Anda coño. ¿Ahora no me ignoras?

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El señor Brown está más pesado que nunca. Desde que mi accidente en el lago, no hace más que recordarnos que no salgamos del perímetro establecido. Entiendo que se sienta culpable, aunque yo no lo culpo por lo que me pasó. Sin embargo, como él parece sentirse mejor teniéndonos a todos bien vigilados, su clase se limita a hacernos correr alrededor del campo de fútbol.

No sé cómo estará Dafne, hace rato que me ha sacado ventaja, pero yo estoy muerta. Me late la garganta, me quema el aire en los pulmones, y hasta siento que voy a vomitar los higadillos. Dicen que el deporte es salud, pero yo creo que el que dijo semejante gilipollez estaba borracho.

Estoy tan derrotada que el propio retumbar de mis pies contra la gravilla hacen que se me nuble la vista. Cierro los ojos, intentando recuperarme y buscar algún tipo de fuerza misteriosa que me ayude a seguir el ritmo de mis compañeros. Mi cabeza cae hacia el suelo, juro que me pesa el cuello. Necesito un descanso, aunque sea de dos segundos. Sé que no puedo parar sin más, que Brown me gritará desde lo alto de las gradas mientras mastica ese puñetero bocadillo, y que me hará dar otras cinco vueltas más.

Sé que ya tengo una edad para estas tonterías, pero ante mi agotamiento, me veo capaz de hasta fingir que me ato los cordones solo por poder apoyar una rodilla en el suelo y recobrar el aliento. Y vaya que si lo hago.

Hinco la rodilla en el suelo, apoyo el peso de mi cabeza en mi rodilla, y me desato rápidamente el cordón del pie derecho.

«Joder qué gusto.» Disfruto de los pocos segundos de descanso que me brindará está excusa.

— ¡Petrova!— grita Brown.

— Cordones.— me limito ha decir.

Apuro el tiempo todo lo que puedo, creo que no me he atado una zapatilla tan despacio en mi vida. Y aunque me dan ganas de desatar la otra y ganar más tiempo, las voces de los competidores que van a doblar me en esta vuelta, me indican que más me vale darme prisa y no enfadar al profesor.

Me levanto como puedo, agotada y con los músculos ardiendo bajo mi piel. Cojo todo el aire que puedo antes de emprender de nuevo mi marcha y...

— ¡Joder!— chillo. Me siento volar, literalmente, hasta aterrizar boca abajo sobre el hombro de alguien.

Siento mi trasero expuesto al frente, mientras mi cabeza cuelga hacia abajo, y mi vista se reduce a la puñetera camiseta sudada de alguien.

Las risas de mis compañeros no se hacen esperar, y con ellas, la frase de "iros a un hotel", se me antoja como una patada en las tripas.

Damián... cómo no. Otra vez que me cuelga como un saco de patatas sobre si.

— No seas vaga, flor.— ríe mientras corre, y mi cabeza rebota por el trote.

— ¡Que me sueltes!— chillo.

— Anda, coño. ¿Ahora no me ignoras?— se burla de mí sin miramientos.

Bufo como un felino rabioso. Pataleo, chillo, y recurro ha algo a lo que ya recurrí una vez; le araño la espalda. Pero no funciona. No lo hace porque, estúpida de mi, ayer me corté las uñas. Damián se ríe ante mi fatídico intento de hacerle daño.

— ¡Foster!— grita Brown.— ¡Qué narices haces!

Voy a gritar, pero Damián me interrumpe cuando dice:

— Se ha torcido el pie. La dejaré en las gradas.— anuncia.

Y para mí sorpresa, cuando Brown parece estar de acuerdo con semejante mentira, me descubro agradeciendo en silencio que Damián me lleve hasta las gradas. Me deja sobre la primera, junto a la valla, y antes de que pueda hacer o decir nada, apoya las manos sobre la grada, a cada lado de mis caderas, y me planta un casto beso en los labios.

— Descansa flor.— suelta y se va, dejándome patidifusa.

