Capítulo 27

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Luego de levantarse cerca del mediodía, después de pasar la noche en vilo al intentar relacionar el rompecabezas de los fetos hurtados con el trastorno de identidad de los eclesiásticos, el padre Milson se postró de rodillas, ante el crucifijo que tenía en el dormitorio para ejercitar el cuerpo espiritual con la oración, y liberarlo de los espasmos producidos por el estrés.

Al terminar, le dio dificultad desclavar las rodillas del piso.

Preparó un café concentrado y encendió el computador para enterarse de los últimos sucesos. No era una costumbre que lo alentara pero lo despertaba para darse cuenta de que estaba vivo. Al ingresar a la web mientras sorbía el aroma caluroso por las fosas nasales, el primer titular lo jalonó por dentro que por poco lo vacía en la pantalla.

Repitió el titular con voz sonora y pausada:

«Le dio un infarto luego de quemarse la mano».

Al dar clic, la figura reconocible de la señora Eda apareció como un fantasma en la pantalla, que la taza de café se escapó de la mano derecha.

Los trozos de loza fermentados vertían hilos de humo. El alma del café se escapaba quedando su aroma.

Quedó estupefacto leyendo la crónica:

«La señora Eda Zalom de cuarenta y cinco años de edad fue encontrada muerta en su casa hoy en la madrugada por uno de los vecinos. La comunidad desconoce lo que pudo haber ocurrido. Nadie al parecer vio nada y el lugar de la escena, a simple vista, no revela ningún suceso violento por lo que se presume un suicidio. Los periodistas y la policía estuvieron en su sitio de trabajo donde los sacerdotes se encuentran consternados por la noticia. El padre Leónidas dice saber algo de su conducta, pero se abstiene de darla a conocer cuando le fue revelada en el confesionario. Declara que intentó persuadirla de cualquier acto que atentara contra su vida. Cosa que al parecer no tuvo el efecto esperado».

—¡Desgraciado! ¡Desgraciado! ¡Desgraciado!

Vociferó la palabra y golpeó el escritorio con sus manos por cada demonio habitando en el cuerpo del padre Leónidas. Supuso que eran tres... Y supuso que era el asesino.

El portátil se sacudió con cada golpe que faltó poco para que cayera al piso.

Después del desahogo, su espíritu quedó enervado por el dolor y el remordimiento. Cerró sus ojos para recordarla y se atribuyó la culpa de su muerte que quedó plasmada en su rostro acongojado. Era una especie de escozor y rabia que se podía leer, ver y hasta escuchar. Entre sus manos destruyó algunos de los documentos enviados por Eda que había impreso. Fue la última muestra de desasosiego y rebeldía por lo que había ocurrido. Al menos por aquel día.

—Perdóname, Eda, por perturbar tu tranquilidad y apagar tu vida —moduló para sí—. No debí haberte involucrado en este asunto. Fui pretencioso por avanzar y me olvidé que el demonio atenta sin escrúpulos cuando se siente importunado. Eso no era lo que estaba destinado para tu vida. Lo siento.

Limpió su rostro de algunas lágrimas que fluyeron inevitables.

Al caer la tarde, antes de que iniciara la misa de las 06:00 p.m., el padre Milson se dirigió a la parroquia para la que Eda Zalom entregó parte de su vida. Pasó de largo hacia la sacristía. Iba en busca de alguien para desatar su ira con las palabras. Y lo encontró.

El padre Leónidas se estaba poniendo los ornamentos litúrgicos.

—No entiendo cómo después de tanto tiempo de consagración a su labor, y de repente... su vida se extingue... justo cuando aparezco para saludarla.

Expresó con rabia acercándose sigiloso y decidido para verlo reflejado en sus ojos codiciando el deseo de venganza.

—Tal vez no sea portador de gratas noticias, padre. ¿No se ha puesto a pensar que usted tuvo que ver con su desenlace?

Respondió sin pudor. El comentario laceró su corazón donde albergaba el sentimiento que le tenía a su amiga en muchos años. Fue inevitable que su boca lo expresara:

—¿Cómo se quemó la mano, padre Leónidas? Al parecer, todos en esta parroquia sufren del mismo descuido en la misma mano: la siniestra. ¿Calentó la cafetera del diablo para tatuarla en la mano de la señora Eda?

—¿Está acusándome, padre Milson?

