EPÍLOGO: EL PRINCIPIO DEL FIN

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Año 2011


Bebí un sorbo de té, sintiendo cómo el líquido me calentaba los labios y la garganta. Coloqué la taza sobre la mesa para ver a Victoria, que me observaba con mirada expectante.

—¿Te gustó? —preguntó ilusionada.

Me encontraba en el pequeño comedor de la casa de mi tía y abuela en París. Había aprovechado las vacaciones del semestre para venir a visitarlas.

—Sí, está delicioso, gracias —respondí.

Ella le dio un sorbo a su té, se aclaró la garganta y me vio con alegría.

—He estado leyendo tu libro, es fascinante, tienes una imaginación asombrosa —me comentó—. ¿Cuándo te surgió la idea de crear esa historia?

—Fue durante la secundaria.

Había transformado la trama de la chica que escribía sobre su propia vida —para determinar por qué deseaba terminar con ella— en una novela, la cual había pulido día y noche para brindarle un final digno; y después de tanto trabajo, estaba a punto de lograrlo. Esto me hacía sentir una rara mezcla de nostalgia y felicidad dentro de mi pecho.

—Oh, qué bien. Y, hablando de la secundaria, ¿qué tal todo con tus amigos de ahí?, ¿se han visto?

—No, no los he visto desde que me fui a la universidad —contesté, evitando a toda costa que se me quebrara la voz.

Experimenté una punzada en el corazón, pero disimulé.

—Oh, pero supongo que se han hablado por teléfono o se han mandado mensajes por correo electrónico.

—Claro, por supuesto que hemos estado comunicados —mentí.

No sabía nada de ellos desde hace tres años.

—¿Y tu novio?, ¿qué tal van las cosas?

—Todo bien, se fue a Estados Unidos a visitar a su familia.

Peter y yo seguíamos siendo pareja, ni el poderoso tiempo había conseguido separarnos. A veces nos veíamos los fines de semana o en las vacaciones.

—¿No tienes más ataques por la muerte de Sarah? —preguntó seriamente.

—No, ya no.

No supe si había respondido con la verdad o había mentido. Ella suspiró.

—Tu abuela todavía tardará un rato en llegar.

—¿Qué tienes en mente? —quise saber.

—Creo que tienes derecho a saber dónde se encuentra —contestó sin mirarme—. Ven, acompáñame —terminó, levantándose de la silla.

No hice más preguntas. La obedecí y salimos de la casa para marcharnos en su auto. Subí en él y me abroché el cinturón. Ella prendió el motor y arrancó para incorporarse al tráfico parisino.

Todo el trayecto intenté adivinar adónde me llevaba. Estaba demasiado ansiosa; movía mis dedos, escuchando el sonido que causaban contra la puerta, para sosegarme. En el instante que Victoria estacionó el vehículo, supe a qué lugar me había traído.

La gran reja metálica rechinó cuando la abrí; la aparté con mucho cuidado, ya que temí que se fuera a caer. Los barrotes tenían una textura fría, tan fría como el sitio al que me dirigía... Anduve entre la tierra húmeda, los árboles y las hojas caídas, mirando nombres y fechas en criptas. Yo sólo tenía la intención de encontrar un nombre y una fecha en específico.

Deambulé por un largo rato, hasta que una brisa pasó agitando las hojas de los árboles y alborotando mis cabellos; entonces me detuve. Vi el siguiente sepulcro: Ahí estaba la fecha que buscaba con el nombre correcto. Sentí que me hallaba otra vez en el principio. Todas las cosas buenas que habían ocurrido ya no eran relevantes. Lo único que importaba ahora es que me encontraba frente a mis culpas, frente a lo que yo había hecho, frente a la muerte, frente a la tumba de mi madre.

Por más que trates de huir, siempre regresaré a ti, Emily Anderson, se burló el pasado. En ese momento yo no lo sabía, sin embargo, mi alma ya estaba condenada.

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