Cruce de caminos

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—¡Bendiciones, Nathanael!

En retrospectiva, debo confesar que mi caída siempre fue un asunto personal. Estaba predeterminada a suceder. Si no por Lucifer, por el hecho de que mi paciencia para con algunos entes celestiales estaba llegando al borde. Tal era el caso de Sachael. El ángel, independiente de las condiciones, encontraba la forma de inflamar mi paciencia. De ser humano, sería una de esas personas de disposición positiva al punto de la toxicidad. No. No tenía el interés de parlotear en el espacio entre las fidelidades y las misericordias. Pero eso no iba a detenerlo. Sachael no entendía que no todos tenemos la inclinación a ser sociables.

—Bendiciones —contesté a regañadientes, sabiendo que evitarlo era imposible.

—Adivina... —continuó con su parloteo, taladrando en mi cabeza.

—La adivinación está prohibida —respondí cortante—, pero solo conseguí que lo interpretara como una muestra de humor y se sintiera más dispuesto a conversar.

—¡Ja! Cierto. Es un decir muy humano. Cosas que se nos hacen costumbre, por exposición. A ti te debe pasar también, ¿o no? Supongo que los arcángeles son un poco más reservados. Yo no puedo evitar empaparme del diario. Es parte de mi encomienda.

En ese entonces existía un decir en el cielo: "Existen los caídos, las potestades, los guardianes y entonces, queda Sachael, porque al final del día, a todos les hace falta un trago."

¿Les extraña? Les aseguro que el cielo siempre ha tenido un barman. En esos días, Sachael estaba solo, asignado a un lugar remoto en el desierto, donde, bajo una carpa, servía vino a los humanos que hacían de esos caminos parte de sus vidas. ¿El propósito? Mantener algún tipo de equilibrio ante los avances del infierno. Aparentemente, los humanos encontraban su conversación más agradable de lo que me resultaba a mí, y, sentados en el suelo de su tienda, gustaban de tomar vino agrio y expiar sus pecados entre confesiones de copas.

Un método poco ortodoxo, pero ya saben, caminos misteriosos y todas las consecuentes idiosincrasias...

—En fin, —Sachael no tenía la intención de dar la conversación por terminada—, solo pasaba por aquí a invitarte a hacer una parada en la tienda. —Sus ojos grises no sabían en dónde posarse, delatando nervios. Tenía razón, sus reacciones eran penosas y humanas, lo que me invitó a imponer. Siempre me sentí en buen humor al momento de crear desasosiego en los demás.

—Si necesitas compañía, solo dilo. Podría hacer una excepción por ti, pero no sin antes recordarte que mi interés devenga de que eres una criatura única entre los ángeles. —Su rostro se iluminó y encontré ese preciado momento que buscaba—. Eres patético, Sachael. Un ángel sin lugar, una nota al calce en el diario del relojero. ¿Mantener el balance? ¿En realidad crees que le importa cuando ha permitido que la creación tome su propio camino? ¿Crees que tiene algún peso tu influencia? ¿Qué provees en lo que se refiere a la constante batalla entre el bien y el mal? ¿Un trago? ¿Un alma extraviada que de vez en cuando hace regocijar al cielo?

¿Alguna vez han sentido la urgencia de pegar el puño contra la pared, a sabiendas de que van a destrozar sus nudillos? De incontables ángeles en la ciudad eterna, decidí tratar de bajar la autoestima del que fue diseñado para ser tan optimista como para que su amor por continuar una conversación raye en el masoquismo. Se detuvo por unos segundos, reconsiderando lo que inicialmente venía a decirme.

—Sé que estoy por debajo de tu estación, y a veces mi energía se puede confundir con atrevimiento, pero insisto... —A pesar de que su voz se convirtió en casi un susurro, fue su momento más valiente—. La soledad no es buena consejera. No cuando carece de propósito. ¿Yo? Fui creado para estar solo, puedo arreglármelas en medio de la nada con un odre de vino por compañía. Eventualmente, alguien llega a mi puerta y ese instante de compañía es suficiente. Pero tú, Nathanael. Te he visto caminar en el cielo de la misma manera como te mueves en el desierto. Separado de todos, envuelto en tus pensamientos, a veces tan distraído que todo lo que llevas en tu cabeza se hace evidente.

—¿Qué quieres decir? —Demandé mientras sentía un amago de violencia, la respiración se me hizo errática, quise pegarle, destrozar su rostro contra el borde de esas aceras doradas. Me sentí descubierto de una traición que apenas estaba considerando. Maldito entrometido.

—No son tuyas, ellas no son tuyas. He visto cómo tratas a Galya, la bruja de los caminos del sur. Me recuerda una historia peligrosa que hemos escuchado otras veces. Y ya sabes cómo las historias suelen repetirse. El relojero, después de todo, ama las construcciones cíclicas...

Iba a descargar mi furia en palabras cuando, ese llamado ineludible que nos llevaba de vuelta a la tierra, disolvió todo lo que tenía que decir. En un instante, nos encontramos en medio de un camino de tierra y polvo, bajo el sol del desierto, envueltos en una piel ajena. Su camino lo llevó a la tienda donde se daba por bien servido esperando algún cliente. El mío, me llevaría justo a la perdición.

