¿Cómo lo sabe?

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Me lanzo hacia la puerta e intento quitar el pestillo. Pero mi cuerpo, poseído por el miedo, hace que mis manos temblorosas resbalen sobre él como si mis dedos estuvieran bañados en aceite. ¡Mierda! Escucho el ruido de algo pesado cayendo a mi lado, y cuando intuyo que es el puñetero depravado, que ya ha llegado hasta mi, la bola de mi garganta se libera en un grito de socorro.

— Ayu...— chillo, pero mis gritos quedan atrapados en la mordaza de dedos de la mano que me sella la boca.

Alzo las palmas en sinónimo de rendición mientras siento cómo tira de mí hacia atrás. Cierro los ojos con fuerza, por inercia, y mi espalda cruje al empotrarse de golpe con la pared. El miedo me domina y me impide reaccionar cuando su otra mano se hace con mis muñecas, obligándome ha alzar los brazos por encima de cabeza.

Siento su corazón agitado, su respiración entre cortada por el esfuerzo, y la presión que ejerce su pecho sobre el mío, mientras me mantiene presionada contra la pared.

— No hagas ni un puñetero ruido, flor.— advierte en un susurro.

Abro los ojos de golpe. ¡No me jodas!
Reconocer su voz me tranquiliza y altera a partes iguales. Me tranquiliza saber que no es un pervertido intentando violarme, o un ladrón. Pero me descompone el hecho de no saber cómo me ha encontrado, por qué ha venido, y qué cojones hace en mi mismo probador.

— Da... ¿Damián?— no salgo de mi asombro, y agradezco que su mano aún selle mis labios, impidiendo que pueda oír el verdadero hilo que tengo por voz.

Damián presiona un poco más, haciéndome callar. Para más ahínco, agacha la cara hasta quedar a mi altura, y sus ojos amenazadores advierten que será mejor que me calle.

Le mandaría a la porra. Pero las contrariadas pinceladas de preocupación y alivio que distingo en su mirada, me dejan desconcertada.
 
«¿Qué coño hace él aquí?» pienso, sin embargo, asiento con la cabeza.

Y nada más asentir, Damián se tensa de pies a cabeza, a la vez que mira hacia la puerta. Frunce el ceño y los músculos de la mandíbula se le marcan hasta el punto de doler. ¡Joder, cómo intimida! Está cabreado, muy cabreado. Lo que no sé es que tengo yo que ver con su cabreo y con que esté aquí.

«Mikael...» susurra mi conciencia.

Jolín, si, si que sé por qué está así. Ha venido para cantarme las cuarenta por la bronca que le habrá echado mi hermano, seguro.

Intento moverme un poco; está ejerciendo tanta fuerza sobre mis manos que me estoy clavando el yeso de la pared en las muñecas. Además, si él tiene razón para estar cabreado por lo de mi hermano, yo también tengo razones para estarlo con él. Con ambos. ¿Quién cojones le manda decirle que es mi novio?

Pero cuando lo hago, cuando mis manos pretenden forcejear contra la única suya que sostiene mis brazos, Damián gira la cara bruscamente hacia a mi, y su mirada colérica me deja estática. Tiene cara de loco, de asesino. Sus ojos abiertos de par en par muestran lo dilatadas que tiene las pupilas, y en el fondo, la rabia que vibra en ellas. El ritmo acelerado de las aletas de su nariz confirma el forzado vaivén de su respiración contra mi cuerpo y... Joder, me está haciendo daño.

Le suplico con la mirada, pero no cede. Y para colmo, aprieta aún más la mano con la que acalla mi voz, recordándome que es él quien me tiene acorralada y lleva el mando.

Trago saliva con fuerza, intentado disipar las horribles escenas en las que esta situación puede derivar. He visto demasiadas películas y leído tantos, tantísimos libros, que creo que estoy segura de que mañana mi cadáver saldrá en la prensa.