Durante todo el bendito jueves intento esquivar a Damián todo lo que puedo. No sé a qué vino la escenita en gimnasia, pero desde luego que no me hizo ninguna gracia.

Claro está que esa jugada ya se la he hecho pagar en clase esta mañana con la directora Lawrence.

"—¿Si, Petrova?— pregunta la directora, en cuanto alzo la mano para reclamar su atención.

— Lo siento, ¿Puedes repetirlo? Damián no para de hablar y no he entendido nada.— miento.

—¡Foster! ¡A dirección!"

Si... Ha sido una jugada sucia y rastrera pero, ¿qué puedo decir en mi defensa? Se lo ha estado ganando con creces el condenado. ¿Qué esto me lo va a hacer pagar? ¡Desde luego! He sido la primera testigo en comprender la mirada asesina que me ha lanzado mientras salía por la puerta.

Por eso mismo, en cuanto salgo de clase y me siento desprotegida, corro en busca de mi hermano y me encaramo a su brazo. Sé que con mi hermano delante, Damián no va a atreverse a decirme nada. Ni en broma.

Y por fin llega el viernes. ¡Si! Tengo la sensación de que voy a estallar de emoción. Estoy histérica, pletórica, y todo porque, esta misma noche, voy a conseguir respuestas a todo.

Aun no tengo muy claro cómo podré encontrar a mi ángel, ni si estará allí. Pero lo que si sé con total seguridad, es que si no voy, entonces sí que no encontraré nada.

Me despido de mi tras el desayuno. Él y los de su clase van a pasar el fin de semana visitando una una de las universidades cercanas, y no volverá hasta el lunes.

Lo echaré en falta, de eso no cabe duda, pero al menos me consuela no tener que evadirlo esta noche a él también. Ya bastante tengo con los profesores y la directora.

Le digo adiós con la mano, y él me devuelve el gesto desde la ventanilla del autobús. En cuanto lo pierdo de vista, vuelvo corriendo al interior del edificio y casi me mato al llegar patinando hasta mi taquilla.

— Hey, frena, loca.— se ríe Dafne. Se echa un poco hacia un lado y me ha e un hueco entre ella y las gemelas.

— Este es el plan: vosotras dos,— susurra Dafne, señalando a las gemelas.— saldréis por la puerta trasera de la cocina entre las diez y las diez y cinco minutos. No os retraséis porque a las diez y cinco Lawrence va a tomarse su dichoso té.

— Entendido. Tenemos cinco minutos, ni más ni menos.— asiente Ivanna.

— Perfecto. Nosotras escaparemos por la ventana de tu habitación, igual que la última vez.— me dice Dafne.— Me encanta esa tubería que pasa junto a tu ventana.

— ¿Estás segura de que esa jugada no se la saben?— cuestiono. Ya escapamos por allí la última vez, y nos terminaron pillando.

— Nos pillaron en la discoteca, pero no saben cómo conseguimos salir del internado.—  aclara Dafne. Vale, tiene razón. — Nos encontraremos en el aparcamiento a las diez y diez. Ahora bien, todas tenemos almohadas extras guardadas en los armarios para fingir nuestro cuerpo bajo las sabanas, ¿verdad?— Todas asentimos riendo al recordar lo mucho que nos costó robarlas de la lavandería.— Bien, pues ya está planeado. Ahora, prohibido hablar del tema para no levantar sospechas.— ordena.

— Vale. Nos vemos luego, nenas.— se despiden las gemelas.

— Suerte, Ray. Te veo luego.— Dafne enfila el pasillo a toda prisa para llegar a su próxima clase.

Yo, por el contrario, como he llegado tarde a la reunión de planificación de fuga, aun ni siquiera he sacado los libros de las siguientes asignaturas.

Cojo los libros a medida que me voy fijando el horario de las asignaturas de hoy. Parece mentira que aún no me lo sepa, pero es así. En cuanto los tengo todos, nada más sacar la cabeza de su interior, la puerta de la taquilla se cierra de un golpe. Casi me pilla la nariz.

