CAPÍTULO 9: IGNIS

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Claudio revisaba con detenimiento un pequeño mapa encima de la única mesa que había en la estancia, marcaba algunos puntos con un trozo de carbón puntiagudo mientras susurraba palabras inconexas para sí mismo. Agatha y Fobos estaban listos para irse, se encontraban de pie cerca de la chimenea esperando la escolta que los llevaría a la salida sur del campamento.

—¿Cómo está tu hombro hoy? —preguntó Claudio, dirigiendo una breve mirada hacia Fobos antes de volver a tu trozo de papel.

—Perfectamente. Si no recordara con claridad todo lo sucedido anoche, no podría creer que el zarpazo de ese monstruo me había dado tan fuerte.

—Estupendo —respondió Claudio—. Aunque deberías agradecer que aquí hubiera Fraxinella, de lo contrario habrías perdido el brazo —sentenció.

Agatha lo miró con los ojos muy abiertos, no estaba segura de si la última frase era un sarcasmo o no. Aunque la dureza de sus palabras parecía indicar que hablaba muy en serio. Súbitamente, Claudio dio un golpe en la mesa provocando que esta se tambaleara, como si las patas la sostuvieran muy precariamente en su lugar. Dirigió la mirada hacia el fuego que continuaba encendido y comenzó a hablar sin mirar a nadie en particular.

—Cruzaremos las cavernas en silencio. Sólo hablaran si es estrictamente necesario y en voz baja. No quiero correr riesgos de despertar algo que no podamos manejar luego —declaró el anciano—. Una vez dentro, habrá bastantes bifurcaciones a medida que avancemos. Siempre tomarán el camino del lado derecho salvo que, por algún impedimento en el sendero, les indique lo contrario —concluyó.

—¿Por qué nos explicas esto? Estarás allí con nosotros —preguntó Fobos, arqueando una ceja.

Claudio lo miró con el ceño fruncido. No estaba contento con el hombre, en lo más mínimo. ¿Es que acaso no tenía ningún sentido común? Era una completa locura fraternizar demasiado con un humano que había sido enviado a las esferas del tormento, ni hablar de los que venían aquí por accidente. Quizás debería explicarle que Agatha estaba formando un lazo cada vez más firme con este mundo. Tal vez así evitaría acercarse demasiado. Recordó de mala gana que, esa mañana, Agatha se había levantado de un salto de la cama y comenzado a barbotar explicaciones sobre la hipotermia y quién sabe qué más. Él no estaba del todo convencido de que eso fuera razón suficiente como para que ella y Fobos hubieran pasado la noche cuál pareja de amantes en el mismo lecho —suspiró cansinamente—. Se haría un bien mayor si se desligase de esos pensamientos, lo que pasara entre ellos no era su problema. Al menos no lo sería por mucho tiempo más.

—Escuchaste la parte en que dije que cruzaríamos en silencio ¿No? —contestó con sarcasmo Claudio.

Fobos resopló y se apoyó en un lateral de la chimenea. Estaba seguro de que Claudio tenía unas ganas enormes de asestarle un puñetazo y, en parte, lo comprendía. Ni él mismo estaba del todo seguro de por qué protegía tanto a Agatha. Si ella moría teniendo un lazo con él, sólo se añadirían unos tantos siglos extra a su tormento. Pero por lo demás, estaría libre de ataduras. Sabía que Claudio estaba pensando lo peor que podría ocurrírsele; que había algún tipo de conexión emocional entre ellos dos. Sin embargo, la realidad no era esa. La mujer sólo le agradaba y no quería verla muerta por haber cometido un estúpido error al leer un libro.

—De acuerdo —replicó Fobos—. Puedes continuar con tu explicación.

—Agatha —la llamó Claudio—. Aquí, ¿ves estos puntos marcados en el mapa? —Al ver que Agatha asentía, continuó—. En esos sectores de la caverna se expulsa vapor a temperaturas suficientes para derretirte la piel en segundos y de otros, brota lava ardiente si es que el lugar se siente amenazado. Por consiguiente, es imperativo que sigan exactamente la ruta que voy a ir marcando delante de ustedes con una pequeña antorcha.