¡Mierda! ¿Por qué no hice caso a los rumores que se oían sobre él por el internado?  Todos aseguraban que era  un tío conflictivo, agresivo hasta el punto de dejar a un compañero en coma. Y mi hermano, el muy imbécil, seguro que se lo ha escupido todo en la cara, provocándole. ¿Y cuál es la forma que tiene Damián de provocar a mi hermano? Pues está claro que venir a por mí. Seguro que así le da un motivo a mi hermano para hablar mal de él.

Respiro hondo un par de veces, intentado tranquilizarme. Pero las dudas de no saber qué hará conmigo, me atacan como un revuelo de avispas en la boca del estómago.

«¿Y si me mata?»

La sola idea de morir tan joven me apabulla, me supera. Y aunque soy consciente de que siempre intento contenerla, ahora, imploro en mi fuero interno porque es malévola yo despierte en mis entrañas. Necesito la corrosión de su veneno ardiendo bajo mi piel, la ansia de maldad y poder que despierta en mi, y la fuerza que me hace creer que tengo.

Pero no está. Ni si quiera ella, mi yo perversa, puede ayudarme. Es lamentable tener que absorber este golpe en una situación así, pero creo que es el momento de admitir que yo (perversa o no) me he abandonado.

Sin darme cuenta, siento las lágrimas deslizándose por mis mejillas antes de  poder pararlas. Creo que no puedo ser más patética. Hasta la mirada de Damián, siguiendo el curso de mis lágrimas, parece reírse de mi. Hasta que de repente, un mohín de dolor atraviesa su cara, y siento la caricia de su pulgar sobre mi mejilla empapada. Se acerca a mí, despacio, pero directo. Sus ojos encuentran los míos en el mismo instante en el su nariz acaricia la mía y susurra:

— Jamás te haría daño, flor. Solo vengo a sacarte de aquí. Después prometo liberarte.— asegura. Y no sé por qué, qué parte tan estúpida de mi cerebro, le cree. Le cree, y me desarma.

Su cálido aliento provoca que mi espalda se arqueé hacia él, como si una corriente eléctrica me hubiera recorrido la espina dorsal y mi único punto de apoyo fuese Damián. O peor aún, como si mi cuerpo pidiera a gritos el contacto de nuestras pieles. Rememorando aquel beso en la biblioteca, anhelando su calor, el fuego de sus labios, la voracidad de su lengua contra la mía. Como nos besemos otra vez... No sé si adónde vamos a llegar.

Damián esboza una media sonrisa que no puedo descifrar si es de ternura, o de burla. La idea de que haya percibido mi involuntario movimiento me avergüenza hasta el punto de sentirme ridícula. Sus ojos me perforan, me queman, cuando susurra socarrón:

— De eso también puedo liberarte cuando quieras.

Me yergo al instante. ¡Será cerdo! ¿Qué coño se ha creído?

Me propongo soltarle una de mis frescas y, ¿por qué no? También una patada en las pelotas. Pero cuando pretendo sacudirme para quitármelo de encima, el repiqueteo de unos tacones en el pasillo exterior, me alerta de que no estamos solos.

Damián se tensa de nuevo, traga saliva con dureza y vuelve la cara otra vez hacia puerta. El repiqueteo de los tacones marcan un ritmo lento, pausado, y el chirriar de las bisagras me indica de que las puertas de los probadores están siento abiertas una por una. A medida que oigo que se acerca, Damián se pone más y más tensó, más alerta.

Hasta que, cuando escucho abrirse la puerta del cubículo de al lado, Damián libera mis manos, y, con ese mismo brazo, me rodea la cintura. Con delicadeza, me eleva del suelo y me coloca de pie sobre el taburete. Él se sube también, dejando sus piernas ligeramente abiertas para que las mías queden encajadas entre las suyas.

No entiendo nada. Pero ver a Damián mirando fijamente a la puerta como si la persona que está ahí fuera fuese una amenaza, me hace sentir un miedo terrible.