***

Galya.

Su nombre hacía eco en mi cabeza, deteriorando la razón. Galya era mi gran orgullo, mi proyecto. Aquello para lo que determiné el cielo me había creado. Era mi sagrado deber proteger a la primera de las brujas.

Bajo mi cuidado, llegó a la edad de dieciocho años, lo que supuso un logro en un ambiente inhóspito, azotado por la enfermedad y el hambre.

La primera vez que puse mis ojos sobre ella, no era más que una muñequita de trapo, una chiquilla abandonada con escasos cuatro años de edad. ¿El motivo del abandono? Su madre murió de una afección desconocida y los habitantes de la remota villa no tardaron en señalar las diferencias en su hija como marca de una maldición. Su cabello castaño rojizo y sus cejas pobladas, enmarcando unos ojos de suave color avellana, fueron suficientes para condenarla.

Hasta ese entonces, no había sentido necesidad de presentarme ante nadie con una forma corpórea. Escogí ser el eco de ella, solo para demostrarles a los miserables humanos un verdadero motivo para el temor.

Mi cabello pasó a ser rojo y mi piel, extremadamente pálida, acompañada de los ojos destellantes en plata que marcan a los ángeles.

El hombre que me recibió en la tienda que servía de hogar a la pequeña no preguntó mucho. Debo suponer que el parecido creado le convenció de que era tal vez su padre. Pero, padre o extraño, librarse de una boca más que alimentar pareció una bienvenida oportunidad.

—Tú, levántate. Este hombre ha venido por ti. Será tu señor desde ahora, y harás por él lo que desee. —Se refirió a la niña sin adjudicarle una pizca de humanidad. Al voltearse, listo, con una sonrisa en sus labios, no fue difícil adivinar que estaba gestionando un precio.

—No pienso pagar. Dijiste que era mía. Honra tu oferta.

—Por... su...puesto. —El hombre de la tienda contestó, al descubrir algo en mi mirada que reconoció como más que humano, ese sentimiento inquietante que se aferra a aquellos que sospechan que la persona frente a ellos solo muestra una máscara—. La caridad que pudimos hacerle a esta criatura es el pago en sí mismo. Ella está en salud y perfecta condición. Empeñamos nuestra vida en ello, a pesar de las faltas de su madre.

La empujó hacia mis brazos. Levantarla no fue difícil. Temblaba, pero era imposible determinar si se trataba de la noche del desierto colándose entre sus harapos raídos o de algún terror oculto, así que pregunté.

—¿Qué deseas como premio a tus benefactores, Galya? A este hombre que ha sido tu padre, a su mujer, tan piadosa que no ha salido a ver sobre tu suerte, a sus hijos, quienes hasta ahora has llamado hermanos.

Cada una de mis palabras forzaban una confesión en el hombre, cuyos labios comenzaron a temblar, buscando palabras. La chiquilla no tardó en responder, segura, entre mis brazos.

—Que sus días sean largos en la tierra.

Como arcángel nunca fue parcial al afecto, como demonio, solo respondo a lo que las inclinaciones de la piel. Pero en ese instante, sentí que era de importancia imitar gestos que son comunes entre humanos. Deposité un suave beso en la coronilla de su cabeza y le dije:

—Gracias.

Las palabras de Galya carecían de malicia. Era tan pequeña e inocente como para desconocer maldad y falta. Sus cortos años daban por bienvenido el abuso y el desprecio, con tal de sentir la seguridad de un techo, o llevarse a la boca un pedazo de pan. Esa inocencia era incapaz de concebir lo que un ente angelical podía hacer de sus palabras. La pequeña hija del principio se recostó contra mi pecho, cayendo presa del más profundo sueño, mientras mis labios devolvían al hombre, palabra por palabra, la bendición que ella había propuesto, convertida en un ejercicio de mi voluntad.

Caminos misteriosos y todo lo demás. Regalé al hombre de la tienda días largos sobre la tierra, tal y como ella lo pidió.

Galya no tuvo que escuchar sus gritos, o ver como cada gota de agua en su cuerpo, y el de su indolente familia se fue vaciando en sudor sobre la arena. No escuchó el ruido frío y seco de sus órganos internos, canibalizándose antes de sucumbir a la deshidratación total, y más allá.

Cuando la brisa de la mañana se convirtió en el estruendo de una tormenta de arena y no hubo manos para asegurar la tienda, las telas de la vivienda volaron, dejando al descubierto cuatro pilares de sal, los cuales marcarían el peso de mis palabras por siglos, antes de desaparecer.

Obras y caminos misteriosos para mí nunca fueron más que el arte de tergiversar las palabras.

Y no, no estoy contando la historia de mi protegida para ganar simpatía. Quedan, después de todo, vueltas de página y entre la noche en que decidí llevarla conmigo y su traición. Hay un mundo de historias que contar. Nunca fui un buen ángel, eso es seguro.

Pero voy a darles más que evidencia para probar que siempre he sido el mejor de los demonios.

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