Capítulo 6

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Era de noche. Cerca de las siete. Había perdido el apetito y el sosiego. Se dirigió al dormitorio sin una pizca de sueño pero con una tonelada de incertidumbre.

No había planeado estar sola para educar a su hijo, y tener que sortear los apremios del amor y del dolor cuando la asediaran en sus múltiples manifestaciones. La supuesta muerte de Leonzo, la muerte de la espiritualidad con el despertar del crimen que se trató en la conferencia a la que asistió, y la muerte del arzobispo Zardoli, ya eran tres tragedias, como tres torturas eficaces y altamente nocivas habitando en su cerebro, que para su maternal estado tenían inquieto a Marcus.

Sentada al borde de la cama luego de quitarse el calzado, fue retirando cada una de sus prendas. Hasta se soltó el cabello que escurrió sobre sus hombros como filamentos de fibra... El tinturado rubio blanquecino le daba esa particular textura.

Se dirigió al espejo de cuerpo entero insertado en el tocador de madera para observar la magnificencia de Dios al crear su cuerpo. Se paró frente a él, que no dudó en apoderarse de sus formas. Estaba complacido de albergarla en su alma. La frescura de su rostro oblongo lucía opacada por las recientes preocupaciones. Fue la falta de amor en el último mes lo que hizo que sus ojos grises perdieran el brillo. Después de un largo minuto de intentar descifrar el acertijo oculto en su rostro agobiado, la mirada inquieta comenzó su recorrido.

El cosmos esférico de su vientre carnal lucía esbelto y sonrojado. Ya era un mundo de ocho meses con demasiadas galaxias para explorar en su interior. Abajo, en el sensual origen donde la moralidad resbala seducida por un pensamiento ajeno y atrevido, el panty blanco de algodón suave y delicado cubría el umbral del placer y de las culpas.

Apreció con claridad la línea alba emergiendo desde el pubis; la misma que imaginó en aquella parte en la fotografía. Hizo el mismo recorrido frente al espejo guiada por las yemas de los dedos índice y medio de su mano derecha. Atravesó el ombligo sin detenerse. Y finalmente, su ansiedad dio un salto hasta la dimensión del pecho donde dispersó la mirada sobre los senos que lucían igual de abultados a aquellos de la fotografía; las tres manchas avistadas sobre ellos, dos en el seno izquierdo y una en el seno derecho, también coincidían. Era herencia de su abuela materna.

Aunque era sorprendente el parecido físico con su hermana, ella no las tenía.

Dejó caer la mirada hacia el ombligo que resbaló en su diminuta depresión recordando los detalles... Rosó con agrado la mancha oscura que lo bordeaba, y fue esta última sensación la que le indicó que aquella fotografía expuesta en el museo, era un espejo de su cuerpo.

Lo cubrió con la batola para no atormentarse más.

La presencia de Absalón llegó casual a su cerebro para hacer daño. « Dos semanas para el octavo mes...». Todavía la intimidaba el cálculo preciso del desconocido.

Nunca fue amante de los números cuando estudiaba, y menos cuando dejó de hacerlo. «Son una macabra tortura china», le dijo una vez a su hermana refiriéndose a ellos cuando le recordaban: el tiempo de abandono de su padre, los años de sufrimiento de su madre durante el desamparo conyugal, los meses de padecimiento durante la enfermedad, la edad a la que dejó de existir, el tiempo transcurrido desde su muerte, las fechas de los cumpleaños sin celebrar, la edad que tenían ella y su hermana cuando quedaron huérfanas, y hasta el número de los consejos antes de morir... que fueron tres.

Un suspiro más pesado que su abdomen le despertó un dolor inédito y original, que la hizo llorar al recordar la cuenta de los días en que Leonzo había desaparecido de sus vidas. Lo suspiró hasta quedarse dormida.

No sospechaba que los trágicos números seguirían rigiendo su destino. Estaba próximo a acontecer.


El celular la despertó a la hora indicada. Entre dormida, Légore estiró su cuerpo con tal facilidad que su cerebro aún aletargado no lo comprendió. Sobre la mesa de noche al lado de la cama, contiguo al celular, estaba la lámpara. Reguló la intensidad de luz desde el interruptor para que no fastidiara en sus ojos. Bajó de la cama y se dirigió al baño.

Zior que había dormido en su pequeño colchón esponjado en el mismo dormitorio, no paraba de ladrar.

—Ya, Zior. Basta —dijo con autoridad.