Los pasos retoman el ritmo de nuevo, y, esta vez, además del ruido, veo unos zapatos de salón color fucsia asomar por la ranura de debajo de la puerta.

Siento vibrar en mi oído el gutural gruñido que Damián contiene en la garganta. Es leve, casi imperceptible, pero lo noto. También noto cómo me presiona aún más contra la pared, ladeándose ligeramente hacia la puerta, escondiéndome tras su cuerpo.

Una risita perversa retumba al otro lado de la puerta. Y no sé por qué, aunque no le pongo cara, sé que conozco esa risa. Me es familiar.

Y al instante, en cuando esa risa agota sus últimas y malignas notas, y un silencio sepulcral nos invade, desaparece. Si, desparece. Los tacones, tal y como han venido se van de debajo de la puerta y, con ellos, se esfuma la tensión que impedía que me temblaran las piernas como alambres.

— Vamos. Tengo que sacarte de aquí.— suelta Damián en cuanto el repiqueteo de los tacones se pierde en la lejanía.

Damián me alza de nuevo, me deja en el suelo, y como si le hubieran inyectado una dosis de adrenalina pura, me agarra del brazo y me saca fuera del probador.

— ¿Qué narices pasa Damián?— consigo decir. Ahora que ya no tiene la mano sobre mi boca, va a tener que escuchar todo lo que tengo que preguntarle. Y por su bien, espero que responda.— ¿Qué haces aquí? Es por lo que tenga dicho mi hermano, ¿verdad?— Damián no me hace ni caso. Es más, creo que ni me oye. Parece que su único propósito es arrastrarme por la tienda hacia la salida, tirando de mi brazo como si fuera una niña pequeña.

Intento parar. Hacer fuerza para clavar los pies en el suelo, y obligarlo a parar a él. Pero, obviamente, Damián tiene más fuerza que yo y no le cuesta nada obligarme a seguir. Me siento impotente, y eso me jode. Vaya que si me jode.

— ¡Damián!— chillo. Y creo que mi grito le hace reaccionar cuando me mira.

— No te pares.— ordena con voz autoritaria.

«¿Pero quién se ha creído que es este petardo? Ah, si... mi novio.» Ironizo.

— Oye, que le hayas mentido a mi hermano con que eres mi novio, no significa que lo seas.— bufo.

— Ya hablaremos de eso más tarde.— dice y tira de mí con más fuerza.

En cuanto nos acercamos a la zona de cobro, Damián pasa de largo por delante de todo el mundo, colándose de todos. Las señoras nos miran mal, las más jóvenes no tardan en hacer oír sus protestas.

— Que estés tan bueno no implica que te puedas saltar la cola.— oigo decir a una.

Qué vergüenza. Y mientras yo me muero de la vergüenza, a pesar de que me estoy adelantando a todo el mundo obligada, a él, que es el responsable de todas las protestas que murmuran a nuestro paso, parecer no importarle ninguna. Es más, el condenado sigue avanzando firmemente, acelerando el paso a medida que nos acercamos hacia la cajera que nos espera frente al mostrador.

Leñe, Damián no parece tener intención de parar antes de salir, y yo recuerdo que tengo que sacar la cartera para pagar el vestido y los botines que llevo puestos y..  ¡Mierda! ¡Mi bolso! ¡Y mi ropa!

— Ten...

— Lo tengo yo.— me interrumpe alzándolo con la otra mano. Me lo da sin disminuir el ritmo de sus pasos, lo cual, dificulta un poco que me estire para intentar cogerlo.

¿Cuándo lo ha cogido? Sea como sea, me alegro de que lo lleve y no habérmelo dejado el probador. La ropa puede quedarse ahí, no me importa, pero el bolso con toda mi documentación... Ni de coña. Me lo cuelgo al hombro e intento hacerme con mi cartera mientras revuelvo todo el interior con una sola mano.

Pasamos junto al mostrador, y sin detenerse ni un solo segundo ni darme tiempo a encontrar mi cartera, veo que Damián desliza los dedos índice y corazón en el bolsillo de su pantalón, y saca unos cuantos billetes.

