propósitos de año nuevo

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La encontró tambaleándose al mismo ritmo lento que el péndulo del reloj que colgaba en la sala. El viento agitaba las hojas del ciprés y estas se golpeaban entre sí, creando tanto ruido que por poco opaca el rechinar de la soga atada al cuello de su abuela. Sabía que algo andaba mal, pues la vieja no podía morir sin ayuda sobrenatural.

Se vio a sí mismo hace dos semanas atrás, con el mismo traje que traía puesto, solo que bien planchado y limpio. En su mano sostenía una copa, listo para brindar. Escupió en el suelo.

—Tengo que aprovechar, porque esta es la última vez que tomo —le dijo a la señorita Bahamondes justo antes de que los invitados chocasen sus copas en el centro de la sala.

Dejó caer la botella de whisky vacía, y esta comenzó a rodar colina abajo desperdigando gotas de licor a su paso, Clemente había roto otro propósito de año nuevo.

Ese día, un poco antes de las doce, su abuela repartió trozos de papel perfumado, tan elegantes como ella, y les pidió a todos que escribieran sus metas y deseos. Lo dijo con una jovialidad inusual y con una sonrisa curvando sus labios, era raro verla perder así la compostura. Clemente sospechaba que Don Joaquín tenía algo que ver.

Levantó su vista con lentitud hasta el rostro desencajado de la abuela y en ese momento supo que la habían atacado sorpresivamente. Debajo de los ojos hundidos la piel había comenzado a descascararse y pronto se convertiría en ceniza desperdigada por el viento.

Debía apresurarse.

Clavó la pala en el suelo con un leve tambaleo, y luego la apretó con fuerza, tenía las manos polvorientas y las uñas partidas. Recordó cuando escribió su segundo propósito, entre risas, intentaba evadir la mirada curiosa de la señorita Bahamondes. Había sido en vano, ella fue más rápida y tomó el papel entre sus dedos enfundados en guantes blancos. Se rió en su cara, pero luego bailó con él toda la noche. Siempre había sido contradictoria.

Con perfecta caligrafía pidió que Emilia Bahamondes se enamorara de él. Ese había sido su primer propósito fallido, ella misma se lo confesó en la madrugada del primero de enero. Si tuviera que elegir entre quedarse ahí con él o morir, ella misma se quitaría la vida.

Bajó a la anciana del árbol sin esfuerzo, pues pesaba lo mismo que un saco de harina y tenía la misma consistencia. Su pelo gris se transformó en chispas doradas que cayeron sobre el pasto y Clemente tuvo que aplastarlas con su zapato.

Mientras cavaba la tumba se le escapó una carcajada perezosa, su actitud estaba transformada por el alcohol. Recordó con pesar su tercer deseo, tenía la vista clavada en lo que quedaba de la anciana, entonces la figura se hizo fuego y se desvaneció dentro del agujero. Clemente le arrojó tierra.

Sacó de su bolsillo el papel donde había escrito sus propósitos y leyó el tercero; pasar más tiempo con la abuela.

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