Capítulo 13

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Motivada por el comentario del doctor Aranzazu en el hospital y la grabación que escuchó de la conducta del padre Loenzo, la oficial Eminda reunió a un grupo de agentes y oficiales del Departamento de Policía para darles instrucciones:

—Es bueno que comencemos a rezar. Nunca es tarde. Algún loco anda suelto, y por lo poco que sabemos, y lo que a nuestra ignorancia y juicio suponemos, es probable que tenga pactos con el diablo. Si es capaz de arrancar un feto de un vientre sin intervención quirúrgica ni parto vaginal, es demasiado probable que pueda extirparnos el corazón a cada uno sin que nos dé tiempo de colocarle las esposas. Así que, si esto les ocurre a ustedes o a uno de sus compañeros... no duden en disparar. Y no se hagan los valientes. No creo que un solitario tenga probabilidades de vivir si lo enfrenta.

—¿Cuál es la idea, oficial? —preguntó uno de los agentes.

—No se trata de un delito menor. Es hora de cambiar de estrategia así no nos guste. Hora de indagar por cada loco con antecedentes que se crea un Dios. Debemos averiguar los movimientos de los líderes de cada secta investigada en los últimos años. Cualquier relación que tengan con el robo de niños, el tráfico. Toda noticia de hechicería relacionada con mujeres gestantes. Busquen entre los casos de pactos con demonios acontecidos en las noches de Halloween y traten de hallar alguna relación. Investiguen a cada una de las mujeres que perdieron los fetos y a sus familiares; debemos conocer si alguno de ellos tiene nexos con brujos. Sus tardes libres, sus hobbies, creencias y antecedentes. Quiero saber si algún maldito pedófilo ha evolucionado en el menú. Si existe alguna relación con vampiros... Quiero que investiguen cualquier cosa que nos conduzca a alguna señal. Tenemos que darle cacería a ese malnacido.

—Por lo que veo, Jefe, tenemos trabajo para todo un año —comentó su compañero de apoyo en la investigación.

—No te emociones, Frank. Ese es el principio para esta semana. No perdamos tiempo que no es el hurto de una billetera. ¡Vamos! ¡Andando!

Luego del discurso y las tareas, se dispuso a ingresar a la oficina.

El teléfono repicó.

—¿Sí?

—Oficial Eminda, la busca el padre Milson —dijo la asistente.

—Ya se enteraron que no frecuento la iglesia —murmuró—. Hazlo pasar.

—Buen día oficial —saludó al entreabrir la puerta.

—Siga, padre. Tome asiento. ¿En qué puedo servirle?, ¿algún denuncio?, ¿robo en la casa cural?, ¿saqueo en la sacristía?, ¿hurto de vehículo?, ¿asalto con circunstancias agravantes?, ¿simple agresión?, ¿hurtaron las hostias de la semana?, ¿soborno?, ¿persecución?, ¿amenaza?, ¿difamación?, ¿traición o abandono cualquiera que sea?, ¿o la confesión de algún delito?

Luego de mirarla con la convicción de no haberse equivocado en su decisión, pudo usar la boca que quedó entreabierta después del saludo:

—¿Siempre es así de servicial o trata de impresionar, oficial?

—Si espera que le diga la verdad tendrá que ser en confesión, padre. Dígame: ¿En qué puedo servirle?

—Digamos que el asunto es... personal. Lo medité luego de escuchar las noticias de los fetos hurtados..., suena raro pero es el nombre más adecuado, y luego de enterarme de la reacción de mi amigo... el padre Loenzo, el que salió en las noticias... Trabajé con él diez años en la misma parroquia, y... bueno, quise venir a verla. Por lo que sé... es usted quien está encargada de la investigación. Y...

—Al grano padre que estoy de afán.

—Creo que podría ser de ayuda. En verdad... soy sacerdote emérito con treinta y cinco años de servicio eclesiástico, y dedico mi tiempo actual a investigar y apoyar en casos paranormales.

—Casos paranormales.... ¿Y cuánta experiencia tiene en el tema, padre?

—En teoría... llevo más de cinco años, con el último dedicado de tiempo completo. Por la jubilación...

—¿Y en la práctica? —preguntó.

—Digamos... que éste sería... mi primer caso.

—Con que un aficionado, ¡eh! Su primer caso... —repitió con lentitud la última parte.

—Bueno, no tan neófito que digamos. Por lo menos, sé hacer a la perfección lo que muchos desconocen en la casa y en el trabajo: «orar».