— Quédate el cambio.— dice y le lanza a una de las dependientas

No sé cuántos billetes veo volar en el aire, pero distingo dos de cien dólares.

A groso modo y a pesar de ni siquiera haberme parado a mirar el precio del vestido y botines que llevo puestos, creo que Damián deja mucho más dinero del necesario.

«¿A este tío le sobra la pasta o qué?»

Damián ni se inmuta ante las miradas y murmullos que nos dedica la gente que atesta el centro comercial. Sigue arrastrándome  hasta el aparcamiento, y no disminuye el ritmo ni para sacar las llaves de un coche del bolsillo de su pantalón. 

Un pitido agudo me alerta de que el coche que responde a esa llave está a nuestra derecha. Miro y, ademas de quedarme boquiabierta, confirmo que ha Damián le sobra la pasta. De no ser porque Damián sigue tirando de mi, me quedaría clavada al asfalto. Un lujoso, ostentoso, y precioso BMW azul, parpadea las luces como si nos estuviera saludando alegremente. Es un todo terreno, precioso, con las ventanas oscurecidas dándole un aire imponente. Estoy maravillada, y no es hasta que Damián abre la puerta del copiloto y me lanza al interior ferozmente, que despierto de mi embelesamiento.

— ¡Qué coño haces! — protesto.

Damián ni se inmuta, pero me acalla lanzándome una mirada severa que me acongoja por completo. Se cierne sobre mi, y me abrocha el cinturón. Da un fuerte tirón, asegurándose de que está bien abrochado, cierra la puerta con mas tacto del que esperaba, mimando su coche a pesar de la rabia que emana su cuerpo. Después, al mismo tiempo que se desliza en el asiento del conductor, hace rugir el motor. 

Me ofende muchísimo que trate con tanto mimo un coche, por muy flamante que sea, cuando a mi me acaba de arrastrar por todo un centro comercial. ¿Quién se ha creído que es?

Giro la cara en su dirección para soltarle cuatro frescas, pero cuando lo miro, no solo me percato de que está tenso y cabreado, sino que también parece inquieto. No hace mas que mirar los retrovisores continuamente, como si estuviese esperando encontrar a alguien o algo en ellos. Su inquietud me pone nerviosa, y estar nerviosa sin saber por qué, me crispa. aprieto los dientes con fuerza mientras intento ordenar mis emociones. Respiro hondo, profundo, y no es hasta que lo hago, que un fresco aroma a lima me invade, me refresca.

— ¿Me vas ha explicar qué narices pasa? — pregunto al fin. Creo que me merezco una explicación. Pero Damián no responde. Ni siquiera me mira. — Damián.— insisto.

— ¿Desde cuándo lo tienes?— inquiere. Aprieta el volante con tanta fuerza que sus nudillos se tornan blancos. Lo miro sin comprender.

¿A qué se refiere? ¿Qué hace él aquí? 

— No te hagas la idiota, Raysa.— sisea con la mandíbula tensa. Me obligo a girar la cara hacia la ventanilla, no quiero que vea el sopapo que han sentido mis sentimientos al escucharlo llamarme por mi propio nombre. Sé que le he repetido mil veces que no me llame "flor", pero odio el balde de agua fría que me recorre el cuerpo cuando mi verdadero nombre sale de sus labios.— Sabes a qué me refiero. Será mejor que me digas desde cuándo tienes ese puto tatuaje.

El mundo se paraliza, mi respiración cesa, y mi corazón late tan deprisa que creo que se me va a escapar por las cuencas de mi ojos desorbitados.

« No puede ser. ¿Cómo sabe que tengo un tatuaje? »

No puede haberlo visto, es imposible. Me he asegurado de llevarlo totalmente tapado, oculto bajo gasas y ropa. 

— No sé de qué hablas. — miento. No sé por qué, pero miento. Giro la cara hacia él y escruto su cara en busca de algo que me indique cómo narices lo sabe.

