La sangre es más espesa que el agua

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Sylvana estuvo a punto de ser arrancada de brazos de su hermano por un guardia de la ciudad. No permití que el hombre la tocara. Tomas fue atado, con las manos tras su espalda. En ningún momento dio indicio de saber lo que estaba pasando.

—Ven adentro, Sylvie. Las autoridades se encargarán de los cuerpos, no hay nada que podamos hacer aquí, o por tu hermano, hasta que sea procesado.

—Tomas —dijo con firmeza—. No es solo mi hermano, es parte de mí, Nick.

Tuve que contener el impulso de decir: «Te equivocas, querida, ya no». Ese arranque de voluntad era indicativo de que la esencia que guardaba su hermano había sido absorbida por ella. El sello estaba roto y Sylvie, a pesar de ignorarlo, comenzaba a ascender de manera completa.

Cuando entramos a la casa, la servidumbre nos siguió con la mirada en silencio. Todos sabían lo sucedido en el jardín, y en cuestión de minutos, para cuando se preparara el café de las tres, también estarían al tanto de lo transcurrido la noche anterior en la alcoba. No valía la pena disimular.

—Vamos a la biblioteca —sugerí, el tono dejó entender que no me interesaba ser interrumpido.

—Hace casi tres años que no cruzamos palabra con nuestra madre —Sylvie, todavía en su bata de casa, se sentó tras la silla en la que su hermano se desplomó la noche anterior. Estaba demostrando tener más agallas que Tomas. No pude evitar sonreír—. Ella dejó claro que nuestra vida no era de su interés. Si vamos a escribir a Roma, que sea a algún defensor que pueda ver por Tomas. Pero necesitamos contactar a Cesare.

Cesare. El tercer Devereaux, radicado en París. No hacían falta piezas nuevas en el tablero, pero tenía que convencerla de manera sutil.

—¿Qué puede hacer tu hermano mayor que no podamos hacer nosotros?

—Usar su nombre, ¡usar el peso de los Leclair!

Por un instante, ambos nos transportamos a la encrucijada. La inestabilidad emocional de Sylvie estaba haciendo que el velo se tornara fácil de traspasar. La acción no fue del todo voluntaria y el temor la hizo volver a mis brazos. Mientras besaba la coronilla de su cabeza, empecé a fijarme en los detalles que para ella no eran importantes en ese momento.

Cuatro caminos, uno se situaba en Florencia, otro se extendía hasta Roma, el camino a Francia quedaba a nuestras espaldas y otro aparecía bloqueado por una intensa bruma. ¿Qué se podía interpretar? Nada por mi parte. Solo podía ver las cosas que eran claras para ella. Eso no me iba a impedir convencerla de hacer mi voluntad. Si por su mente estaba pasando ir a París, no era recomendable. El ángel de La Escalera estaba atado a esa ciudad, pero una vez Sylvie pusiera un pie allí, Sage se daría entrada en su vida.

—Quieres a tu hermano, tendrás a tu hermano. Si me permites aconsejarte, escríbele. Salir de Florencia en estos instantes no es aconsejable. Si buscas... buscamos ayudar a Tomas de alguna manera, no podemos evadir la presión social.

—Hablando de presión social —inhaló fuerte y buscó evitar suspirar. La vergüenza la estaba alcanzando—. Las mujeres que estuvieron aquí anoche, deben estar todavía en la ciudad. Hay que...

—Hay que evitar su salida a cualquier costo. Lo que aprendieron entre sábanas ayer, puede ser utilizado a favor de Tomas.

Sylvie levantó la mirada para encontrarse con la mía. Su rostro era un cuadro de sufrimiento. En menos de veinticuatro horas, su mundo se vino abajo y pasó de vivir en el escogido anonimato a tomar parte de todas aquellas pequeñas actividades que odiaba. Mientras la consolaba, diciendo lo que quería escuchar, no pude evitar ver que sus ojos castaños comenzaron a mostrar finos destellos dorados.

Ojos dorados y lágrimas de sangre son la marca de una bruja de poder indiscutible.

Desde ese día, la convencí de que pasara más tiempo en la encrucijada. Le dije que era la mejor manera de ocultarse del mundo, de tener un espacio solo para sus pensamientos, de buscar una salida.

—¿Qué quieres para Tomas? —pregunté, mientras acomodaba su cabello, que todavía llevaba la impresión de cama.

—Justicia. Mi hermano está desquiciado, sin duda. ¿Lo viste? Cuando despierte a la realidad, va a querer morir, junto con Giovanna.

—La justicia es relativa, amor. Si Giovanna fuera tu hermana, estarías pidiendo la cabeza de Tomas. Y créeme, por virtud de su casa y de su nobleza, habrá quienes luchen por verlo en la galera o en la tarima de ejecución.

La verdad no le restó a lo cruel, los besos en la coronilla de su cabeza no trajeron remedio a su angustia. Yo solo estaba haciendo mi trabajo.

