Capítulo 39

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Una vez más, la barriga florecería sin su permiso nueve meses en tres minutos, como si fuera una máquina productora de bebés. Era el segundo nacimiento en su vientre que se estaba convirtiendo en una estación de paso. Un ser del que nada conocía, motivo de un placer sexual ajeno antes de la fecundación.

El agente de la policía que acompañaba a la oficial Eminda, el del comentario necio en el sótano de la iglesia abandonada, tenía la mano acariciando la funda del arma. Había olvidado la atracción física del cuerpo de la gestante. La doctora Swana lo miró con desconcierto. El rostro sudoroso y preocupado esperaba la intromisión de un anticristo. La tensión permanecía, y no acabaría hasta nacer el último.

Si el cálculo era correcto debía experimentar dos veces más el mismo sufrimiento hasta ver los resultados.

El milagroso nacimiento, y el cuerpo indefenso de la primera neonata que una de las enfermeras acercó envuelto en pañales a su rostro para apaciguar el pánico vivido, le darían la fuerza para soportar el segundo parto, pero debía ignorar la angustia anidada en su cabeza que le recordaba la posibilidad de que no fuera humano.

El proceso fue el mismo: transferencia de material genético y anatómico; pujar; nacer; llorar; agua bendita; expulsión de la placenta, el cordón umbilical y las membranas; un tercer cuadro que avisó el turno con una leve sacudida como si supiera el momento; las manos de la mujeres y del padre Milson a la barriga como un rito de iniciación; y de nuevo, la voz de Légore que se debilitaba con la fatiga. Era el tercer nacimiento anunciado sin que lo hubiera planeado.

Luego del metódico proceso en su tercer ciclo igual que los anteriores, y sin que ningún anticristo se haya manifestado, las patadas interinas del inquilino en el último cuadro atrajeron todas las miradas, que se clavaron sobre él como azotes cortantes de mortificación.

Los débiles pateos se asemejaron a rugidos de dolor amplificados en el pedestal de la ignorancia, que todos los cerebros repudiaron.

Eran las baquetas golpeando el tambor por dentro.

«Allí debe estar».

Fue una voz muda que pareció escucharse de todas las bocas.

Las gargantas tragaron sorbos de agonía. Los rostros palidecieron. El agente por fin desenfundó el arma. El ginecobstetra observó con insinuación el escalpelo sobre la mesa metálica. Y como medida extrema, el sacerdote bendijo de nuevo el agua y hasta tomó un sorbo para que el grito fuera inofensivo.

Había una rotunda pérdida de fe.

—No más conmigo por favor, te lo suplico, Dios —dijo sollozante Légore, con el eufemismo de que habían otros úteros dispuestos en el recinto.

Las mujeres se miraron al escucharla. De haber tenido voz sus pensamientos, se había conocido la ingratitud del ser humano cuando se siente en riesgo. Quizá Analé se hubiera sometido a uno de los nacimientos para liberar a su hermana de parte de la tragedia emocional. Ninguna otra lo haría.

A la oficial Eminda se le ocurrió pensar en voz alta:

—Menos mal no se trata de los doce fetos hurtados. No creo que Légore resista uno más.

El comentario con filo sin ser por primera vez sarcástico, desgarró las fibras de la fe, acrecentó los nervios, creó espasmos, arrancó lágrimas, esterilizó las trompas de Falopio, acalló el sonido de las cuerdas vocales, contrajo las lenguas, originó cefaleas y provocó la huida de otra de las enfermeras.

El frío del quirófano perdió su espíritu por las bocas que emanaban calor de angustia. Y el vientre de papel mate insistía con leves sacudidas, como si el corazón del pequeño intruso palpitara hacia fuera.

—No. Este no, Dios. Este no —recriminó Légore.

Los gritos resucitaron en su garganta. Sacudía sus piernas intentando quitarse lo que aún no terminaba de llegar.

Sin querer lo había negado.

Esta vez, el taconeo precipitado de su corazón, daba miedo. Casi lo podían escuchar los sordos.

Todos se enteraron de los designios del destino, y chorros de suspiros consoladores se escucharon como instrumentos de viento. Nadie quería padecer aquel viacrucis. Una parte del peligro había cesado. Los corazones de las mujeres que fajaban los vientres con sus manos para el último parto, recuperaron el sosiego. Aunque acobardadas, decidieron esperar para ver el rostro de la alienígena o el engendro del infierno.

El proceso fue el mismo: transferencia de material genético y anatómico, pujar, nacer, y el majestuoso repicar de un llanto masculino suplicando alivio en un rostro lechoso radiante de ternura, que dejó ver dos ojos verdes ensalzados de bondad simbolizando la esperanza. Por más que se mostrara inofensivo, el sacerdote no perdió el impulso de rociarlo con el resto del agua bendita. Légore lo miró como a los otros para saciar la curiosidad, la rabia y el dolor, pero se enamoró de él. Había llegado terso y sano...

