Capítulo 34

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—¿Si? —lo pronunció con miedo y timidez al tiempo.

—¿Dónde estás, Légore, llevo un rato llamando afuera de tu casa —Era Leonzo, el fotógrafo—.  Zior no para de ladrar.

El apocalipsis de los colores floreció en su rostro. No existía una tonalidad clara que pudiera describirse. La lengua se encorvó hacia dentro y los pliegues vocales perdieron el sonido. Se había quedado sin voz. Por el lado del cerebro flotaban fuera de su órbita un arsenal de pensamientos muertos. Creyó sentir una patadita en su vientre vacío desde alguna parte del espacio. La voluntad perdió su rigor y las emociones su originalidad.

—Légore. ¿Estás ahí? —preguntó ansioso.

El silencio dijo «si» sin que fuera escuchado. La voz no retornaba. Se había olvidado de respirar. En un lapso menor de tiempo calculado en milisegundos, su mente sobresaltada hizo su segundo viaje a la luna. El tiempo fue suficiente para decidir no responder y llamar al padre Milson. Creyó conveniente un consejo:

¿Qué le diría de su embarazo?

¿Qué le diría de lo que conocía de él.

¿Qué le diría acerca de su relación?

Fueron pensamientos necios que resucitaron, pero decidió ignorarlo todo y contestar.

—¿Si? —repitió la escena con miedo y timidez al tiempo.

—Por Dios, Légore, ¿qué pasa contigo?

Al escuchar la palabra «Dios» supuso que no habría problema. La sintió como un alivio. Había olvidado que el padre Loenzo la pronunciaba todos los días y sin embargo lo defraudó en aquella homilía. Que Dios era un pensamiento permanente en sus acciones religiosas, y sin embargo tuvo tiempo para el demonio cuando le dejó tatuado en la palma de la mano el nuevo compromiso...

—¿Dónde estás... Leonzo? —preguntó con voz menos tímida.

—Afuera de tu casa, amor.

Sonó emotivo y necesario después de lo vivido, que Légore olvidó los últimos tres interrogantes y se echó a llorar.

—Espérame. Ya voy —dijo entre sollozos.

No le contaría a su hermana de su cita, y menos al padre Milson, pero tampoco quería sentirse desamparada. Optó por colocar el celular en silencio.

Tomó un taxi tan pronto como pudo para ganarle a la ansiedad. Al llegar a su casa, la esperaba recostado a la puerta intentando calmar a Zior que estaba del otro lado.

La personalidad que ostentaba no tenía el carisma del compromiso espiritual, y mucho menos la consagración religiosa. Escasamente le sonreía a la vida con la intención de disfrutarla desde la superficie de su cuerpo. No había duda de que era Leonzo. Vestía ropa informal: bluyín azul clásico, camisa de algodón a cuadros de tonos vivos, tenis blancos, y exhibía la actitud del fotógrafo enamorado del paisaje.

Cuando la vio, fluyó el encantamiento de sus ojos como si hubiera visto un oasis. No tenía la más mínima idea del tiempo olvidado con sus historias, y pareció que la ausencia le hizo olvidar que tuvo un vientre fresco en gestación que compartieron con sus pensamientos. Al no mencionarlo, ella prefirió mantenerlo en secreto. Aún lo amaba. Su corazón lo dijo.

Mientras coqueteaban con el lenguaje de las caricias que iniciaron con el abrazo, sus cuerpos manifestaron la necesidad fisiológica del momento. Los ladridos desordenados de Zior le recordaron que debía abrir la puerta. Luego de saludar a su mascota, orientó de nuevo el interés hacia su amigo. Légore puso su mente en blanco para ignorar que le pertenecía a Dios. Se esforzó en no recordarlo con la vestimenta, y se dejó llevar hacia la alcoba en una corriente suave que cogió fuerza en el cauce de sus labios para convertirse en fuego. Ya en ese estado, cualquier pecado sería incinerado y olvidado. Y aquella imagen clerical que simbolizaba la abstinencia, fue un deseo reprimido en la liturgia de la vocación que liberaron del encierro.

La cama los atrapó con su álbum de obscenidades disponible en su memoria. Pero cuando la pasión desencajó sus espíritus sin percatarse de que era una necesidad prohibida, ocurrió lo que jamás había sucedido. Leonzo Estepia sintió la palma de su mano izquierda arder, que quemó la palma de la mano derecha de Légore al asirse con la suya. Le estaban recordando su pecado.

Los gritos se mezclaron con el placer y se ahogaron entre los labios. Légore intentó soltar su mano. El dolor se encargó de alternar la personalidad y el padre Loenzo mutiló el éxtasis al darse cuenta de su acción.

El coito había sido interrumpido sin que fuera el método efectivo para la anticoncepción de un pecado.

