Capítulo 24

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Eda Zalom ya tenía el aroma de la consagración corriendo en sus venas. La secretaria llevaba dos docenas y un año más de su vida, invertidas en las actividades administrativas de la parroquia. Había conocido tres sacerdotes titulares de la iglesia en ese tiempo, que lo vio correr desde que llegó en su primer vehículo corporal de cuarenta y cinco kilos, con uno adicional por cada año de vida al servicio de la comunidad que insinuaban un cambio de modelo cada cinco años hasta adquirir la forma decorosa de una hostia: pequeña y ancha, pero negra.

Una reducida parte de esos alentados kilos, era responsabilidad del hipotiroidismo que le detectaron varios años atrás. La otra se la repartían el sedentarismo y los alimentos ricos en harinas, sin que las hostias tuvieran que ver con ese argumento. No siempre fue así. En su juventud, la fogosidad le brotaba por los poros de la piel. Era herencia de su raza.

Por su especialidad humana se convirtió en la adoración de todos: laicos y eclesiásticos. En ocasiones y en ceremonias especiales apoyaba al coro con su hermosa voz y su talento, que era capaz de musicalizar hasta un pecado. Tenía ese aspecto carismático tan visible y delatador en su expresión corporal, como el padre Loenzo su vocación religiosa en el semblante, o el padre Leónidas la amargura y la profanación del amor en el suyo.

El asunto es, que uno de los tres era verdadero. Y de los otros dos... no se sabía.

—Buenos días, Eda —saludó.

—¡Padre Milson! —respondió efusiva—, Dios sabe que lo traje con el pensamiento.

Se levantó de su silla para abrazarlo.

—¿Y eso de que me trajiste con el pensamiento... a qué se debe, Eda?

—Ya eran varios meses que no sabía de usted, padre. Tengo el cerebro apretujado de tantos saludos y recados de la comunidad que olvidé lo que decían.

—No te preocupes, Eda. Salúdalos de mi parte. Esta comunidad fue mi casa y siempre los tengo en mis oraciones.

—¿Está seguro, padre? Por su nueva apariencia ya parece un laico. ¡Mire no más! Hasta luce ¡guapo!

El padre Milson solía vestir el clériman durante el primer año después de su jubilación. Con el paso de los días la indumentaria religiosa debió soportar algunas variaciones. Los tonos claros y algunos colores pastel se hicieron presentes. Aquel color negro que simbolizaba haber muerto al mundo al vivir sólo para Dios, había evolucionado en su interior, sin que significara la resurrección de las vanidades cuando seguía viviendo sólo para Él en el servicio a los demás con su nueva profesión.

Sonrió con el comentario de Eda igual que sonrojó su rostro.

—¿Y el padre Loenzo? —preguntó dirigiendo la mirada al fondo de la casa.

—No se encuentra, padre Milson. ¿Puedo ayudarlo en algo?

—Sigue con tu tarea, Eda. Miraré las carpetas del archivador para una consulta... Si no te incomoda. No demoraré.

—Esta sigue siendo su casa, padre... Si me necesita no dude en consultarme. Aquí estaré.

Antes de que fuera descubierto por quien no debiera se dio a la tarea de husmear entre las carpetas del archivador. Estaba interesado en hallar cualquier documento que contuviera la rúbrica de su amigo. Observó que los certificados tenían la vigencia del último año. Extrajo varios de ellos y leyó en silencio.

—Hazme un favor, Eda —los acercó—. Lee acá... donde firma el padre.

—Leonzo Estepia —deletreó.

—Y acá.

—Loenzo Espetia.

—Y éste también.

—Leonzo Estepia —dijo de nuevo.

—Vaya. No lo había notado. ¿Qué cree que sea?, ¿problemas de dislexia, padre Milson?

—Es... probable.

—No parece muy convencido.

—Sería interesante ver el histórico de los documentos que estén suscritos por el padre Loenzo. Desde hace diez años... —indicó.

—¿Puedo ayudarlo?

El padre Milson dio vuelta halado por la extraña voz que sonó maltratada. Fluyó de un cuerpo delgado y demacrado que vestía los ornamentos... Era de treinta años pero aparentaba unos quince más. Daba la impresión de haber sido saqueado por alguna enfermedad. En su rostro intrincado habitaba una mirada díscola. Parecía estar fatigado por el trasnocho de muchas noches invertidas en crear el algoritmo religioso para remediar las penitencias masivas. Pero todo era producto de la rigurosa dieta vegana que practicaba desde la juventud, y que acompañaba con té emocional, destilado de los pecados que cada semana abundaban en el confesionario.

Por obediencia a su vocación, vivía mortificado al tener que imaginar a Dios como un vegetal precocido antes de aceptarlo como alimento. Estaba próximo a celebrar la eucaristía.

—Es el padre Milson —aclaró la secretaria esbozando una sonrisa al final de la frase.

