La bruja de rojo y el hombre de negro

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—Nicholas...

Rodé sobre mi espalda para depositar un suave beso en su hombro.

—Apenas está amaneciendo, Sylvie. Descansa.

No recuerdo haber visto en ella algo que no fuera la manifestación de su belleza, aun cuando estaba frágil y consumida por la angustia. Desde que volví de París, aquella noche en que me metí en los sueños de Edith y terminé confesando al ángel asuntos que eran solo de mi incumbencia, la estaba viendo más decaída.

Los días del juicio de Tomas se hicieron demasiado cortos, y su sentencia no se hizo esperar.

—¿Cómo pretendes que duerma? Hoy a las doce ejecutan a mi hermano. A las doce. Los veranos en Florencia son para dejar el sol avivar la piel, para sentarse a las orillas del Arno a observar los estorninos, y tratar de descifrar el secreto de su danza. Son para platicar hasta después de la media noche y caminar, arrullados por la brisa entre la pasa del Duomo y cualquiera que sea nuestro destino. Y hoy, a las doce, el cuello de mi hermano se encuentra con la horca o con la espada, dependiendo de qué tan ansiosa de sangre se presente la giustizia cieca. Dime, Rashard, ¿cómo es que puedo, si quiero, ahogar a Florencia en una tormenta, y no puedo evitar la muerte de mi hermano?

En esos días, su poder estaba llegando a la parte plena de su manifestación. Su voluntad se reflejaba en el ir y venir de la naturaleza. Tanto así que un simple paseo por la ciudad se estaba convirtiendo en algo peligroso y desafiante.

El día que se leyó la sentencia de Tomas, Sylvie abandonó el edificio de la jurisprudencia entre lágrimas, y más de uno notó que sus ánimos hicieron que el cielo se encapotara en gris y que cada paso suyo en las escalinatas se transformara en un eco de trueno y relámpagos en la distancia. Desde ese día la mantuve en casa, conmigo, entre las cuatro paredes del apartamento del Ponte Vecchio, incluso cumplí con su deseo de volver a ver a Edith. Después de todo, Tomas ya había sido ajusticiado. Sus planes de usar el poder de convocatoria de la muchachita para persuadir al juez no tenían lugar.

—Sabes perfectamente por qué no puedo interferir para salvarlo. La desgracia de tu hermano pasó en el mundo real. Mis poderes están ligados al mundo de lo invisible, a lo que puede conseguirse tras bastidores y los tuyos, de manifestarse de una forma más ofensiva, te ganarían persecución y muerte.

La cargué entre mis brazos fuera de la cama hasta el baño, acomodé su cuerpo desnudo en agua tibia y pétalos de rosa.

—Beppa e Edith llegaron anoche, mientras dormías. Refréscate y baja a desayunar. Si insistes en ver a tu hermano, hazlo como Sylvana Devereaux, la mujer más hermosa de Florencia.

***

Desayunamos en silencio.

Edith, quien en los pasados tres meses se presentaba llena de energía, hablando de cuanto tema, no levantó la vista del plato. Apenas si cruzó miradas con Sylvie un par de veces. De vez en cuando, mi atención se despegaba de Sylvana para concentrarme en ella. Su corazón latía a una velocidad exorbitante. No me extrañó cuando, al terminar a la mesa, comenzó a llorar y prendiéndose del brazo de su tía, rogó que la excusaran.

—Sylvie, Sylvie, por favor, no me obligues a ir a la piazza. Nunca he visto a un hombre morir, no en la guillotina, o de otra manera. Tengo miedo, Sylvie. Quería ser fuerte, para ti, pero, no me atrevo.

—No hay otra razón para tu presencia aquí. Si ese era tu sentir, debiste haber rechazado la oferta de viajar desde Francia. —Después de lidiar con Sylvana por días, mi paciencia con el llanto estaba llegando al límite.

—Nadie ha de obligarte a hacer lo que no quieres, ni siquiera Nick. —Sylvie acarició la cara de la chiquilla, limpiando sus lágrimas y acomodando su cabello—. Espero que no te moleste ayudarme a vestir. ¿Trajiste lo que te pedí del palazzo?

Oui, Sylvie.

—Sylvana. —Extendí la mano para tocar su muñeca. Era lo más cercano a una disculpa. Ella lo entendió de esa manera, y, dejando de lado a la chiquilla, concentró su atención en mí.

—Voy a subir esas escaleras, y cuando baje, seré Sylvana Devereaux, la bruja que rechazó al cielo, y la mujer más hermosa de Florencia. Estas son mis últimas lágrimas.

Esperé en la antesala, mientras el piso de Ponte Vecchio se llenaba con el eco de su voz. Tal como lo prometió, exorcizó su tristeza en notas que, entre instantes, silenciaron a la naturaleza misma.

Al bajar las escaleras, me dejó sin aliento. Vestía un traje rojo con una capa del mismo color que cubría su rostro. Su maquillaje la hacía ver como a una estatua de mármol pulido, su rostro se hacía más pálido, resguardado por el tono oscuro de su cabello suelto, entre cuya hebra se trenzaban finos hilos dorados. Sus labios, delineados más gruesos que de costumbre, eran del mismo tono carmesí que sus ropas. Llevaba consigo una canasta de pétalos blancos recién cortados, listos para esparcirlos tras de sí con cada paso que diera entre la casa y la plaza de la Signoria.