—Es simple curiosidad. Me pregunto si sabía que la señora Eda padecía de síndrome del túnel carpiano en su mano izquierda. Ya era un problema crónico que le imposibilitaba realizar actividades con ella por la sensación de debilidad, en especial cuando se trataba de aprehender objetos, padeciendo un molesto dolor, casi que insoportable, que se extendía hasta la muñeca. ¿Sabe lo que eso significa, padre? Que no podía hacer uso de esa mano como debiera por lo que se abstenía de hacerlo, aparte de que era diestra. Eda estaba bien enterada de los síntomas y de los cuidados. Sabía que no se debía aplicar calor en esa zona de la mano porque empeoraría su condición. Todo lo que le estoy diciendo, fue ella misma quien me lo contó. Además de amar su profesión y vivir feliz pese a la ausencia de su familia. Era una mujer consagrada a la vida espiritual que vivía en armonía con su soledad. ¿No le parece extraño entonces, que intentara suicidarse por partes comenzando por la palma de su mano?

Sus miradas aguerridas se enfrentaron... La una esmaltada de paz y bienaventuranza que le servían de escudo para apaciguar su corazón dolido por la pérdida, y la otra absteniéndose de liberar sus garras diabólicas que buscaban un pretexto para asesinar.

En ese momento ingresó el padre Loenzo. Al ver las actitudes de los rostros interpretó que no se trataba de una relación cordial.

—La ceremonia debe comenzar, padre Leónidas —expresó.

—Él menos que nadie tiene derecho a bendecir su partida. Estoy seguro que lo sabe, padre Loenzo —afirmó.

Dio vuelta sin despedirse. Ya lo había hecho con el ímpetu acusador de su mirada.

—Que tenga suerte en su investigación, agente sacerdotal ­—le voceó por la espalda el padre Leónidas.

Luego celebró el sarcasmo con una risa irónica que asesinó una a una las notas musicales. El padre Milson se detuvo al escuchar el patronímico de su profesión. Tras meditarlo un par de segundos, prosiguió convencido de que algo había logrado. Tenía la certeza de haber conversado con el demonio, pero le quedaba la incertidumbre de que su amigo Loenzo fuera un voluntario a su servicio. Eran dos personalidades opuestas así cada uno tuviera una adicional.

Ingresó a la iglesia para despedir a la señora Eda. Divisó el féretro con dificultad desde la última banca. La comunidad entera se había congregado en el templo para despedirla. Algunos susurros surgieron con su presencia para que gestos dolidos y señales de mano provenientes de distintas bancas a su alrededor, le manifestaran su sentido pésame. Todos sabían el enorme aprecio que el padre Milson le tenía a la generosa señora Eda. Hasta se llegó a decir que la trataba como a una hija.

Fue él quien la contrató con su llegada, y quien la acogió, después de que el sacerdote enviado por la arquidiócesis para reemplazarlo en calidad de titular encargado de la parroquia, le diera la espalda por su color de piel. Aconteció durante una licencia de seis meses aprobada para adelantar algunos estudios en el exterior. Con su retorno, Eda retornó luciendo la alegría carismática que había cultivado en su espíritu níveo como su corazón. Lo único oscuro era su piel.

El funeral dio inicio, y al latir del responso lírico en todas las bocas, el padre Milson dio vuelta para alejarse. Ya la había encomendado al Señor en su silencio póstumo. Iría al café donde acostumbraba reunirse con su amigo el padre Loenzo.

El alma de la señora Eda enclavada al lado del féretro, lo vio marcharse acongojado sin el festejo de una alegre despedida. No fue así como lo había vislumbrado para el día de su retiro. Su grande amigo y benefactor iba abatido por la crueldad nacida en la vocación que tanto amaba. Por la inclemencia del servidor de Cristo a quien acusaba en sus pensamientos. Por haber saboreado el repudio ajeno y la traición. Pero amarga y tristemente, por la desalmada forma en que sucedió.

No era el mismo hombre de veinticinco años que se consagró a la vida religiosa, y que confiaba ciegamente en la misión y entrega de los seguidores de la vida de Jesús. El que amaba la vida a pesar de los embates de la violencia. El que creía en la comunidad contrario a las desavenencias, decepciones y desaciertos. Tampoco era el mismo hombre saludable de piel blanca, cuerpo erguido, voluntad de acero, sonrisa franca, actitud piadosa y espíritu complaciente que llegó a la iglesia que sería su hogar hacía más de tres décadas, con una clara misión que ahora desconocía. Todas sus manifestaciones humanas y no humanas estaban averiadas. Igual que veía con sus ojos, sentía la vida refractada a través de instigaciones de dolor.

Consumió unos seis cafés amargos durante una hora antes de decidir su próximo paso.  

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