Damián ríe con sorna, exhala sonoramente y se muerde el labio inferior fuerza. Como si quisiera contener la rabia. Creo que lo he cabreado mas, pero la verdad es que me da igual. Aun estoy demasiado desconcertada porque conozca la existencia de mi tatuaje, como para que me importe un comino lo que piense sobre lo mal que miento.

— Esto no es un juego, Raysa. Estamos hablando de que ahora mismo estás en el punto de mira de alguien. ¿Acaso no has sido testigo de lo que acaba de ocurrir en el probador?— aparta la vista de la carretera y, por primera vez desde que salimos del centro comercial, clava sus ojos en los míos; perforándome, atravesándome, analizándome, como si intentase escarbar en mi cerebro y leer dentro de mi mente.

Su seriedad me alerta de que está hablando en serio, que no bromea. Y no sé si es por la angustia que refleja su rostro, o, quizá, la preocupación sincera que distingo en sus ojos, que me animo a hablar. no del todo ni libremente, pero si a tantear un poco el terreno. Creo que Damián sabe cosas que podrían ayudarme.

— Cómo... ¿Cómo sabes que lo tengo?— Es lo primero que quiero saber. Quiero entenderlo todo desde el principio. Él quiere respuestas, pero yo también.

Damián frunce el ceño en respuesta. Niega con la cabeza y centra su atención en la carretera.

— Damián.— insisto.

— No has respondido a mi pregunta.

« Será cabrón.»

— No me acuerdo. — miento.

— ¡Venga ya!— exclama, golpeando el volante con los puños cerrados.

Me sobresalto. Su reacción y todo este misterio me superan. por un momento, creo que me siento mas segura saltando del coche en marcha, que pasando un solo segundo mas con él aquí dentro. Pero creo que la expresión de mi cara me delata, pues la mano de Damián se aferra a mi brazo, y me retiene contra el asiento.

 — Lo siento si te he asustado, flor. Solo intento que entiendas que yo no soy tu enemigo. Puedo ayudarte, pero necesito que seas sincera conmigo. No es mi vida la que está en peligro.  

Dudo unos segundos. Su disculpa y los argumentos que expone suenan sinceros, pero todo este dilema ya requiere andar con pies de plomo, y no sé si admitirlo todo delante de Damián, me ayudará o me joderá aun mas. Joder...Pero Damián ya lo sabe. No sé cómo ni por qué, pero lo sabía.

—  Pensarás que estoy loca.— confieso en voz alta.

— Flor...— desliza una mano hasta mi muslo y lo aprieta suavemente. Su contacto me estremece, pero el peso de la conversación consigue apaciguar mis hormonas hasta hacerlo soportable. — Créeme, no lo estás. No bromeaba cuando te dije que acudieras a mi.— me dedica una mirada rápida, pero cálida.— Solo quiero saber el día en el que apareció el tatuaje en tu piel. No quiero que entres en detalles, no es necesario.— contrae la cara como si su propia saliva le supiera amarga.

«¿Qué cómo apareció en mi piel? ¿Cómo coño sabe...?»

— Un momento. Co... Cómo sabes...— balbuceo incrédula.

— Porque yo también lo tengo. Bueno, a ver, a mí no me salió así como así, yo nací con él. — su respuesta me confunde. Para empezar, no esperaba que él tuviera un tatuaje, y segundo... ¿Nació con él? Joder. — Te puedo asegurar que no es tan malo como crees. Solo tienes que aprender a vivir con él y con las consecuencias que conlleva tenerlo.

Me quedo pasmada, bloqueada, petrificada en el asiento. ¿Consecuencias? ¿Qué consecuencias puede tener un tatuaje? ¿Acaso no es suficiente consecuencia que me haya salido de la nada? 

No estoy segura de sí todo lo que es real porque. La verdad es que suena demasiado surrealista, y siento el cerebro embotado, colapsado.

