¡Estás desnudo!

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— Agárrate bien al tronco. Voy ha coger la carta.

Damián pone fin a toda la tensión. Sin embargo, no me suelta hasta que se cerciora de que me agarro bien al tronco. Después me da ligeramente la espalda, alarga el brazo por el pequeño hueco y, sin el más mínimo esfuerzo, consigue sacar el dichoso sobre.

Nos miramos durante unos segundos en los que él me invita a ser la primera en cruzar el camino de piedras y regresar a nuestra posición inicial. Acepto que él camine tras de mí. Aún estoy nerviosa por su contacto, y creo que me conviene tenerlo detrás por si el temblor de mis piernas me traiciona y me hace caer.

Cuando llego a la piedra inicial, me vuelvo para para mirar a Damián, a la espera de que llegue y me dé alguna indicación. No puedo evitar reparar en cómo camina hacia mí. Me desconcierta un poco la agilidad con la que cruza el camino, saltando de piedra en piedra, mientras abre el sobre y ni siquiera mira por donde pisa. Parece seguro de sus pasos, como si...

— ¿Has estado aquí alguna vez?— me descubro preguntando con verdadera curiosidad.

Damián alza la cabeza y me mira con un deje de desconcierto antes de fruncir el ceño y negar con la cabeza.

— No tengo otra cosa que hacer en mis ratos libres — se burla.

Una vez más, me critico por ser tan estúpida de pensar que podría entablar una conversación con él. Me siento ridícula.

— Es una advertencia —
dice de pronto, mirando el papel que ha sacado del sobre. Damián se coloca a mi lado.

— ¿Qué dice?

— Si el objeto quieres encontrar, en tu pareja debes confiar. Evita el tramo desconocido, pues es un enemigo muy jodido.— recita.

La palabra "jodido" me suena muy juvenil, más propia de una persona de mi edad que de la del profesor Brown. Aún así, evito hacer comentarios al respecto, y me centro en la tarea.

— Para mí todo el camino es desconocido desde que dejamos el falso dolmen atrás — confieso.

— Quiza sea una advertencia falsa. — Mete la hoja en el sobre, lo dobla y se lo guarda en el bolsillo de la sudadera. Sin decir nada más, se pone en marcha.

Camino tras él en silencio. Intento seguir sus pasos diestros para no tropezarme, pero me cuesta un poco seguir su ritmo; sus zancadas son más grandes que las mías, y en lo que él da un paso, yo he tenido que dar cuatro. Además, me pone muy nerviosa cada vez que se gira para ver qué tal voy, y me espera cuando ve que la distancia entre nosotros se alarga. Su actitud tranquila y aparentemente preocupada me desconcierta. Lleva un buen rato sin hablar ni burlarse, y no sé cómo interpretar este silencio. Por la cabeza me ha rondado la idea de que puede que Damián no sea tan malo, que se haya dado cuenta de que podemos llevarnos bien, y que conmigo decida quitarse esa mascara de tío duro y chulo. Pero me parece tan poco probable, que veo más lógica la idea de que el motivo de su comportamiento sea porque no le apetece tener el cargo de conciencia de perderme por el camino.

«¿Por qué es tan raro?»

Siento que me mira cuando paso por un tramo resbaladizo, y sujeta la rama puntiaguda que cuelga a la altura de mi cabeza, para que yo pueda pasar sin problema. No sé, pero a mí su amabilidad me da mala espina.

Damián salta por encima de un tronco seco que yace en el suelo. Está muy seco, y las profundas grietas de la corteza dejan entrever que está hueco. Si lo piso, seguro que cede y se me encaja el pie. Intento imitar los pasos de Damián y pasar por encima del árbol haciendo mi zancada lo más larga posible. Veo que me tiende una mano, ofreciéndome su ayuda, y aunque lo agradezco, lleva tanto camino ayudándome, que mi orgullo me obliga a no aceptarla. Alzo una mano para indicarle que lo quiero intentar yo sola.

Sopeso pasar un pie y después el otro, pero sé que mis piernas no son tan largas como para salir ilesa. Así que recurriendo a un gesto infantil, retrocedo un par de pasos, cojo carrerilla, y salto. Brinco cual rana y...

— ¡Lo conseguí! ¡Toma ya!— Estoy tan encantada con mi resultado que, cuando alzo la cara y miro a Damián, no puedo creer que me esté sonriendo. Me derrito al instante.

«Espera, esa sonrisa es... ¿Orgullo? ¡Sí, sí, sí!»

Sacudo la cabeza para serenarme; no me conviene que se me suba la emoción a la cabeza. Extiendo la mano derecha hacia Damián, en una invitación silenciosa para que siga encabezando la marcha, y seguimos con el recorrido.