Era el cuarto nacimiento. Dos varones y dos hembras.

—Y siguen diciendo que somos el sexo débil —murmuró Eminda.

Los hombres que la escucharon se hicieron los desentendidos.

Demasiados imposibles para un solo día restauraron las creencias religiosas extraviadas de las mentes de algunos.

Era incomprensible que aquellos dos vientres de distinta naturaleza, se comportaran como dos aparatos electrónicos con el bluetooth activado para la transferencia de datos biológicos. Era incomprensible que aquellos vientres de papel desaparecieran de los cuadros al contraerse de forma inexplicable sin deteriorarlos. Pero más incomprensible era saber que todo pasó.

Después de transformar su rostro atribulado, Légore soltó la mano de su hermana que no la desamparó. Por la expresividad de su semblante y el sudor corriendo por su cuello, debió compartir los mismos síntomas que ella.

—Eres una valiente —dijo Analé—. Dios no asigna tareas a quienes no pueden realizarlas. Sabes que te amo...

—Y yo a ti. No habría resistido si no hubieras estado acá.

—¿Sabes que vi en todo lo que pasó?

—¿Qué viste? —preguntó Légore.

—No creo que el demonio haya hecho esto para llamar la atención. Vi a Dios reclamando sus pertenencias, y en cada miedo tuyo lo vi pidiéndote que lo ayudaras.

La oficial escuchó las palabras de Analé, y sus ojos manifestaron lo que aguantó durante días oculto en su hombría femenina. La debilidad de su fe por la pérdida en el pasado que nadie conocía, le recordó que hay situaciones en las que no existen responsables. La naturaleza también es sabia. Y le recordó que aquel ser olvidado por momentos, viviría para siempre en su corazón. Debió limpiar sus lágrimas.

—No creo que estos pequeños ameriten la fuerza bruta ni el perdón de sus culpas —manifestó la doctora Swana—. Hay que evacuar para que el doctor termine de hacer su trabajo.

La indirecta les rozó la piel y los agarró de las manos para llevarlos afuera del quirófano.

—Es increíble... Espero que esos bebés nunca se enteren de lo que vivieron —comentó el doctor Sié al padre Milson.

—¿Quién dijo que no lo saben? —respondió.

La oficial Eminda alcanzó a escuchar los dos comentarios, pero fue el comentario necio del sacerdote emérito antes de retirarse, el que actuó como un revulsivo en sus entrañas y las del doctor Sié, y les irrigó el alma con emociones turbulentas. Se quedaron mirándolo estupefactos mientras se perdía a la distancia.

—Creo que es buen momento para tomar mis vacaciones —dijo ella.

Entretanto, el doctor Aranzazu organizaba el cuerpo lastimado de Légore por el exceso de nacimientos que por poco involucran las relaciones sexuales.

El cuerpo bruñido del último neonato le fue confiado a su madre postiza para que lo acicalara de amor sobre su pecho. Los otros tres neonatos fueron llevados a incubadoras en la unidad de neonatología del hospital por algunos síntomas menores, además, para que tuvieran el placer de sentir el confort de los úteros artificiales. Era esencial que los despojaran de las sensaciones atribuladas que conocieron en el orfanato de los miedos donde se desarrollaron en el último mes. El neonato de los ojos verdes también recibiría el mismo bienestar, luego que cumpliera la misión compasiva de alentar a Légore que lo abrazaba en medio del sollozo recordando a Marcus.

Las madres que perdieron sus bebés cuando desaparecieron sus vientres, fueron citadas en el hospital para la comprobación de la relación biológica mediante el uso de la tecnología del ADN.

De los doce casos ocurridos, Légore fue la primera a la que se le practicó la prueba sin correspondencia alguna. Restaba la esperanza de aceptar la hipótesis del doctor Sié, de que su hijo no estaba entre los once cuadros encontrados al tratarse del original.

Tres de las madres habían fallecido como consecuencia de la tragedia. Sus fetos debieron estar entre los cuadros que se consumieron con el fuego. Una de las madres estaba internada en un hospital psiquiátrico de la que se tomó la muestra de sangre. Y siete se presentaron al procedimiento atemorizadas y casi que obligadas por sus familiares coincidiendo tres de ellas con los tres primeros nacimientos. Una se rehusó en recibirlo acobardada por la extraña forma en que le fue arrancado. Debió recibir atención médica.

Quedaba huérfano el último neonato de los ojos verdes, aquel que abatió el espíritu intranquilo de Légore al imaginarlo un experimento maligno, y que acobardó las voluntades de aquellos que agonizaban sumergidos en la zozobra, mientras nacía.

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