—¿Por qué pequeña? ¿No podemos llevar todos una? —preguntó Agatha, preocupada—. Y ¿Qué quieres decir con que, «el lugar se siente amenazado»?

—No. No queremos llamar la atención de las sombras que pululan por allí. Ten en cuenta que estaremos bajo un encantamiento que nos hará ver como ellos. Sin embargo, los seres que habitan las cuevas de Ignis no precisan de luz para ver y se darían cuenta de inmediato que somos humanos. Al menos dos de nosotros lo somos —contestó Claudio, omitiendo la última pregunta.

Fobos bufó.

—La escolta ha llegado —anunció el anciano al escuchar el golpeteo en la puerta.

Los tres abandonaron la cabaña y salieron al paisaje glacial que Agatha se estaba habituando a contemplar en su día a día. Al menos no había mucho viento y la nieve todavía no comenzaba a caer. Los guardias los guiaron un largo trecho hasta unas enormes puertas dobles de madera tallada que marcaban la salida al sendero de Ignis.


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La gigantesca entrada a la caverna que se alzaba frente a ellos era de una piedra color azabache. Parecía que las sombras del interior se colaban hacia fuera y formaban un manto tenue y oscuro que la cubría completamente. No se podía ver más allá de los primeros metros después de la entrada y Agatha sintió un escalofrío al ver que la oscuridad circundante parecía moverse, como si fuera una red viva que envolvía todo lo que estaba demasiado cerca de la piedra.

—De acuerdo. Todos deben llevarse la esfera hasta el entrecejo y dar un pequeño golpecito allí con ella —explicó Claudio.

Agatha arqueó una ceja y, aunque eso le sonaba bastante absurdo, hizo lo que le decían. Después de realizar lo que el Vinificus había descrito como «El encantamiento», le entregó con el ceño torcido la esfera a Fobos, a quién vio repetir el extraño ritual. El último en realizarlo fue Claudio. Lo primero que Agatha pensó, fue que no había sucedido nada, ya que seguían viéndose como siempre. De seguro, el hombre sin piel los había engañado.
—No me parece que esto tenga ningún efecto —anunció ella, mirándose las manos, como si esperara que le brotara algo de las palmas.

Claudio sacó un objeto de entre su capa de piel y se lo entregó a la mujer. Al cogerlo de la mano del anciano, le pareció que era un espejo antiguo bastante pequeño, con un marco aparentemente de bronce y con finos detalles en su labrado. Al acercárselo a la cara, Agatha estuvo a punto de soltarlo de golpe. Lo que veía no era su reflejo sino una sombra negra indefinida, con ojos de un brillante color sangre devolviéndole la mirada.

—Así es como te verán ellos —explicó Claudio, tomando el espejo de vuelta. Vio con diversión como ella se tocaba la cara, buscando algún signo de haberse convertido en la criatura que acababa de ver—. Vamos —añadió, mientras encendía una antorcha de espaldas a ellos y se adentraba en el oscuro recinto de roca negra.

—¿Cómo ha encendido eso? —preguntó Agatha con curiosidad a Fobos, refiriéndose a la pequeña antorcha que ahora brillaba como una diminuta estrella de fuego delante de ellos.

—Quién sabe —dijo el hombre por toda respuesta y la instó para que entraran detrás del anciano.

Habían acordado de antemano que ella iría al medio y Fobos detrás. Así, podían protegerla si algo sucedía. El lugar era muy oscuro y Agatha tenía la sensación de que se volvía más caliente con cada paso que daban. Fobos había dejado su capa de piel atrás, al poco rato de cruzar la entrada. Ella había pensado que era algo extraño de hacer, pero el calor que emanaba de las rocas y comenzaba a sofocarla un poco, la hizo desear haber hecho lo mismo. Sentía que llevaban un buen tramo recorrido, cuando llegó la primera bifurcación. Claudio les hizo una seña para que lo siguieran por el camino de la derecha.