Pego un brinco, asustada, y nada más levantar la cabeza para ver quién o qué casi consigue que me quede sin nariz, me encuentro con el semblante serio de Damián.

Está cerca, muy cerca, y la mano que aprieta la puerta de mi taquilla como si la quisiese hundir, me indica de que ha sido él el que casi me pilla la cabeza.

Trago saliva con dureza. Si ya de por sí me intimida, con esa cara de mala leche más todavía. Aún así, mi orgullo me insta a mantenerme firme mientras él me observa con sumo detenimiento.

— No vas a ir.— suelta sin más.

«Perdona... ¡Qué!»

Mi mente se queda momentáneamente en shock. ¿Qué no voy a ir adónde?

— No sé de qué hablas, Damián. Pero tú no me das órdenes así que... si tú dices que no voy a ir... entonces voy a ir.—  le desafío.

Giro sobre mis talones para alejarme de él, más chula que un ocho. Pero justo antes de que pueda dar tan siquiera un paso, Damián me agarra del brazo y me estampa la espada contra la taquilla. Los libros se me escurren de las manos y que caen al suelo de forma estruendosa.

Los pocos alumnos que aún se arrastran con lentitud hacia las diferentes aulas, nos miran con curiosidad.

— Te he dicho, que no vas a ir.— sisea bajito, tan bajito que suena más amenazante si cabe. Pega su frente contra la mía, y me mira como si quisiese convencerme de algo.— No me lo pongas más difícil, flor.

«¡Pero bueno!»

¿Tú quién te crees que eres? ¿Mi padre?— ladro.

Me sacudo bruscamente, intentado liberarme, pero el condenado me sujeta los brazos con ambas manos y me los mantiene bien pegados a la taquilla.

— No, no es tu padre quién finjo ser precisamente.— aunque parece serio, su tono destila burla por doquier.

Sus palabras me sientan como una patada en las tripas. No sé si porque en su burla percibo la semejanza con "ni en tus sueños sería algo más que algo fingido", o por la impotencia que me produce sacudirme sin poder escapar de sus zarpas.

— No eres nadie. ¿Me oyes?— siseo con maldad.— No eres nadie para decirme lo que debo o no debo hacer. No eres nadie para besarme cuando te salga de las pelotas, ni eres nadie para intentar anteponer tu ley.

Damián contrae la cara como si acabase de darle un tortazo. Y aunque aprovecho el efecto de mis palabras para zarandearme y escapar, sigo sin conseguirlo.

— ¡Suéltame, joder!

Él cierra los ojos, aprieta la mandíbula y respira hondo. Cuando los abre, el celeste de sus ojos irradia rabia, fuego.

— No te voy a soltar hasta que me prometas que no iras.

Y ahora sí que sí, me toca la moral. No sé cómo lo hago, pero lo hago; consigo soltar un brazo y arremeter contra su pecho. Le pegó, le pegó con ganas, con saña, y la rabia que llevo dentro, se contagia de la impotencia de ver que él ni siquiera se inmuta ante mis golpes. No sé mueve, no me frena, ni siquiera me esquiva.

Y de repente, quizá por la sensación de deshago que me aporta cada golpe que arreo a su pecho duro y firme, me siento débil. Débil ante mi odio, ante mi rabia, ante mi propio enfado. Y debilidad es justo lo que me recuerda a la imagen que vi hace poco de mi misma en el espejo. Si... Aquella que se mordía las uñas nerviosa, perdida y desquiciada. La misma que fulmine por dejarse ver así ante el mundo, y la misma que jure no volver a ser.

— No viniste.— le reprocho. Y a mi reproche, le sigue la mano que, pareciendo tener vida propia, aterriza en su cara a modo tortazo.

Si. Un tortazo. Un tortazo que le gira la cara y rompe el silencio del pasillo.  Un tortazo del que me arrepiento en el mismo instante en el que Damián gira la cara de nuevo hacia a mi, y además de su mejilla enrojecida, percibo la tensión de su mandíbula, y la rabia contenida en sus ojos desorbitados.