—Hasta ahora lo conozco... —extendió la mano para saludarlo—. Soy el padre Leónidas. Su sustituto. El padre Loenzo me ha hablado de usted. ¿Y qué lo trae por acá?, ¿no me dirá que se arrepintió de su condición de emérito y quiere retornar a la iglesia?

—Puede estar tranquilo, padre Leónidas. Pasaba a saludar y a deleitar una taza del mejor café.

Lo miró sin credibilidad cuando tenía abierta la bitácora y husmeaba entre los documentos del archivador. El padre Milson dedujo por la sagacidad de la mirada que no había sido convincente. Por treinta y cinco años le habló a la comunidad sobre la pobreza con convencimiento, y ahora tenía entre los dientes un pobre argumento que provocaba dudas. Lo que menos deseaba es que su amigo se enterara de su presencia en la casa cural, con otras intenciones distintas a las de deleitar una taza de café.

—Por lo que veo, Eda le puso trabajo.

—Sí, le guardaba un documento. Nada complicado. Y por lo que veo... es hora de la misa —miró su reloj.

—No creo que unos minutos de retraso ahuyenten a los feligreses. ¿Se quedará más tiempo, padre Milson?

—Debo irme. Ya cumplí con saludar a Eda.

—Todavía no toma el café.

—Es cierto. Ya lo había olvidado...

—Esta sigue siendo su casa, padre. No dude en regresar a prestar sus servicios administrativos.

Lo dijo en tono acentuado y pecaminoso antes de despedirse.

El padre Milson lo reparó mientras se marchaba.

—Disculpa, Eda ¿El padre Leónidas es así de excéntrico que usa un guante negro en la mano siniestra para celebrar la misa? Hasta donde sé no es parte de la indumentaria religiosa.

La secretaria sonrió.

—Lo escuché decir que se quemó esa mano con algo candente... Por unos días la cubrió con gasa y luego prefirió ocultarla.

—¿Cuándo pasó?

—Fue antes de salir a vacaciones. El día que cumplió su primer año con la comunidad. Lo recuerdo porque el grupo de liturgia decidió celebrarlo con torta y refresco. No estaba de buen humor pero era comprensible. La señora Matilde se atrevió a comentar que el quemón le afloró los pecados y le estampó el diablo en el rostro. Todos rieron menos él. Dicen sus compañeras que el comentario se convirtió en su castigo, porque desde el mismo día en la noche, un fuerte dolor de cabeza que no se le calma con nada la tiene postrada en la cama. Se murmura que la está matando...

—Es curioso que el padre Loenzo también se haya quemado la mano izquierda. ¿Hay algún cirio en la iglesia que sea de metal, o los lesionó algún pecado ajeno hecho de fuego?, ¿qué piensas?

—No sea sarcástico, padre Milson. Por lo que veo sigue siendo el mismo.

—Y por lo que veo... simpatizas con el padre Leónidas.

—Llevo un año practicando esa sonrisa que ya la elaboro con facilidad. Es una mueca momificada que deja ver residuos de los dientes. Nada honesta, pero es efectiva.

—Bueno. No quiero que regrese a cuestionar mi permanencia con sus gestos o su tono de voz. Cuídate, Eda. Dios te bendiga.

—Lo mismo, padre.

Cuando había salido de la casa cural la voz de Eda sonó fatigada a su espalda. Se esforzaba por darle alcance, pero el peso de su cuerpo alentando los malestares del organismo comenzaba a ser una severa molestia.

El padre Milson se detuvo en el acto. Posó su mano derecha sobre el hombro izquierdo de su amiga, y con voz pasiva le dijo: «respira, ya es suficiente con una larga jornada de trabajo y los pecados habituales para vivir fatigado».

Eda sonrió, respiró profundo antes de hablar y ventiló su rostro con el sobre de papel que llevaba en su mano derecha.

—No sé qué es lo que pretende, padre Milson —expresó con la respiración menos agitada—. Pero estoy segura que sus intenciones deben tener alguna buena razón. Desde que llegó el padre Leónidas a la parroquia, el padre Loenzo no es el mismo. Ya se lo había comentado la última vez que nos vimos. ¿Lo recuerda? Ese rostro afable y bondadoso ha tenido sus mutaciones. Créame. Si busca alguna evidencia con respecto al nombre, esto le servirá.

Le entregó con sigilo un sobre blanco con una carta adentro cubriendo la acción con su espalda. Era el abanico con el que ventiló su rostro, y que extrajo del archivador ocultando debajo de su blusa.

El padre Milson lo recibió con discreción.

—Es un certificado matrimonial. Lo devolvió la dueña porque dice que el padre se equivocó al firmarlo. De pronto recordé que lo tenía debajo del teclado. Podría darme su correo electrónico y el número telefónico, quizá pueda ayudarlo con algo más.

—Te escribiré a tu cuenta de correo, Eda, así sabrás mis datos.

El padre Milson se despidió observando por encima de la cabeza de su entrañable amiga que no apareciera la figura inquisitiva y recelosa del sacerdote. Por lo que dedujo al conocerlo, era posible que se ausentara de la misa para vigilarlo.

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