—No veo el piso —susurró Agatha.

—Sólo sigue los movimientos de Claudio —le respondió Fobos en un murmullo.

«Ese es precisamente el problema», pensó ella. La antorcha que el hombre cargaba era tan pequeña e iluminaba tan poco, que le dificultaba la visión. Sólo veía la silueta que iba en frente de sí, pero también notaba que Claudio esquivaba ciertas cosas en el piso que ella no podía ver y, por ende, no tenía claro en qué lugar pisar. A veces veía que el anciano serpenteaba por el camino, agachándose un poco o esquivando unas fisuras en la roca que expulsaban vapor a presión. Cuando ya habían pasado bastantes bifurcaciones sin contratiempos y todo parecía ir como estaba planeado, Agatha pisó algo que emitió un chillido escandaloso.

—Oh no —dijo por lo bajo Fobos.

—¡Corran! ¡Siempre por la derecha! —grito Claudio, que desaparecía corriendo por delante de ellos.

La caverna comenzó a iluminarse de a poco y Agatha escuchó un batir de alas, el sonido parecía provenir de arriba, muy arriba de sus cabezas.

—No te detengas a pensar —le dijo Fobos, cogiéndola de la mano para que corriera junto a él.

Agatha corrió, pero las ropas eran demasiado pesadas. Se soltó con la mano libre los ganchos que ataban la capa de piel y la dejó caer al suelo. De inmediato, escucho detrás de sí que algo se abalanzaba sobre la prenda que acaba de botar y su corazón comenzó a latir más rápido.

—¿Qué son esas cosas? —preguntó, con la respiración agitada mientras corría lo más rápido que le permitía su condición física.

—Dragones de sombra —contestó Fobos, sin mirarla ni detenerse.

Agatha sentía que el camino no terminaba nunca y el calor se estaba volviendo abrasador, le costaba respirar y correr unos pocos metros más parecía imposible. Se detuvo en seco al ver un líquido rojo que manaba de algunas rocas en las cercanías. La caverna seguía iluminándose, con un manto de color escarlata cada vez más intenso.

—No...Puedo —gimió Agatha, cuya respiración se estaba haciendo muy pesada.

—Vamos Agatha, no falta demasiado.

Inhalando todo el aire caliente que pudieron contener sus pulmones, le hizo una señal de asentimiento con la cabeza a Fobos y siguieron corriendo por un tramo que los llevó a una bifurcación mucho más pequeña que las anteriores. El lugar era estrecho, ya no podían correr, era necesario pasar deslizándose de costado.

—Las paredes están calientes —dijo Agatha, con el corazón desbocado.

—Es la lava. La caverna está viva; si detecta invasores, comienza a expulsar el magma desde el interior. No debe quedar demasiado tiempo para que llegue a la superficie. Vamos, hay que apresurarse. Claudio debe de haber llegado al otro lado.

Agatha avanzó lo más rápido que pudo, el pasaje era largo y parecía encogerse a medida que seguía moviéndose. La salida derivó en una estancia de piedra pequeña con una hendidura en la pared, lo suficientemente grande para que pasara una persona adulta sin problemas. Claudio estaba esperándolos allí.

—¿Qué estás esperando? —le espetó Fobos—. Sal de esta condenada caverna de una vez —añadió Fobos, señalando la grieta en la piedra.

Claudio tomó una respiración profunda antes de contestar. Tenía el rostro muy serio, como si se dispusiera a anunciar la muerte de alguien.

—No. No puedo seguir con ustedes. No puedo cruzar —sentenció.

Agatha lo miró boquiabierta. No entendía lo que estaba pasando. Él se había ofrecido voluntariamente para venir con ellos, nadie le había puesto una soga al cuello.

