Recuerdos.

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Los días calurosos comiendo heladitos de la abu, jugando con el barril azul, a la mancha, a la escondida, al fútbol y al quemado, andando en bici, corriendo, saltando, trepando a los árboles.

Las veces que comimos uvas, el pan casero y los pasteles de la abuela, el juego del cuarto oscuro...

¡Qué nostalgia! Extraño el campo, aquellos momentos vividos, las tardes que dejé en los rincones de mi alma.

Extraño salir de acá y sentirme libre, respirar aire puro y no todo este encierro. Extraño correr en el verdecito del campo y acostarme ahí para ver las nubes.

Extraño tanto como si me faltara un pedazo de mí. Quiero escuchar el canto tramposo de las calandrias, ver los colibríes, el cielo de la tarde, pirinchos, venteveos, horneros y cardenales...

Extraño reír en libertad, escuchar a los loros y así apreciar a la naturaleza en su máximo esplendor, sin cadenas, sin ataduras o impedimentos de por medio.

Quisiera ser un ave y volar hasta lo más alto del cielo, en la inmensidad del azul más hermoso jamás visto.

Aún recuerdo mis tardes en el campo, tomando mates, haciendo fogatas con leña que encontrábamos, yendo a los maizales, inventando un universo de fantasías con mis primos.

Alzaba mis brazos —yo volaba— con el chal de mi abuela y los labios mal pintarrajeados, mientras cantaba la canción «My Heart Will Go On», la de la película del Titanic, imaginando por hallar, algún día, a un Jack. Fantasías de niña pequeña que cree en los caballeros de brillante armadura, soñando con encontrar uno algún día.

Para nosotros, una arboleda podía convertirse en un bosque mágico, y los maizales y yuyales, en una jungla; así como podíamos transformarnos en detectives secretos y espiar al abuelo mientras estaba en su huerta con sus verduras.

La magia de las tardes, las épocas de yatays donde mamá y mis tías aprovechaban la caída de estos frutos y los comían, para luego dejar secar la pepa y comerla días posteriores.

Las caminatas nocturnas, las chicharras chillando en las tardes de verano y la caza de bichos de luz a la noche.

Las tardes lluviosas jugando en el barro, metiéndonos en las zonas más pantanosas, para luego recibir regaños.

Y aún con todo eso, sé que jamás podré aceptar que estás en un cementerio, pudriéndote, lejos del campo y la paz que tanto amabas, aunque supongo que a todos nos llegará la hora y tendremos que resignarnos a la idea de que todo comienza y a la vez acaba.

Todavía así, quiero creer que, sin importar lo que suceda, estás ahí, viéndome desde alguna estrella y dándome fuerzas para seguir tocando al frente.

He tratado de estar donde tú estás... y me morí por estar donde tú estás, pero aún no es mi tiempo, tengo mucho por soñar, cumplir y hacer.

Y hoy sonrió al escribir esto, mientras ayer lloraba porque no podía resignarme a ya no verte nunca más.

Hoy vivo al máximo, ya que entendí que es mejor arriesgar y salir perdiendo y no perder por simplemente no intentar.

Vivo al máximo: siento mil cosas, a veces lloro, otras río, otras solo pienso en morir pero sé que voy a seguir luchando y dándole pa'lante, porque no tengo miedo, porque sé que ninguna tormenta es eterna y, más allá de todo, la vida es solo una y hay que vivirla a pleno, porque soy fuerte.

Extraño tu sopa de verduras y tus regaños, sin contar tus anécdotas a la hora del almuerzo y toda tu bondad.

¿Sabes? El tiempo pasó, pero yo aún te recuerdo y te sueño, solo que lo hago con sonrisas en el rostro y no con lágrimas.

Creo que he sentido tu pérdida de una manera en la que nadie más lo hizo, pero estoy feliz, porque gracias a eso pude madurar en muchísimos aspectos.

Eres mi marinero de luces: me dejaste esperándote por las noches con mis canciones; me dejaste soñando con verte con tu azada en el hombro, tarareando entrecortados los tangos de Gardel. A nadie puedo mentirle, porque la verdad es que te siento más menos de mi alcance, pero prefiero recordarte a cada momento entre risas y no sollozando.

Me has dejado demasiado de ti y eso incluso tus frases tales como: «Yo quiero que me dejen vivir tranquilo»; porque sí, cualquier que te conocía decía que eras agrio, tosco, chúcaro y odiabas las interacciones en sí, pero todos coincidían al decir que eras el mejor hombre.

Quisiera verte una vez más oliendo esa azucena a en la que siempre te manchabas la nariz... Aunque ella también ha dejado de existir.

Extraño muchas cosas de más que solo quedan jirones deshilachados, enredados en el tiempo y que cada día queman como hielo sobre la piel.

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