Lo manifestó en tono de súplica con encogimiento de hombros.

La oficial lo miró con picardía al intuir que se había enterado de su descuido espiritual. Después de un largo silencio cavilando preocupaciones y cerniendo las probabilidades de ayuda, manifestó:

—Creo que no le alcanzará el tiempo para más eucaristías, padre; ya tuvo suficientes. Es bueno que conozca a la primera de las víctimas del robo. Vamos.

Se levantó, tomó el bolso, el abrigo y se dirigió hacia el parqueadero. El padre Milson la siguió como un párvulo detrás de un dulce. Irían a la casa de Analé donde se encontraba Légore.

Durante el camino convirtió en villancico un cántico religioso que susurró el entusiasmo de su nueva profesión: «Investigador de asuntos paranormales en el ámbito religioso». Desconocía el motivo, pero ese fue el cargo que revoloteó en su cerebro. Después del villancico improvisado, lo repitió mentalmente siete veces para no olvidarlo.

La oficial Eminda lo disfrutó igual que un condenado a muerte se apasiona con la idea del último suspiro. Estaba a punto de ajusticiarlo.

Fue Légore quien abrió la puerta. El tímido y desabrido saludo habló de su estado emocional.

Aún conservaba el dolor del hurto como quien conserva el dolor del adiós perpetuo. El duelo estaba aferrado a su rostro con las garras afiladas y sangrando angustia emocional que era negra. La palidez de muerte estaba en el alma. Y también era negra por el luto. Hasta sus palabras conservaban el color con la agonía, y su sonrisa también era negra por la ausencia de color.

—Buenos días Légore —se dirigió a ella—. Le presento al señor Milson, un sacerdote emérito experto en fenómenos paranormales. Eso dice. Igual que manifiesta haberse retirado a tiempo del sacerdocio antes de enloquecer con la incomprensión... Cosa que no entiendo conociendo su hobby. Si no le molesta, ya que lo conoce, sería conveniente que lo enterara de su historia. Supongo que él tendrá preguntas para hacerle —dirigió la mirada al sacerdote—. Necesito que se ponga a trabajar en el caso, padre. De sus avances depende mi fe.

Se retiró igual que como llegó: apurada.

Al eclesiástico se le ocurrió decir:

—Creo que mejor la ignoramos y comenzamos de nuevo. ¿Le parece, Légore?

Ella asintió gesticulando una sonrisa fingida.

La oportuna aparición del eclesiástico se convirtió en un analgésico para sus miedos. Aprovechó su presencia como una oferta espiritual al estar en crisis y amedrantada por lo inexplicable, que creyó conveniente narrar las extrañas pesadillas que la acosaban; lo hizo luego de resumir la historia del museo y la desaparición del feto.

Según le explicó con la certeza de haberlo vivido, las continuas manifestaciones de pesadillas de todo tipo se convirtieron en reverberaciones de su dolor. Eran parte del duelo. Narró aquella que más la martirizaba. Se trataba de una exposición de imágenes opresoras colgadas al interior de su cabeza, que tenían similitud con los objetos inertes sembrados en los vientres, pero en sus imágenes, la chatarra, el plástico y los grotescos accesorios tenían la forma humana. Eran verdaderos fetos reciclados. Y a cambio de un ostentoso museo o de una cripta clandestina, estaban expuestos en las paredes laterales de una iglesia como si fueran parte del viacrucis. Los vientres en los cuadros fotográficos tenían dueños.

Eran quince mujeres como las quince estaciones del viacrucis, entre las que se encontraban las víctimas de los hurtos fetales. Su cuadro estaba entre ellos. Todas las fotografías tenían la misma particularidad anatómica: la representación de un gancho de ropa como la cabeza. En medio de la turbación una especie de ángel se le presentaba para persuadirla y protegerla... Siempre sucedió así. Era el único suceso rescatable de la tragedia emocional.

El padre Milson terminó de escucharla casi incrédulo, conmovido, emocionado y casi arrepentido, cuando en su cerebro golpeteaba como canción psicológica el improvisado proverbio que por poco convierte en canto gregoriano:

«Un poco de espiritualidad para alentar al corazón, no un raro pasatiempo que lo asesine sin razón».

—¿Sucede algo, padre? —preguntó al escuchar los susurros.

—No. Nada. Balbuceé algunos pensamientos y olvidé que no estaba solo. Debe ser un síntoma normal del primer día de trabajo.

Légore sonrió. Era la primera vez que lo hacía desde el trágico suceso.

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