—Puedes hacer esto solo —siguió Claudio, dirigiéndose a Fobos—. Sabes cómo moverte por Fraglans, no te será difícil llegar al pasaje subacuático.

Fobos sabía que el hombre estaba ocultando algo. Lo supo desde un comienzo, pero ya estaba resultando demasiado evidente. ¿Por qué había venido hasta aquí si no pretendía cruzar con ellos? ¿Pensaba coger la esfera y devolverse? No tenía sentido. Pudo decirles desde un principio que no llegaría hasta Fraglans.

Fobos se acercó al hechicero y lo cogió bruscamente por las pieles, rebuscando en ellas. Cuando hubo encontrado lo que buscaba, lo soltó.

—¿Cuál es el problema Claudio? —inquirió Fobos, sosteniendo la esfera de Cefeo en lo alto. Dejando muy en claro sus intenciones.

—No lo hagas. Tengo que volver. No soy como tú, no puedo volver sin eso.

—¿Tengo que repetirte la pregunta? —insistió el hombre, haciendo girar la esfera entre sus dedos.

—No tengo nada que responderte. ¡Conoces mi desprecio por Fraglans! ¡Estuve recluido allí durante lo que a mí me parecieron siglos!

—¿De verdad pretendes que me crea que ese es el problema? ¿Qué nos estás ocultando Claudio? ¿Tiene alguna relación con Agatha?

—No —respondió el hombre, demasiado rápido.

Claudio ahogó un grito cuando la esfera saltó en mil pedazos al golpear el suelo de piedra ardiente. Volutas de humo negro se elevaron hacia el techo de la caverna cuando se hubo abierto. El anciano observaba horrorizado los pedazos del cristal que ya no contenían ni una pizca de magia. Se apoyó en la pared más lejana y trató de recuperar el aliento.

—¡Me has condenado a este maldito lugar! —le espetó a Fobos.

—Quizás ahora sí quieras venir con nosotros. La caverna nunca ha sido muy buena compañía —le contestó el hombre, con la voz cargada de sarcasmo.

—¿Tengo siquiera alguna elección? —preguntó Claudio, que de pronto, parecía cada vez más débil y desvalido.

Fobos lo miró con desprecio y se dirigió hacia la salida del lugar, llevando consigo a Agatha, quién no lograba salir de su asombro.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella, con los ojos muy abiertos. Encontrándose al fin, fuera de las cavernas de Ignis.

—Nada —respondió Claudio. Que había emergido por la apertura en la piedra—. Creo que deberíamos continuar. Mi única opción para regresar se encuentra en Interdiu.

Agatha se percató de que Fobos lo miraba con aprensión. Pero ninguno de los hombres volvió a hacer comentarios durante el camino.


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Si Agatha había pensado en usar ropa de esquiar en Glacialis, aquí ciertamente le habría venido bien su bañador. El sol era abrasador y, según lo que había comentado Claudio, no existía la noche. Tenían que avanzar rápidamente por la zona sur, teniendo cuidado con los géiseres que aparecían en ciertos puntos del camino. Esa era una zona desierta, le habían dicho los hombres cuando volvieron a hablarse entre sí, como si nada hubiera pasado. El único peligro, eran las quemaduras por el vapor y la lava. Estaban calculando que tardarían el equivalente a un día en llegar al pasaje que conducía a Interdiu.

Fraglans estaba compuesto por placas de terreno sólido que estaban parcialmente divididas por ríos de magma. No existían senderos para pasar directo de una a otra y la única forma de cruzar era rodeando las zonas o buscando puntos de anclaje que les permitieran cruzar por encima de los ríos ardientes. Por fortuna, el pasaje a Interdiu se encontraba en el mismo sector que ellos, había dicho el anciano. Sólo debían de sortear algunos pequeños problemas.

—Agatha—dijo Claudio—. Tienes que hacer algo con esa túnica demasiado larga. Si tropiezas gracias a un pedazo de tela, sería una muerte bastante tonta. —Señaló a su derecha—. Tenemos que cruzar ese río para llegar la ex ciudadela de este lugar.

