CAPÍTULO 1: LA CASA DE LOS STORM

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La Ally Storm de doce años no se acercaba, ni lo más mínimo, a la misma Ally Storm que había sido capaz de tomar la decisión, sin titubeos, de saltar por un precipicio. La Ally Storm de doce años poseía un cuarto propio a rebosar de muñecas de porcelana. Mi versión infantil, había colocado una casita de madera en miniatura que papá me había regalado en mi decimoprimer cumpleaños, y que presidía el espacio como un faro preside el océano. Cada noche, antes de acostarme, encendía la luz anaranjada de su interior, permitiendo que el resplandor destilase por sus diminutas ventanas, y de esta manera poderla observar desde la cama para ahuyentar las pesadillas.

El devenir de los hechos apuntaban a que mi vida iba a estar, indudablemente, regida por los privilegios y los convencionalismos de una familia pudiente de la época: viviría mi presentación en sociedad con alegre entusiasmo, cogida del brazo de un apuesto acompañante, seguramente me matricularía en una prestigiosa universidad del centro del país, en la que conocería a ese elegante y rico Mister Right. Me casaría con él, precipitadamente, escondiendo mi incipiente barriga en cinta y daría a luz a un par de gemelos igual de educados, regios y bellos que su padre.

Las señales marcaban mi camino con flechas luminosas e intermitentes irremediablemente. Detrás de esa puerta, residía casi el cien por cien de posibilidades de que mi futuro fuera tal cual se esperaba. Sin menos florituras ni adornos. Tal cual, repleta de ostentación y opulencia. Sin embargo, la presencia de una segunda puerta, se había escapado a mi conocimiento y este porcentaje aplastante se desplomó virulentamente al uno, y terminó por dibujar una curva en picado en el gráfico de mi historia. Una línea igual que la de la bolsa de Wall Street a finales de los años veinte. Honestamente, puede que aún me frote las rodillas de vez en cuando, debido al dolor fantasma de aquella caída libre, de aquel repentino revés sorpresa que la vida tenía preparado para mí: para la pequeña Ally Storm, de doce años.

—¡Buenos días, América! Os saluda Bradley O'Donell. Es 31 de julio de 1956 y el sol brilla para los Estados Unidos que hoy tiene nuevo lema. —Tutti Frutti de Elvis Presley surgía de los amaderados e impolutos altavoces de mi radiodespertador, dándome un susto de muerte y provocando que mi cabeza chocara contra la viga de madera barnizada del tejado. La radio estaba programada, como cada mañana, para despertarme poco después del amanecer, a la misma hora. No obstante, el sueño de mi yo del pasado era profundo, dulce y despreocupado, por eso el sobresalto fue extraordinario.

Me levanté de la cama de un salto y abrí la ventana de par en par. El día lucía perfecto: ni una nube en el cielo, los pájaros graznaban y el verdor del césped brillaba bajo los primeros rayos de sol del estío. Alcancé mi uniforme escolar para la Escuela de Verano de Loch Lloyd y salí de la habitación aún tratando de entrar en la falda del colegio a trompicones, pues el hambre de primera hora me empujaba siempre a trotar hacia el primer piso, siguiendo el camino construido con el aroma de magdalenas recién horneadas y café recién hecho.

—¡Abuela! ¡Abuela! —La abuela solía sentarse en el mismo sofá de cuero del salón de mi casa. No muchas familias tenían televisión en los cincuenta, pero los Storm habíamos sido los primeros del barrio, y desde entonces mi abuela vivía pegada a ese cacharro de luces y voces. Todavía con la boca a rebosar y las manos pegajosas, me acerqué a su mejilla y le brindé un sonoro beso—. ¡Abuela, me he dormido! ¿Llamaron por la noche papá y mamá?

—Sí, pequeña, dime —respondió ella, llevándose el pulgar a la lengua y rascando después la comisura de mis labios—. Estás llenita de magdalenas...

—¡Abuela! —me quejé apartándome y pasándome la mano por la boca para limpiar su saliva—. ¡Y qué, qué! ¡¿Qué te han dicho?! —exclamé después, saltando alrededor del salón. Quería conocer cada detalle de la llamada. ¡Quería, no! ¡Debía!

—Salen del aeropuerto de Los Ángeles a las nueve de la mañana. Así que podrás verlos mañana por la mañana —aclaró con una sonrisa amable—. Y ahora ve a desayunar, anda pequeña, o llegarás tarde a la escuela de verano.

—Abuela... ya no soy tan pequeña... —protesté, mirando de reojo al tejado mientras balanceaba mi pierna derecha.

—Para mí, siempre vas a ser mi pequeña. Acostúmbrate Ally. Acostúmbrate —advirtió con abrumadora seguridad en el tono de voz—. Anda, anda, venga —urgió haciendo un aspaviento con la mano—. A clase. Que la Señorita Dunn estará deseando que le muestres tus nuevas ideas para la feria benéfica de septiembre.

—¡Qué bien, abuela! —besé a la abuela de nuevo, esta vez en la frente y salí disparada por la puerta del salón—. ¡Por fin vuelven! ¡Por fin vuelven! ¿Crees que nos dará tiempo a ir de vacaciones el resto del verano?

—¡¡Te veo después de clase!! —gritó desde el otro lado.

Subí a mi habitación dando zancadas, acariciando con la palma de la mano la baranda barroca de madera tallada, mientras trepaba los escalones de dos en dos. Una vez arriba, recogí los materiales que necesitaba para la escuela de verano. También me agaché para buscar a tientas, bajo la cama, mi cuaderno escondido a buen recaudo, donde guardaba todas mis ideas para la feria de septiembre, pero también algunas frases dichas por personas que me atrapaban e iba apuntando para no olvidar. Había recopilado frases de mi abuela, de mi padre, de la Señorita Dunn, de la Señora Joyce, Bradley O'Donell: el hombre de la radio... Además de las frases, había ido apuntando y tachando todos los días que me quedaban para volver a ver a mis padres.

Abrí el diario, y ahí estaba, solo quedaba un día. Un solo día más. Estaba tan eufórica y contenta que tardé en llegar al patio de la escuela diez minutos menos de lo que normalmente tardaba en llegar. Papá y mamá habían estado fuera varias semanas.

Ambos se habían esforzado mucho para crear y dirigir sus propios negocios y trabajaban con empeño en ellos. Cuidaban de sus empleos como a unos segundos hijos, pero nunca se olvidaron de mí. Nunca fueron de esa clase de padres que se olvidan de su hija a causa del trabajo. Eran mis héroes. No solo mi padre, mi madre estaba tan empapada del frenesí profesional como él. Asistían a comidas, fiestas o reuniones constantemente. Siempre juntos. Formaban un equipo inseparable, invencible a mis ojos.

Aquel mismo fue el motivo principal por el cual yo había terminado aquel caluroso verano en el programa especial del colegio: un viaje a la costa oeste. Un viaje que, para mí, terminó irrevocable y súbitamente con la presencia de ese número en mi diario. Ese último número del calendario remarcado y pintarrajeado. Ese número que jamás llegué a tachar y que todavía hoy dibujo con perfecta precisión en mis recuerdos. Solo, desvestido, yaciendo abandonado junto al resto de números tapados con una cruz, símbolo de la promesa de reencontrarme con ellos tarde o temprano.

—¡Señorita Dunn, espere! ¡No cierre la puerta, que llego tarde!

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https://youtu.be/YW2M9dNBECw

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