecnócratas, policías y dirigentes del ejército. Por lo tanto, la idea de generar un espacio honorable era lógico, a pesar de que emanaba del tumulto más bien una esencia de aire exótico.

—¡Jacinto! ¿Qué tal amigo? —Julio extendía la mano para saludar a un hombre—. Has estado estupendo esta noche.


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