Agatha se quedó boquiabierta. A unos cincuenta metros de donde se encontraban, había un río cuyas aguas espesas y rojas se movían lentamente hacia la izquierda. Veía que se alzaba vapor y escuchaba gritos a lo lejos.

—¿Quién grita? —preguntó, preocupada.

—Sería mejor que lo vieras por ti misma —le contestó Fobos. Este había dejado de tratar a Claudio como si no existiera después de haber recorrido un buen tramo de terreno llano. Parecía haber llegado a la conclusión de que sus métodos de indagar mediante la violencia verbal o ignorarlo para siempre, no iban a llevarlo a ninguna parte. Por lo que Agatha había evitado volver a tocar el tema que generó la tensión en primer lugar. Recorrieron el terreno irregular que llevaba hacia uno de los lados del río. Había trozos de piedra y unos ladrillos de gran tamaño esparcidos por el suelo. No existía la vegetación allí y el calor era sofocante. Estaba deseando quitarse toda esa ropa hasta que recordó que no llevaba puesto nada debajo.

—Agatha, cuidado —dijo Claudio, justo antes de que ella tropezara con la punta de una roca que estaba enterrada.

—No me resulta fácil caminar, van a tener que bajar la velocidad o me dejan atrás —anunció, de malas pulgas.

Habían llegado a la ribera del río y sólo se podían ver grandes trozos de piedra que lucían sacados directamente de alguna edificación enorme. Asomaban desde el fondo del lecho, quedando como estructuras que podían utilizarse a modo de apoyos para cruzar al otro lado. Agatha miraba el paisaje que tenía frente a sí como hipnotizada, no creía poder cruzar a pie; las viejas ruinas de algún castillo no parecían ser apoyo suficiente. Además, su estado físico estaba demostrando que esas peripecias eran demasiado para una humana común y corriente.

—Agatha, ven aquí —le indicó Fobos, señalando una roca grande que parecía ser una suerte de peldaño inicial para comenzar a avanzar entre el derrumbe y la lava—. No vas a poder seguir con eso, es demasiado largo. Vas a tropezar, Claudio te lo explicó —añadió, señalando la túnica que casi rozaba el suelo.

—No pretenderás que me quite esto. ¿Verdad? —comentó escandalizada.

—Por supuesto que no —dijo Claudio, con un tono de voz que se encontraba a medio camino entre el hastío y la condescendencia.

Fobos le indicó con un gesto que se apoyara en la roca y, apoyando una rodilla en el suelo, cogió el bajo de la túnica y lo rasgó abarcando todo el ruedo, hasta la altura de las pantorrillas de Agatha.

—Listo —comentó poniéndose de pie—. Ahora podrás caminar más cómoda.

Agatha no sabía si estar agradecida o enfadada. —Podrías haberme avisado que ibas a hacer esto. ¿No te parece?

Fobos se apartó el oscuro cabello del rostro y la miró alzando una ceja, le dirigió una sonrisa juguetona y se dirigió al borde de la ribera, sin hacer más comentarios. Al cabo de un momento, le hizo un gesto a la mujer para que se acercara. Agatha caminó los pocos metros que los separaban, de mala gana.

—¿Qué...?

No alcanzó a terminar la pregunta que tenía en la punta de la lengua. El horror de lo que sus ojos veían paralizó sus pensamientos y los trasladó a un sitio muy lejano en la parte de atrás su mente. De la ardiente lava estaba asomando una persona, primero salía su cabeza, con el cabello chamuscado y la piel parcialmente derretida, como si fuera una estatua de cera expuesta al calor. El sujeto abrió los ojos, que parecían a punto de saltar de su cara debido a la presión interna que les generaba la alta temperatura del lugar. Luego asomaron los brazos, con algunas partes del hueso a la vista, haciendo el intento de afirmarse en el espacio vacío sobre su cabeza. Agatha comprendió horrorizada que el ser trataba de escapar del magma, pero le era imposible. No podía verse más que la parte superior de sus hombros y ella dudaba que el lecho del río fuera lo suficientemente bajo como para que el hombre estuviera de pie; el sujeto no tenía forma de escapar. Cuando la consternación que la había embargado comenzaba a disiparse, la figura que se derretía frente a ella comenzó a dar unos alaridos espantosos que le pusieron la carne de gallina. No entendía el idioma en que él pronunciaba algunas palabras al aire, pero estuvo segura de que pedía auxilio. Un escalofrío recorrió su cuerpo, haciéndola temblar y cortándole la respiración.

