Capítulo 31

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Llegó el momento.

El jardín cercado al lado de la puerta, lucía salpicado de agua cuando el sol calentaba; era indicio de que estaba en la casa. Acostumbraba cuidar las plantas, leer y ver deportes. Eran las tareas habituales y complementarias a la oración.

—¿Estás lista? —preguntó el padre Milson.

—No —respondió Légore.

—Es la respuesta que esperaba —dijo.

Tocó el timbre.

Légore frotaba sus manos y entonaba canciones con la respiración.

—No puedo creerlo —dijo al abrir la puerta—. Mi amigo el padre Milson y su amiga Légore. Imagino que tomaremos el café que quedó pendiente...

La cordialidad y el reconocimiento ya eran señales de la personalidad del padre Loenzo. Y fue el tónico emotivo para que recuperaran el sosiego.

—Légore estaba inquieta por lo acontecido aquel día, y quería pasar a disculparse. Ya sabes como soy cuando insisten en algo, así que no pude negarme, por lo que aproveché para que tomáramos una taza de café...

—Bienvenido como siempre, padre Milson. Pasen.

La casa del padre Loenzo era simple y acogedora. El aire que se respiraba lo habían perfumado de eucalipto. Entre las comodidades se contaba dos habitaciones, una de ellas con baño, y la otra cumplía una función distinta por lo que siempre estaba cerrada con llave, una sala de televisión y de lectura para suplir las dos aficiones a la vez, la cocina con sus electrodomésticos básicos y entre ellos la cafetera que trabajaba día y noche como un corazón de café molido, un pequeño patio para orear la ropa donde vivían un par de macetas florecidas de bifloras, y la sala principal con un rincón religioso en el que había un reclinatorio, y sobre la pared, un fervoroso cristo artesanal fabricado de madera y corteza de árbol que al parecer era el confidente de una de sus dos personalidades: La espiritual, humana y pecadora seguidora de Cristo.

En la personalidad de Leonzo Estepia debía habitar el anticristo con sus tentaciones, que por desgracia, compartían la misma boca, el mismo corazón y el mismo espíritu. El uno comulgaba y el otro regurgitaba. Pero era el mismo. También compartían la misma casa. Sin embargo, jamás llevó a Légore para que la conociera. Sus motivos, tendría.

A un lado del sofá, en la sala principal, había un bifet antiguo de madera que aparentaba más de medio siglo de vida, y que cumplía la finalidad de servir de exposición fotográfica para una variedad de portarretratos. Los padres, los abuelos, dos hermanos y una hermana, algunos compañeros de ordenación y amigos del seminario. Entre ellos estaba la fotografía que le endulzó la mirada a Légore. Fue la única que observó entre todas las que vio. Era Leonzo cuando no portaba el traje talar. El hombre que la enamoró. Compartía la fotografía con un amigo de apariencia laica que no tenía el aspecto de pertenecer al clero.

Légore no dejó de repararla.

Las fotografías le recordaron su profesión. Si es que era verdad. El recuerdo de la exposición y el fatídico retrato del vientre también llegaron a su clarividencia para martirizarla. Se suponía que verían juntos la exposición. Nunca llegó, y tristemente hasta ahora, un mes después, estarían platicando como dos absolutos desconocidos. Al contabilizar los días de ausencia sus ojos se aguaron. De nuevo la macabra tortura china haciendo daño: «los números». Si la doctora Swana estaba en lo cierto con la fecha de nacimiento, debía estar en el momento del parto.

Para no seguirse atormentando decidió participar de la conversación. Cuando platicaban... el timbre sonó.

—Es el padre Leónidas —dijo el padre Loenzo luego de atisbar por la ventana.

Légore y el padre Milson se miraron desconcertados.

—Tienes razón, Eda. El diablo es puerco y esta vez viene a visitarnos —susurró el padre mirando hacia arriba y rememorando el recuerdo de su amiga.

Fueron preciados segundos de tormento.

La oficial Eminda y los agentes de la policía que la acompañaban ya estaban enterados del inesperado suceso. Sus miradas atravesaban imaginariamente las paredes y sus oídos estaban en sintonía con las conversaciones.