Abre la boca para decir algo, pero justo en ese momento, alguien aplaude tras él, y una risa perturbadora y familiar, hace que se me hiele la sangre.

— Vaya, vaya... una pelea de enamorados.— ronronea Kenia. Su sonrisa es tan perversa como siempre, solo que esta vez, creo que sonríe de verdad, gustosa por lo que acaba de ver.

Ahora sí que tengo ganas de largarme de aquí. Si Damián me estaba incomodando con sus tonterías, ahora la presencia de Kenia no hacía sino acentuarlo aún más.

Tengo la vaga esperanza de que ahora que tenemos público, Damián me suelte y pueda largarme de aquí. Pero para mi sorpresa, no solo no lo hace, sino que para colmo, me agarra con más fuerza del brazo que aún retiene con su mano izquierda, y, a la vez que gira para encarar a Kenia, me esconde tras él.

Es un gesto protector. Un gesto que no me merezco después del tortazo que le acabo de dar.

— Lárgate, Kenia.— advierte.

Kenia, lejos de sentirse intimidada u ofendida, alza la cabeza y me mira por encima del hombro de Damián. Éste se tensa aún más, su dedos se me clavan en la piel cuando me empuja más hacia atrás, escondiéndome de esa perra.

Ante su gesto, Kenia sonríe maquiavélica. Siento mis piernas flaquear, y agradezco que Damián me tenga tan bien agarrada por el brazo y no me permita caerme. Por encima del hombro de Damián veo cómo Kenia desvía la mirada hacia él, desafiante.

— Lárgate.— repite él.— Se me está acabando la paciencia.

Kenia rompe a carcajadas.

— Lo que se te acaba es el tiempo, Demi. ¿Oyes eso?— se lleva un dedo a la oreja, como si estuviese intentado oír algo.— Tic - Tac, Damián, Tic - Tac. No siempre se estarás ahí.

Por un momento, me siento desorientada. ¿Demi? ¿Por qué coño le llama así? ¿Acaso hay algo entre ellos? ¿Acaso se conocen más de lo que yo creo?

— Nos veremos en otro momento, puta.— asegura Kenia, mientras diviso su cabeza enfilando el pasillo, y la lejanía del repiqueteo de sus tacones.

La amenaza en la promesa que acaba de mandarme me acongoja. Me deja tiesa en el sitio. Pero las palabras de Damián y la firmeza que empeña en ellas me devuelve a la realidad.

— No vas.— sentencia, me suelta, y se larga. Así, en ese orden, sin darme tiempo a decir nada.

— ¡Imbécil!— chillo a su espalda.

— ¡Ya estoy aquí!

Dafne irrumpe en mi habitación canturreando su presencia. Avanza hasta mi cama y deja caer sobre ella una mochila de deporte visiblemente pesada. ¿Qué narices trae? La veo desenroscar una goma de pelo que trae en la muñeca derecha y encarcelar su violeta melena en un improvisado moño desordenado.

Se vuelve hacia mí con una sonrisa, y, en cuanto me ve, su alegría se esfuma a medida que su ojos me escudriñan desde los rizos hasta los pies.

—¿Pero qué cojones llevas puesto?— blasfema.

Me observo por unos segundos, después alzo la cabeza, la miro y me encojo de hombros. ¿Qué tienen de malo mis Converse? ¿Y el vaquero negro? ¿Y mi camiseta de Nike?  Nada. Absolutamente nada. Voy cómoda y práctica, como a mí me gusta.

— Me estás vacilando, ¿no?— me acusa con el dedo, señalándome de arriba abajo.— ¿Cómo piensas darle un escarmiento a tu novio, si pareces una monja de clausura?

— Yo no quiero...— me callo. Me callo en cuanto justo recuerdo que esa es la mentira que le he soltado a Dafne para excusar mi insistencia por ir a la puñetera fiesta.— No estoy segura de saber hacerlo.— miento.