—No le tomes demasiada atención Agatha —dijo Claudio—. Cualquiera que haya terminado en este lugar recibiendo un castigo, es porque ha cometido un crimen igualmente terrible. Es fácil sentir compasión por estas criaturas que ruegan por ayuda, pero cuando te enteras de las aberraciones que cometieron en vida, podrías llegar a pensar que esto, es poco.

—Deberíamos continuar nuestro camino —anunció Fobos—. Agatha, toma mi mano y sube a este trozo de muro —añadió.

Agatha no podía quitarle los ojos de encima a la criatura, pero obedeció. Se apoyó en la mano que le ofrecían y subió al tabique que le había señalado Fobos. Se sentía más firme de lo que se veía. Parecía ser tan grande como para llegar a estar enterrado en el fondo del río. Fobos y Claudio subieron tras ella, esa área del muro era suficiente como para permitirles estar de pie al mismo tiempo a los tres. Sin embargo, Agatha notó que, para seguir avanzando, tendrían que ir cruzando de a uno. De inmediato se le encogió el corazón y la respiración se le hizo pesada.

—Yo cruzaré primero —explicó Fobos—. Tú irás detrás y Claudio al final. Iré ayudándote con los apoyos, no te preocupes demasiado. Sólo pisa firme, no titubees.

A medida que avanzaba entre los viejos muros de piedra negra, Agatha sintió que la temperatura se elevaba y que comenzaba a sofocarse. Su piel tenía la sensación de estar expuesta a una llama que calienta a muy corta distancia. Necesitaba salir de allí lo antes posible. Algunos de los espacios para ubicar el pie eran demasiado pequeños, a ratos se afligía porque perdía el equilibrio y tenía terror de caer a la lava. No quería quedar atrapada allí como ese hombre que había visto. Fobos le sujetaba la mano cuando la veía tambalear un poco, así que no estaba teniendo demasiados problemas a pesar de todo. Claudio, por otro lado, era bastante ágil pese a su edad. Quizás ella estaba siendo prejuiciosa, pero pensó que alguien anciano tendría más dificultades que ella para cruzar, claramente, estaba equivocada.

—El último paso aquí —le dijo Fobos, señalando un ladrillo gigante que estaba enterrado en diagonal. Parte de él en la lava y parte en la tierra.

—Al fin —soltó Agatha, suspirando de alivio y alejándose lo que más pudo del calor que emanaba del cauce.

Claudio puso un pie en tierra y caviló durante unos momentos. Tenían que dirigirse hacia la ex ciudadela, la cual estaba a unos doscientos metros de allí. El terreno era bastante liso, por lo que no habría mayores dificultades. Todavía estaba enfadado porque habían roto la maldita esfera, pero ya no tenía mucho más que hacer. Su amigo tenía razón, le estaba ocultando algo. Lamentablemente para ellos, cuando se enteraran, ya sería demasiado tarde para todos.

Agatha miró sorprendida lo que Claudio había llamado «La ex ciudadela». A ella le parecía un montón de rocas y torreones destruidos. Había dos o tres edificaciones que se mantenían apenas en pie, pero todo el resto de lo que alguna vez había sido una fortaleza de piedra gris oscura, estaba ahora en el suelo.

—¿Qué pasó en este lugar? ¿Por qué todo está devastado?