—¡Padre Milson! ¡Qué placer verlo de nuevo! —lo saludó de mano—. ¿Y tú eres...?

—Légore —respondió tímida con la inseguridad rigiendo sus acciones.

Igual estrechó su mano.

Fue tal la efusividad con un cambio notorio y respetuoso, que el padre Milson enmudeció. Habría asegurado que no era el individuo con quien sostuvo la conversación el día del sepelio de Eda. Hasta su semblante tenía un aspecto menos cadavérico.

«¿Cuál de los dos eres?: ¿Neólidas Mazón?, o ¿Leónidas Nazóm?». Se preguntó en silencio.

El supuesto sacerdote Leónidas se despidió luego del saludo, y conversó algunos minutos a solas con el padre Loenzo. Fue a la entrada de la casa.

Légore se había acercado cautelosa a la ventana para observarlo a través de la transparencia de la cortina. Lo vio marcharse luego de terminar la conversación con su amigo, y tan pronto había recorrido algunos metros, volvió la cabeza hacia la ventana que proyectaba una mirada distinta. La sintió amenazante como una lanza llegar hasta su pecho que la hizo retroceder un par de pasos y aligerar los latidos de su corazón.

—¡Vamos! ¡No quiero estar acá!

Reaccionó de forma súbita. Salió directo hacia la puerta de salida. El padre Milson la siguió como la única opción.

—¿Ya se van? Aún no preparo el café —indicó el padre Loenzo que recién cerraba la puerta.

—Discúlpenos, padre Loenzo. Légore no se siente bien. La acompañaré a su casa...

Se dirigieron apresurados al vehículo. La oficial Eminda y los agentes se alarmaron. El padre Milson estaba ansioso por saber... Luego de que arrancó no demoró en preguntar:

—¿Vas a decirme qué pasó?

—Ya sé dónde lo había visto.

—¿A quién?

—Al padre Leónidas. Fue en el hotel Zíndor, el día de la muerte del arzobispo Zardoli.

—¿Está segura?

—Tanto como el hijo que esperaba era del padre...

Se abstuvo de decir su nombre tapando la boca con la mano derecha.

—¿Estuviste en la conferencia?

—Si. Mi hermana Analé trabaja en el hotel donde se realizó. Me consiguió un pase de cortesía. Iríamos a comprarle ropa al bebé después de la conferencia. Lo vi la primera vez en el salón cuando culminó... Recuerdo que al pasar por mi lado y cruzar las miradas, sentí un repentino dolor de cabeza. Y cuando la esperaba a la salida... De pronto, vi que la gente corría. Fue entonces que lo vi venir con la cabeza en alto. El brillo de sus ojos negros penetró en mi cerebro y avivó de nuevo el dolor de cabeza, y al alejarse algunos metros, retornó la cabeza hacia mí, como si supiera que lo estaba observando. Me miró, y luego dejó caer la mirada hacia mi vientre. Sentí pánico. Fue como una sensación obligada. No le conté a mi hermana. ¡Oh Dios! Necesito un poco de aire.

Accionó la palanca y bajó el vidrio de la puerta. Dirigió el rostro hacia fuera con la intención de lavar el susto.

»Ella llegó asustada —prosiguió después de la pausa—. Me contó de la muerte... y me pidió que me fuera para la casa. No era conveniente que estuviera allí por mi estado. La policía llegaría en cualquier momento y cualquier cosa podía ocurrir. Me despedí de ella antes de que cerraran las puertas del hotel y cogí un taxi. No se lo había contado a nadie hasta ahora —suspiró.

»En la casa del padre Loenzo, cuando vi la fotografía donde estaban los dos vestidos de civil, algo me decía que lo había visto. No estaba segura. Y al saludarlo, no lo detallé. Fue demasiado rápido. Pero el brillo en su mirada hizo que me acercara a la ventana sin que pudieran verme. Y cuando lo observaba, tuvo la misma actitud al alejarse; sabía que lo estaba mirando. El movimiento de su cabeza, la forma de caminar, la indumentaria religiosa... Fue como si se hubiera repetido aquel momento. Y sentí el mismo pánico. No sé por qué.

La conversación quedó grabada y zumbando en los oídos de la oficial Eminda que la escuchó con satisfacción. No se equivocó en el plan.

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