Miento porque la verdad es que no quiero poner coso a nadie, ni mucho menos ir llamativa. Solo quiero encontrar al ángel que me salvó aquella noche, el que de algún modo, inició toda esta locura en la que se ha convertido mi vida, y hacerme con todas las respuestas que necesito.

Una sonrisa maliciosa deforma el rostro de Dafne, hace danzar las cejas con picardía y avanza hacia a mi. A pasos lentos, calculados, depredadores.

— Oh, no. No, no, no.— Retrocedo de inmediato. La conozco. La conozco y sé lo que piensa hacer.

Si... es la hora de las pinturas y los vestidos. Y yo la odio.

Dafne se abalanza sobre mí, pero giro rápidamente hacia la izquierda y esquivo su agarre. La cabrona se ríe, y yo suspiro aliviada. Aunque el alivio se desvanece tanto o más rápido de lo que ha parecido, porque, idiota de mí, llevando tantos años como llevo en esta habitación, no cálculo mis pasos y tropiezo con mi propia cama. Caigo sobre ella panza arriba, igual que un cachorrito sumiso mostrando la barriga para no ser herida.

Dafne ríe como una loca mientras se lanza sobre mí a horcajadas, y empieza a hacerme cosquillas. Rompo a reír, llorar de la risa y gritar como si estuviese disfrutando de su tortura.

— Vas a dejar que te arregle para salir, si o si.— aclara sin disminuir el ritmo de su tortura.

— No podemos, ya son las nueve y media.— consigo articular entre risa y risa.

— ¿Cómo? Podemos y lo vamos a hacer.— asegura.

— Sí. Para. Para. Por favor. Para.— cedo entre carcajadas.

Al cabo de media hora soportando que Dafne me manipule como si fuese su modelo personal para competir en algún concurso de belleza, desliza la mano bajo mi barbilla y me alza suavemente la cabeza. Retrocede un par de pasos y me observa detenidamente. Un brillo de felicidad, emoción y admiración, destella en la infinidad de sus ojos negros como el tizón. Entrelaza las manos, las lleva hacia su barbilla y emite un grito eufórico digno de una niña pequeña.

— ¡Estás preciosa!

Miedo me da mirarme en el espejo. Acorto los dos pasos que nos separan de mi armario, abro la puerta y, cuando el espejo de cuerpo entero me devuelve mi reflejo, me quedo perpleja.

«¿Esa soy yo?»

Si, si lo soy. Lo soy porque a pesar de todo la plasta de maquillaje que me esperaba encontrar, casi no tengo nada. Mi cara apenas de ve alterada por un poco de rímel y carmín de un color rosa pálido, mientras que mis rizos, normalmente indomables, se mantienen a raya mediante una trenza que nace en mi sien derecha y termina sobre mi hombro izquierdo. El resto de la melena queda suelta y mis rizos caen una rebeldía favorecedora hasta mi cintura.

Y el vestido... ¡Ay el vestido!
El vestido negro que minutos antes me ha escandalizado, ahora parece estar hecho para mi cuerpo delgado y paliducho. La parte superior se ajusta a mi cuerpo como una segunda piel, realzando la estrechez de mi cintura, y marcando un pecho pequeños pero firme. Sin embargo, lo que más me gusta es el vuelo pomposo de la falda que me llega justo por encima de las rodillas.

— Yo... Yo...— balbuceo.

— Estas preciosa.— Dafne apoya la cabeza sobre mi hombro y me mira en el espejo.— Hoy se arrepentirá de enfadarte. Eso te lo aseguro.

Ay madre... Dafne sigue con lo de Damián y darle celos. ¿Por qué le mentí con eso?

— Venga  vamos.— se parta de mi y me da un azote en el trasero.— La fiesta nos espera.— canturrea mientras bailoteaba hasta la ventana con un zapato en cada mano.

Y así, con tacones en mano, nos deslizamos por la vieja tubería que desciende por la fachada junto a mi ventana, y corremos sigilosas hasta el aparcamiento.

El coche de las gemelas nos espera. La fiesta nos espera. Las respuestas a mis problemas me esperan.

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