—Demonios —contestó Claudio—. Nacieron del estómago de los cadáveres que se dejaban a la orilla del río, que alguna vez tuvo aguas cristalinas. Fueron el castigo de los dioses para la crueldad con que los señores de Fraglans manejaban sus tierras y a sus ciudadanos.

—Y ahora... ¿Dónde están esos demonios? —preguntó Agatha, sin mucho entusiasmo por escuchar la respuesta.

—En todos lados —explicó Claudio—. Bajo la tierra principalmente, cobijándose en las sombras del sol que abrasa este mundo. Pero existe la posibilidad de toparse con ellos en sus formas humanoides, razón por la que la esfera habría sido un excelente aliado ahora. —Miró de reojo a Fobos, quien no se inmutó en lo más mínimo ante el intento de ironía.

—Entonces, ¿ellos destruyeron todo esto? —siguió preguntando Agatha.

—Así es. Redujeron a polvo la ciudad y a todos sus habitantes. Transformaron lo que alguna vez fue un terreno fértil, en un desierto de piedra y fuego —contestó.

Caminaron entre los restos de la antigua ciudad, pasando por encima de pedruscos enormes y muros derruidos que entorpecían la senda que estaban siguiendo para llegar al punto que Claudio había definido como «La entrada al pasaje subacuático». Agatha no tenía idea de qué significaba aquello, pero estaba tan incómoda en ese lugar, que cualquier cosa que fuera el equivalente a largarse, sonaba bien.

—Es aquí, con cuidado —anunció el anciano.

Entraron en lo que alguna vez había sido una gran habitación de mármol, decorada con altos pilares en las esquinas y un arco que marcaba la entrada, mismo que ahora estaba parcialmente quebrado y sus trozos se encontraban desparramados por todo el lugar. Claudio los guio hasta unas escaleras subterráneas que llevaban a lo que Agatha tomó por la entrada a un sótano, en las que después del cuarto peldaño, no podía verse nada más que una negrura infinita.

—Oh no. Otra vez no. —Agatha gimió.

—No temas —dijo Claudio—, es un pasaje libre de peligros. Yo bajaré delante, tu irás en medio y Fobos irá detrás. Cualquier sonido extraño, no te detengas a mirar de dónde salió. Sólo sigue mis pasos.

—Dijiste que no había peligros —masculló Agatha.

Claudio ignoró el último comentario y se dispuso a bajar, encendiendo nuevamente la pequeña antorcha que había cargado en las cuevas de Ignis. Por primera vez, Agatha notó que la había prendido frotando las yemas de sus dedos en la punta de la vara de madera. «Brujos», pensó.

La bajada no era tan terrible como ella esperaba. No había voces susurrando a su alrededor ni hacía frío. De hecho, el clima se había vuelto bastante agradable, incluso un poco húmedo. Después de bajar durante mucho rato, Agatha comenzó a impacientarse, pero no quería estar preguntando como una cría cuánto tiempo faltaba. Todo su drama interno se había agotado después del episodio con el devorador de miserias. Ahora se sentía un poco más abrumada, pero al mismo tiempo, más relajada. Era una sensación bastante difícil de explicarse a sí misma. Si tan sólo pudiera confiar en alguno de los hombres lo suficiente como para contarles sus tribulaciones, quizás estaría mucho mejor.

Después de media eternidad, o así le pareció a ella, escuchó gotas que caían desde arriba de sus cabezas hasta un fondo que no se alcanzaba a divisar. Siguieron bajando un tramo más bien corto, hasta que Claudio se detuvo. Las gotas parecían caer sobre agua, y la humedad en el ambiente era un indicador de que, aparentemente, habían llegado al pasaje subacuático. Agatha bajó con cuidado de no tropezar, pero acelerando el paso hasta donde estaba Claudio. El último peldaño estaba bajo el agua y la antorcha del anciano iluminó una caverna de aguas cristalinas color turquesa y paredes de una roca gris pálido. 

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