— Solo quedan unos pocos metros para llegar— dice cuando de mis labios sale el décimoquinto suspiro de agotamiento.

Espero que tenga razón y que ese lago de marras esté cerca. No me veo capaz de poder seguir andando mucho más tiempo. Estoy helada de frío, envuelta en barro, empapada de agua de pies a cabeza y ni siquiera siento los dedos de los pies. Antes de que pueda volver a suspirar de cansancio, Damián aparta el ramaje de un arbusto, y sonríe al mirarme.

— Tu primero, flor.— Hace una reverencia que me hace reír. En cuanto paso por su lado, me quedo patidifusa.

— La hostia.—Suelto con admiración.

La viva imagen del otoño nos recibe con tanta intensidad, que me siento como si estuviese infiltrada en un cuadro de acuarela. Es la mejor de las estampas; con el más colorido y espectacular de sus paisajes, el murmullo del agua cristalina, la luz que se filtra entre las ramas desnudas de los árboles y llenan de vida el manto colorido de hojas que bordean la orilla, el aroma a naturaleza, el cántico de los pajarillos... Todo, absolutamente todo, es perfecto.

No puedo evitar sonreír ante semejante imagen. No es que el otoño sea mi estación favorita ni mucho menos, que va. Como buena nórdica que soy, lo mío es el invierno, las tormentas y el frío cortante. Pero creo que, si el otoño prometiera regalarme imágenes como esta a diario, podría acostumbrarme sin problema.

— Es bonito.— Opina Damián, encogiéndose de hombros para restarle importancia.

Su reacción me sorprende. No puedo creer que no sienta ni el más mínimo afecto hacia esta imagen tan perfecta. Lo miro, y al ver que mira fijamente cómo sonrío, atontada por el precioso regalo visual del otoño, me doy cuenta de que él se mantiene inexpresivo. Imperturbable. Como un puñetero témpano de hielo.

« Solo se está haciendo el duro.» me digo, negándome a creer que el paisaje no le remueve ni el más mínimo sentimiento.

Sacudo la cabeza y desvio la mirada hacia las cristalinas, y seguramente frías aguas del lago. Sostenerle la mirada a Damián sin perderme en el laberinto de sus ojos celestes, es aún mas difícil que auto convencerme de que no puede ser tan frío como hace creer a la gente.

Damián se aclara la garganta.

— Se supone que tiene que estar por aquí — avanza un paso hacia el lago, colocándose frente a mí. — Iré yo.

— Puedo ir yo.— Me ofrezco, más por ser educada que por querer ir en realidad. Aún me niego a contarle que no sé nadar, seguro que se reiría de mí durante días. Pero supongo que tengo que fingir mostrar interés.

— ¿Tu?— suelta incrédulo. Lo aniquilo con la mirada. No me gusta ni un pelo su tono ni lo que estoy segura que ha querido decir.

Me estrujo el cerebro en busca de alguna buena fresca que soltarle, pero mi mente se colapsa en cuanto me doy cuenta de que...

— ¡Estás desnudo!— exclamo en tono acusador. Escandalizada, me llevo las manos a los ojos.

— Estoy en calzoncillos, que no es lo mismo. Además, yo te estoy dando la espalda, eres tú quien ha mirado— replica divertido.

«Ay, la madre que lo parió.»

Escucho ceder la rama de un árbol, e imagino que habrá dejado el chándal ahí colgado.

— Ya puedes mirar. — dice, pero no le creo.

Y como no estoy segura de si realmente ya puedo mirar o no, mantengo las manos sobre mis ojos hasta que escucho ceder el agua ante él. Lo hago poco a poco, obviamente, abriendo los dedos y mirando entre ellos, como si así la imagen de un Damián el calzoncillos, fuese a impresionarme menos. Y sí... Sí que es verdad; Damián ya está en el agua, adentrándose al lago y alejándose de mí. Pero también es verdad que eso no evita que me impresione menos.

No puedo evitar comérmelo con los ojos. Tiene un cuerpo tan perfecto, que me cuesta respirar. Los músculos de su espalda ancha se tensan bajo la piel a cada gesto que hace, y sus brazos, fuertes y ejercitados, se me antojan como el mejor de los refugios para mis noches de pesadillas turbias. Sus firmes manos podrían acariciar mi piel pálida y...

« Espera, ¡qué!»

Agradezco que Damián se zambulla en el agua. Mi imaginación esta adquiriendo cierto toque erótico que no conocía en absoluto. Y aunque no me da miedo, me asombra muchísimo estar pensando estas cosas de él, cuando nunca lo he hecho con nadie. Ni siquiera Christian consiguió hacer que tuviera un mínimo interés carnal en él. Y eso que es bastante mono. Mono... Joder. Es que Damián no es mono. Es sexi. ¡Sexi de cojones!