—Quiero que se haga mi voluntad, entonces —dijo con voz resoluta, cerrando sus puños.

Mi buena chica. Mi bruja hermosa.

***

Pasaron varias semanas antes de que pudiéramos saber de Tomas, y un par de meses antes de que Cesare Devereaux volviera de Francia. Los Marchetti, la familia de Giovanna, se unieron a los Ferracane para exigir entrar en posesión de todo aquello que dejó Tomas Devereaux al ser condenado a esperar por su juicio en una celda. Estábamos luchando en dos frentes.

—Voy a perder todo, pero lo que más duele es perder a mi hermano.

Sylvie se encontraba en la encrucijada, sentada en el encuentro de cuatro caminos, donde sus ropas podían ser siempre oscuras y su rostro limpio de rubor. Sin importar en qué lugar estuviera, o lo que me tocaba hacer, el momento en que mi bruja cruzaba el velo entre lo visible y lo invisible, me veía obligado a estar con ella.

He tenido obsesiones en esta eternidad, algunas tan fuertes que abrieron las puertas a mi derrota, pero nunca una como ella.

—Todo a su momento —le dije mientras enroscaba mi brazo en su cintura—. Por ahora, si vas a perder la cabeza por algo, hazlo conmigo. Déjame llevarte a conseguir lo que deseas.

Ella quería algo sencillo: el regreso de su hermano. Yo necesitaba la energía caótica que generaba en medio de su desesperación, para hacerla más fuerte. Pero también necesitaba saber hasta dónde llevarla, porque fue la primera muñeca que no quise romper.

—¿Confías en mí, Sylvie?

La encrucijada es el reflejo de quien la controla y ella era tan transparente que con solo sentarse a mirar a lo lejos en esos caminos podía presentir las traiciones. Necesitaba escuchar de sus labios que todavía creía en mí.

—Confío en ti, con mi cuerpo y con mi alma, pero no puedo evitar pensar, Nick, que la ausencia de mi hermano es ventajosa para ti. Tengo la esperanza de que aprendas a amar. He visto el ángel en ti cuando más lo he necesitado, pero también entiendo que eres una criatura de oportunidades. ¡Cómo quisiera amarte sin obligarme a tener los ojos abiertos todo el tiempo!

—Sabes que no puedo mentir, Sylvie.

—Me consta.

—Entonces, entiende lo siguiente: Juro que, si tuviera una semblanza de alma, la empeñaría por ti. Lucharé por protegerte de cualquier daño, incluso el que yo pueda causarte.

»No existe una línea que no esté dispuesto a cruzar, no estoy por debajo de cometer el acto más deplorable, si eso significara alargar tus años.

»No hay ángel, demonio o mortal que pueda interferir en el plan de mantenerte a mi lado. No eres la última, pero serás por siempre la única.

Me dijo que, para amarme, debía tener los ojos abiertos, cuando, en realidad, prefería ignorar lo evidente. ¿Cómo lo sé? Nunca me preguntó de forma directa si tuve influencia sobre los pensamientos y las acciones de su hermano.

Mientras lloraba en mis brazos, sus lágrimas se tornaron color carmesí, manchando el blanco de mi camisa. Ojos dorados, en una tonalidad que despertaría la envidia entre ángeles y demonios, se alzaron para verme. Sus labios buscaron los míos, y tras un beso profundo que prometió más que lo dicho en palabras, comencé a utilizarla una vez más.

—Llora, Sylvana, llora sobre Florencia. Que las lágrimas que bajan por tus mejillas se conviertan en caudales de sangre. Sella con cada sollozo el destino de esta ciudad que enloqueció a tu hermano, y que busca lanzarte al anonimato, sin parte, ni suerte en tu destino.

Esa noche, el engranaje del tiempo comenzó a marcar el día y la hora de la caída de Florencia en manos francesas. Pasarían décadas antes de que lo jurado entre lágrimas se cumpliera, pero su dolor cambió el rumbo de la historia. Tal es el poder de una bruja en control de los cuatro caminos.

El cielo y el infierno se estremecieron ante su clamor. Los ángeles, a quienes se les permite ver el futuro, fueron testigos, los demonios sintieron el canto por misericordia en el corazón del averno. Sylvie Devereaux, la protegida, se convirtió en el heraldo de sangre y muerte para todo un continente y el nombre de Nick Rashard comenzó a rondar los círculos del infierno.

Fue mi mejor, y mi peor momento, No olvidemos que Lucifer es tan celoso con lo que ha obtenido, como el relojero lo es con su creación. Pero ya habrá tiempo para esa historia...

—Alguien, en la puerta. —Sylvana salió de su trance al mismo tiempo que yo también sentí un llamado ineludible.