Además, ahora que mi cerebro parece haber asimilado las palabras que Damián ha dicho antes, creo que ya sé cuando ha podido verme el tatuaje. Él se ha colado en el vestuario, me ha tapado la boca y, al subirme al sillón, lo ha visto. ¡Claro! Ahí es cuando me ha visto el tatuaje. Seguro que el botín se me ha escurrido un poco sin que me diera cuenta.

¿Y los zapatos de mujer que he visto asomar bajo la puerta? Oh... Bueno, está claro también. Seguro que el muy cerdo estaba huyendo de alguna chica a la que ha pretendido seducir y engañar, tal y como aseguran los rumores que corren sobre él. Yo solo he sido una excusa. Su excusa para huir de allí sin que dé la cara con esa pobre chica. Me hierve la sangre de solo pensarlo.

— ¡Para el coche! — ordeno, y lo fulmino con la mirada. Damián me mira sorprendido durante unos segundos. Después centra de nuevo la vista en la carretera y hace como que no me ha oído.  — ¡Que pares el coche!— chillo. Esta vez, intento abrir la puerta. ahora si que me da igual que esté el coche en marcha. tiro de la palanca pero la puerta no cede. El cabrón ha puesto el seguro. 

La rabia me domina, así que no me sorprendo cuando me descubro desabrochándome el cinturón con una mano, mientras que con la otra, bajo la ventanilla. Si piensa que me va a encerrar por echarle el seguro a la puerta, la lleva clara.

 Damián frena en seco. Las ruedas chirrían y mi cuerpo se sacude hacia adelante. Podría haberme estampado contra el cristal, pero, por una suerte que en este momento me niego a admitir, Damián ha sido lo suficientemente rápido como para cruzar el brazo por mi pecho y mantenerme en el asiento. 

— ¡No! Tú no te vas a bajar de aquí hasta que no respondas a mi pregunta. ¿Te queda claro? — bufa en un grito histérico. La rabia hierve en sus pupilas.— ¡Podrías haberte matado!

— ¡Vete a la mierda!— chillo. No entiendo cómo puede ser tan cabrón y jugar así con las mujeres. Y lo peor de todo, es que no sé como estoy dejando que me afecte tanto, cuando a penas le conozco. Mi dolor oscila entre sentirme engañada y la indignación que seguro que habrá sentido esa chica. Lo odio. Odio su cercanía, su contacto. Lo odio todo. Aparto su brazo cruzado sobre mi pecho de un manotazo.— ¡Deja de fingir que te importo!

— ¿Qué?— escupe.—¡No estoy fingiendo nada!

— ¡Pues no te preocupes por mí! ¡Yo no te lo he pedido!

Sé que parte de mi se alegra de que indirectamente haya admitido que se preocupa por mi. Y aunque debería alegrarme por ello, porque soy consciente de que eso es señal de que le importo, aunque sea un poquito, me toca la fibra el hecho de que me lo diga a gritos.

Nuestras miradas se encuentran; ardientes, feroces. El ambiente que nos rodea se torna tenso, tan, pero tan tenso, tan tenso, que bien podría cortarse con un cuchillo sin afilar. No es duelo de miradas, es un duelo de orgullo, de coraje, y me cuesta un riñón hacer que el vidrioso gris de mis ojos no se derrita ante el fuego de su mirada celeste.

— Tu misma.  — escupe, aparta la vista y me declaro vencedora.

Durante el resto del trayecto, el silencio es incomodo y tenso. Sé que aún me queda la duda de por qué sabe que el tatuaje ha aparecido repentinamente en mi piel y no me lo he hecho por voluntad propia, pero no voy a preguntarle nada más. No. Eso implicaría tener que volver a retomar el tema, y no me apetece discutir de nuevo con él. Además, con la tontería de que haya aparecido Damián, ni siquiera he podido pasarme por una biblioteca. ¡Mierda! Tendré que apañarme para buscar información donde sea; volveré a la discoteca en cuanto las gemelas organicen otra fiesta, o revolveré la biblioteca en busca de algún libro referente a runas.

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