Sacudo la cabeza para ayudarme a liberar la tensión creciente en mi vientre y el acaloramiento que se agolpa en mi interior. No puedo ser tan débil. Tengo que ser más fuerte que mis primitivos deseos, y luchar contra la innegable atracción que siento hacía Damián.

No sé cuánto tiempo llevo aquí. Hace rato que Damián ha ido nadando hacía sabe Dios dónde, y no lo he vuelto a ver. Se me está quedando el culo cuadrado de estar sentada sobre una piedra, y ya estoy aburrida de enroscar briznas de hierba entre mis dedos. Agradezco estar al sol. Aunque no calienta mucho, sentir sus rayos chocando contra mi ropa húmeda me da una suave sensación de confort.

Abrazo mis piernas en busca de mas calor cuando escucho silbar el viento. Aunque no lo siento, el mero silbido hace que me sienta un tanto destemplada.

El chasquido de una rama me sobresalta. Miro hacia atrás, comprobando que no hay nada. Por una milésima de segundo, el miedo me atenaza. Pero lo aplaco en cuanto recuerdo que estoy en medio del bosque, cerca del agua, y que puede tratarse de cualquier animalito acercándose para saciar su sed.

Me ilusiona la idea de poder ver de cerca un conejo, o un cervatillo. Me da igual, lo primero que aparezca. Cualquier animal me alegra el día, me llena de vida, y su inocencia es tan adorable, que hasta el hielo de mi corazón se derrite ante ellos. No como con los humanos, que mis defensas se magnifican a cada segundo que me llevo una decepción. Cómo con Damián...

Jolín. Por más que me esfuerce en dejar de pensar en él, no puedo. Ni siquiera sé por qué me gusta siendo tan prepotente, socarrón y engreído.
Se burla de mí continuamente, me critica, me tacha de frágil y delicada cada vez que me llama "florecilla", y eso me irrita.

Antes de que mi mente pueda llegar a preguntarse cómo es que he terminado pensando de nuevo en Damián, o he acabado así, con la vista perdida en el lago, siento un golpe seco, pero brutal, encajando en mis costillas. El escalofrío que me recorre la espalda me paraliza un segundo. Un segundo, que alguien o algo, aprovecha para lanzarme de cabeza a la orilla del lago.

Mi cara se entierra en el agua, y mi garganta, abierta de par en par para exclamar un grito, se atraganta con las palabras que el frío agua devuelve hacia dentro.

Siento una mano sobre mi nuca, afianzándose en mi cabeza con dedos férreos. No me hace falta preguntar para saber lo que pretende, así que antes de que pueda ejercer fuerza sobre mí, hago lo posible por sacar la cabeza del agua. Pero no lo consigo, pues me empuja como si quisiese ensartar mi cabeza entre las pequeñas piedras que descansan en el fondo.

— ¡No! —pretendo chillar, pero mi grito se lo lleva el agua, se lo traga.

Mi desesperación aumenta cuando, además de la mano que mantiene mi cabeza sumergida, siento un brazo deslizándose bajo mi brazo derecho, cruzando mi pecho, y aferrándose con las uñas a mi hombro izquierdo. Esto solo consigue más poder sobre mi agresor, pues todos mis intentos por salir ilesa del forcejeo, se quedan solo en eso, en intentos.

Me desespero. Pataleo con todas mis fuerzas, saco los brazos del agua y sacudo a diestro y siniestro, golpeando el aire. Pero... Nada. Nada tiene resultado. Las fuerzas me fallan, y mis sentidos se nublan.

El agua está tan fría, que la siento como miles de puñales afilados perforando mis fosas nasales. El dolor se desliza con una lentitud agonizante por todo mi sistema respiratorio, haciendo que el pecho me arda. Mis pulmones no tardan en sumarse a la fiesta, protestando y reclamando el ansiado oxígeno que necesitan. Puedo sentir cómo se rascan las paredes a sí mismos en busca de cualquier atisbo de vida, cualquiera, mientras que el agua los inunda sin miramientos. Los latidos de mi corazón quedan mudos ante el agudo zumbido que me ensordece los tímpanos. Un zumbido, que se adueña de mis sentidos, de mí.

Ya no tengo fuerzas, mi vida está acabada. Solo me queda rezar para que el siguiente paso, este último paso, sea rápido. Que no duela.

Cierro los ojos con fuerza, concediéndome el privilegio de marchar tranquila y regalarle a mi propio cuerpo unos segundos de tranquilidad.

Pienso en la cantidad de cosas que podría hacer si aún me quedase tiempo, en lo que me hubiera gustado decir o hacer. Pienso en mi hermano y en Dafne. En Damián...

Me rindo al abismo.

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