—Salgamos de aquí —le dije. A pesar de que podía entrar al mundo visible a mi antojo, no quise hacerlo sin ella. La necesitaba para enfrentar lo que recién se asomaba a nuestra puerta. Era sangre, llamando sangre, sin lugar a dudas...

***

—¡Por el amor de Dios! ¿Dónde han estado? —Muy pocas veces el ama de llaves elevaba su voz con autoridad, tratándonos como a un par de niños.

—¿Cuál es la razón del escándalo, donna Beppa? —La mujer se detuvo frente a ambos, sin entender por qué parecíamos tan casuales.

—Disculpen, signore Rashard, cara niña Sylvie, pero hace dos días que no se les ve. Y ahora aparecen aquí en el jardín como si se tratara de un par de espantos. Hay solo unos cuantos sustos que mi edad puede soportar. Pero sé mejor que discutir. Me alegra que estén de vuelta. El signore Cesare llegó ayer y estamos faltos de excusas para explicar su ausencia.

—¿Mi hermano llegó? ¿Dónde está? —Sylvie miró a la mujer y luego se volvió para regalarme una sonrisa radiante—. ¡Vamos Nick! No le hagamos esperar.

—Si tu hermano pregunta dónde estábamos, voy a tener que callar, así que calma el ánimo e inventa una buena excusa —le recordé, una vez estuvimos alejados del ama de llaves.

—No hay problema. Diré que estaba en un retiro y que recién me fuiste a buscar. Cierra tu saco, tu camisa está manchada de sangre. No puedo creer que pasaran dos días en la encrucijada. Se sintió como un respirar.

Dos días, una revolución en el futuro, la ascensión de un megalómano francés que eventualmente aprisionaría a Florencia; todo en un abrir y cerrar de ojos, con el cielo y el infierno como testigos...

—Sylvie, ¡mírate! Estás hermosa. Lamento no haber venido antes, para verte en mejores momentos.

Con treinta años de edad, Cesare Leclair-Devereaux era el retrato de su padre, al menos en el físico. Su disposición alegre y amor por las faldas y el vino lo llevaban lejos del temperamento del difunto Nathan. Francia no hizo otra cosa que ayudar a sus disposiciones libertinas. Nada de qué preocuparse.

—Cesare, quiero presentarte al ejecutor legal de mi estado. Un buen amigo de la familia, Nicholas Rashard.

Sylvie nos tomó a ambos de la mano, para llevarnos a obligar un saludo, deseosa de que el uno se entendiera con el otro, fue casi risible.

—Rashard. ¡Por Dios en el cielo! Su parecido con el padrino de nuestra abuela Adelaide es increíble. Las características de los hombres de su familia son fuertes, sin duda.

—Como lo son las de las mujeres Devereaux —contesté con una amplia sonrisa—. ¿A quién tenemos aquí?

Sylvie estaba concentrada en su hermano, pero mi interés se colgó de una de las personas que le acompañaban. Cesare decidió viajar con su servidumbre, cosa que no era extraña para la nobleza. Como tampoco se me hizo extraña la presencia de una amante escogida entre las mucamas.

La mujer no tenía la menor importancia. A estas alturas, ni esforzándome recordaría su nombre.
Lo único que parecía hacerla notable, era el hecho que llevaba unos once años al servicio de a Cesare, lo que la convertía en su amante designada, con la cual sostuvo una relación desde que llegó a Paris. Tal vez se mantuvieron juntos por tanto tiempo porque los unía algo más que la diversión.

Abrazada a la mujer, una muchachita de cabello un poco más claro de lo habitual, pero con inconfundibles ojos de expresivo castaño, parecía conocerme lo suficiente como para entender que, en mi presencia, la mejor alternativa era esconder su rostro.

—¿Cómo te llamas, muchacha? —pregunté, ignorando a todos los presentes excepto a Sylvie, a quien le tomó un segundo reconocer lo mismo que vi en la chiquilla.

—Edith —contestó nerviosa, mirando a su madre.

—Edith, ¿qué? —insistí.

—Solo Edith, Rashard. La hija de la costurera. —Cesare indicó sin dar espacio a que la conversación continuara.

—Bienvenida a casa. —Sylvie abrazo a la chica sin miramientos, dando a entender a todos que para ella la respuesta era simple. Apellido o no, estaba abrazando a Edith Devereaux.


La maldición desencadenada por Silvie, no es otra cosa que la inestabilidad de relaciones diplomáticas entre Italia y Francia, que comenzaron en algún momento a partir de los 1700s y tras la revolución francesa y el ascenso de Napoleon culminaron en la invasión y dominio de Florencia durante el imperio napoleónico.

La fuerza militar de Napoleón no sólo cobró un precio en sangre, tomó control de las iglesias, galerías, los principados de Florencia y otras, tantas importantes ciudades de la Toscana, saqueando piezas preciadas de arte, y riquezas que eventualmente fueron movidas al Louvre, donde muchas todavía se pueden encontrar.

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