Retiró su cuerpo postrado sobre el de Légore con la misma velocidad con que su cerebro le recordó su nueva naturaleza. Ya había amado a Jaila y a otras aparte de ella, pero jamás sumido en la personalidad del padre Loenzo. Por su repentino cambio de conducta, para esta identidad debieron ser feligreses, aunque tenía sus dudas. Ocultó sus partes íntimas con las vestiduras de la vergüenza y el arrepentimiento, sin percatarse de que estaban rasgadas. Se vistió tan pronto como pudo sin decir una palabra. Apenas el zumbido de alguna súplica aleteaba entre sus labios.

Ni siquiera se atrevió a mirar el verbo femenino del placer que alcanzó a conjugar hasta la segunda persona del tiempo presente. Ella lo miraba con desconcierto y dolor sin cubrir sus partes íntimas, mientras soportaba el dolor de la mano lacerada.

—Vístete —dijo como un decreto que debía cumplirse.

Se abstuvo de mirarla con la placidez con que debe hacerse después de la cópula. Pero la observó de reojo desechando los residuos del último suspiro empujado por los latidos de su corazón, y placenteramente concebido por el sistema respiratorio.

Sonó como el soplo de un viento humano liberado de una caja de pandora.

Légore acató la orden directa, y también la indirecta que fluyó de sus adentros. Estaba tan apenada y confusa como él. Se sentía como la corruptora de una hostia prohibida. Ahora tenía dos dolores: el físico que laceró los tejidos sin que el símbolo quedara marcado en la palma de su mano derecha, y el dolor espiritual al sentir quemarse la fe en su interior, cuando su cuerpo también reconoció, que las últimas caricias de su amigo, eran profanas.

Ya no veía ni sentía al laico en su apariencia. Ya era un eclesiástico.

Sometido por el demonio que se manifestó desde la marca plasmada en su mano, conversó con ella a través de la lengua y la voz del padre Loenzo. Le dijo lo que él desconocía. La información de Leonzo Estepia le había sido revelada. Si en alguna ocasión los dos conversaron (Loenzo y Leonzo) y no lo recordaban, ahora tenían la certeza de haberlo hecho.

En esta fase de incertidumbre los dos eran peligrosos. Y ella, una simple víctima desde donde se mirara. Légore permaneció callada y sumisa, alucinada y convencida de la doble personalidad del sacerdote. No demoró en ser embaucada por el demonio cuando le habló de Marcus.

—¿Lo quieres de regreso a tu vientre?

—¿Dónde está Marcus?

La voz de Légore sonó irritada con el inesperado comentario, y de forma inconsciente, posó la mano derecha sobre el vientre vacío.

—No es la respuesta indicada para la pregunta. Si quieres verlo... debes seguirme —indicó el sacerdote sin que fuera realmente él.

—Ven con nosotros —manifestó Leonzo al tomar la cámara para colgarla de su cuello.

Le dio a entender que todos estaban de acuerdo. ¿Quiénes? Ya era un diálogo de cuatro con tres hablando por la misma boca: el padre Loenzo, el fotógrafo Leonzo y el mensajero del Demonio; aquel que los marcó como su pertenencia.

Zior que se había calmado, emprendió de nuevo los ladridos aturdido en su conciencia con la incomprensión. Estaba a punto de alterar su identidad perruna.

Todos menos Légore, conocían la misión que le había sido encomendada al padre Loenzo y recordada por el padre Leónidas en su casa.

Sometido por el verbo del mal, el eclesiástico enterado de la pronta presencia del hijo de la bestia en la tierra para iniciar su reinado, comprendió que su llegada sería a través de Marcus, el hijo de Légore.

Se dirigió a la puerta, salió de la casa y se alejó sin decir una palabra. Légore iba detrás. Zior debió quedarse encerrado aullando el peligro que olfateó a tiempo pero que nadie traduciría. Subieron al vehículo de los dos sujetos aunque sólo uno de ellos figurara en la tarjeta de propiedad. La sensación de miedo que Légore padeció antes de la cita y que había mutado a una sensación de placer carnal, era ahora una sensación de angustia diferente y mayormente nociva que alarmó su intuición, y a la que debería afrontar revestida del valor maternal cuando se trataba de conocer el paradero del feto que le pertenecía.

Conocía por la hipótesis del doctor Sié, el trastorno de personalidad del padre Loenzo, quien supuestamente era el verdadero personaje. Pero ahora se encontraba aterrada cuando parecían habitar las dos personalidades casi que al mismo tiempo. Ignoraba que el demonio estaba de por medio entre los dos guiando las decisiones de uno de ellos.

Se dejó llevar como pez por el anzuelo luego de haber perdido la batalla. Era probable que fuera a la sartén del infierno como el pez a la paila doméstica, pero la diferencia radicaba en que todavía estaba viva...

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