Tan pronto salió del baño, gimió y ladró con más fuerza.

—¿Qué te pasa, Zior, vas a asustarlo.

En el momento en que llamaba su atención, Légore mandó su mano izquierda al abdomen que permanecía totalmente plano, como estuvo antes del embarazo. La holgada batola se desinfló con el impulso.

—¡Oh por Dios! ¡¡Por Dios!!

Esta vez no era un mal sueño... Era una terrible pesadilla en estado de vigilia.

Corrió a buscar el interruptor en la pared para tener más claridad.

Recogió desesperada la piyama hasta la altura de su cintura, sin que su abdomen revelara indicios de alguna gestación. Lucía virginal, sin el más leve y tormentoso placer de una insinuación de vida. Ni siquiera la fresca existencia de la línea alba alargada desde el pubis hasta el esternón, que buscó con ansia con sus ojos y sus dedos.

Disfrutaba observarla todos los días.

La entusiasmaba el hecho de que su cuerpo en embarazo, era como un mundo asemejado al globo terráqueo con sus líneas imaginarias. Bastaba con que una sola se notara. Y ahora no estaba. El calzón de seda que cubría el altar de sus genitales lucía salpicado de insignificantes gotas de sangre que vertían desde la vagina. Demasiado pocas para imaginar un parto. Pero suficientes para creer que algo ocurrió en su vientre.

—¡¡¡Marcus!!! —gritó desesperada, que la intensidad de la voz se elevó a la enésima potencia matemática.

Corrió hacia la cama con la esperanza de encontrarlo entre el cobertor, y el miedo de verlo asfixiado. Las mismas gotas de sangre sobre el panty estaban plasmadas en la sábana que cubría el colchón, como la sagrada evidencia de un suceso insólito e incomprensible. El resto de la ropa de cama lucía impecable contradiciendo cualquier insinuación fatídica.

Los gritos lanzados al aire retornaron cercenando su juicio, que corrió por toda la casa en su búsqueda moviendo muebles y levantando cortinas, como si ya fuera un infante jugando a las escondidas. Había olvidado que en las cuentas de la doctora Swana, tenía ocho meses cumplidos. Retornó a la habitación y al mirar debajo de la cama, se abalanzó frenética para agarrar la correa de Zior hecha de nylon, que lucía oscura por el uso, y que debió confundir con el cordón umbilical, aquella correa de vida hecha de arterias y venas que alguien desaseguró de su organismo cuando aún no era tiempo.

La enrolló entre sus manos y golpeó el piso con ella.

No dejó de gritar su nombre.

Zior, que acostumbraba a saltar cuando su ama cogía la correa, corrió a esconderse al interpretar su ira. Durante la noche se oyó ladrar, y Légore cubrió su cabeza con la almohada para impedir que sus quejidos le quitaran el sueño. Tal vez fue testigo de lo que ocurrió sin que su ama comprendiera el mensaje.

Un día antes lucía esperanzada de su nueva condición, y ahora tenía el aspecto hipocondríaco que con gusto la conduciría a la muerte. Cuando un destello de juicio la hizo reaccionar, tomó el celular para llamar a su hermana.

Olvidó que estaba molesta con ella.

Analé tomó el celular que repicaba en la mesa de noche y contestó desde la cama.

—¿Légore? ¿Pasa algo?

No era una hora cotidiana para una llamada normal. Por el avanzado estado de embarazo dedujo que requería de ayuda médica. Pero no la que recibiría.

—Légore. ¿Estás ahí? —insistió, cuando un suspiro tormentoso insinuaba una especie de interferencia.

—Marcus... ¡ya no está en el vientre! —dijo sollozante.

—¿Qué quieres decir? ¿Ya nació?

—¡¡Me lo robaron del vientre!! —vociferó con fuerza y angustia, que su hermana imaginó una cesárea en estado de conciencia y en cuestión de segundos, como quien abre un bolso ajeno para hurtar algo valioso.

—¡Oh por Dios!

El teléfono se desprendió de su mano cuando la noticia lo convirtió en una braza candente de dolor que le quemó la palma...

—¿Qué pasa, Analé? —preguntó Andreu que entrevió su reacción recostado a su lado, aún cegado por el sueño.

Desde el piso el celular indicaba el final de la llamada.

—Es... Légore. ¡Le robaron el bebé!

—!¿Cómo que lo robaron?¡ ¿Cuándo nació?

—No lo sé. Fue lo que dijo.

La extraña noticia los levantó de la cama.

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