Nunca se vio más hermosa que en ese instante.

—La bruja del pacto pide que el hombre de negro la lleve de la mano a sellar el destino de Tomas Devereaux.

Todo quedó atrás en ese instante. Solo existía ella. Cuando mi mano tocó la suya, transformé mi apariencia a su voluntad. Ella de rojo, y yo de negro; colores que debieron haber sido invertidos, pues la muerte de Tomas para mí no era un duelo, era un hito que provocaba gran júbilo. Cualquier trazo de la magia que él protegía con su cuerpo que quedara atado por el sello angelical, se devolvería sobre Sylvie, aumentando su poder. Podía sentir la energía, como un zumbido en el aire.

¿Qué puedo decir?

Era un hermoso día de verano, como esos que se presentan en cadena entre julio y agosto, donde las nubes no se atreven a interrumpir el sol. La piazza de la Signoria estaba atestada de gente. Si para París las ejecuciones eran asunto del diario, en Florencia se veían pocas y eso las hacía acontecimientos en los que los italianos no sabían qué hacer, así que, se dedicaban al ritual del diario.

La piazza era un espectáculo de contradicciones. En las afueras, la vida continuaba al mismo ritmo. Los mercaderes aprovecharon el flujo anormal de gente la tarde de un martes para vender el doble de oro, plata y cuero. Las mujeres cuchicheaban en grupos selectos, discutiendo las ventajas y desventajas de ir a la misa antes o después de la ejecución. Los hombres tenían la vista en la mujer que llevaba de mi brazo.

El campanario del Duomo no marcó las doce, lo hizo una marcha militar compuesta por tambores y trompetas. Sylvie entrelazo sus dedos con los míos, sin otra señal de reconocimiento a lo que estaba por suceder.

Se puede decir mucho sobre los italianos, pero por más que París trate de imponerse, sin lugar a dudas son los dueños del estilo. Tomas Devereaux parecía un príncipe entre los hombres. Se encargaron de que llevara ropas de brocado fino, el cabello perfecto, la apariencia más noble. Su muerte sería una lección para la sociedad florentina: nadie escapa de la justicia.

Sus ojos vacíos no se movieron para ver a su hermana, tampoco se llenaron de horror al posarse sobre la plataforma de ejecución. Seguía siendo el pozo de oscuridad y silencio en que se convirtió desde el momento en que el puñal en su mano dibujó una segunda sonrisa aberrante de oreja a oreja en su esposa. Se mantuvo en silencio, parada frente al hombre que leería su sentencia.

—El tribunal de la excelentísima ciudad de Florencia, con la venia del gran príncipe Gian Giastone di Medici declara: Tomas Devereaux, nativo de Italia y residente de Florencia, ha sido encontrado culpable con evidencia contundente del asesinato de su esposa, Giovanna Devereaux y del comerciante Lorenzo Ferracane. La condena es muerte, y, dado que el acusado se ha negado a confesar sus pecados delante de Dios, el tribunal conviene que, en lugar de muerte a espada, cuelgue de la horca hasta que su vida termine, a razón de que, a la puerta de la muerte, tenga oportunidad de arrepentimiento.

Si Sylvana no hubiese estado junto a mí, mis carcajadas hubiesen hecho eco en la piazza. ¡Viva la misericordia! Pongamos al cielo de excusa para poder disfrutar de una muerte que le robará la dignidad a un infeliz. ¿Alguna vez han visto morir a alguien en una galera? Solo tengo una cosa que decir. Pantalones blancos no son buena opción.

Tomas continuaba como un monigote, mientras el verdugo colgaba la cuerda. Todo iba a pedir de boca y de repente, Sylvie hizo algo impensable para el momento. Dejó caer el cesto. Las pocas flores blancas que quedaban cayeron como copos marchitos a nuestros pies. Se abalanzó sobre mí, juntando sus labios con los míos en un beso desesperado.

La mitad de la audiencia en la plaza comenzó a murmurar sobre lo que estaba pasando entre nosotros; la otra mitad, se concentró en el revuelo cercano al patíbulo.

No me dio tiempo de reaccionar. Sylvana separó su rostro del mío para dejarme ver las lágrimas rojas que se deslizaban de sus ojos dorados.

—Te mentí, con la esperanza de descubrir que tú no me has mentido. Lo sabremos desde la encrucijada.

Lo último que alcancé a ver fue el revuelo de aquellos que estaban al lado de la galera cuando un hombre vestido de blanco levantó a una pequeña que corrió hacia Tomas Devereaux, plantando sus manos abiertas entre el pecho y la espalda del condenado.

Edith Deveraux y su poder de convocatoria, hicieron reaccionar a Tomas por primera vez en casi un año.

—¡Escúchame, Tomas Devereaux! Estás a las puertas del infierno, y el diablo te muestra misericordia. ¡Confiesa!

Desgraciada mocosa. Desgraciado Lucifer que la ayudó a subir al patíbulo. Tomas Devereaux comenzó a hablar, mientras Sylvie me obligaba a perderme en la encrucijada.

Aquí les dejo una de las fotos menos feas que he sacado en mi vida: la piazza della Signoria

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