Epílogo

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Por Alex Alvarado C.

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Claro que sí, también se puede percibir una declaración desde la lejanía. Como las resonancias que se arrastran desde su pronunciamiento en el confín, como el ritmo armónico del bajo de la fiesta del vecino alejado, como la gotera errante del baño que se escucha a lo lejos, como las risas de los niños jugando en un colegio cercano, como el sonido ignorado del televisor de la pieza del fondo, como la aspiradora del vecino de al lado, o como el eco del despertador al que le pides cinco minutos más, pero insiste en colarte en tus sueños.

También se puede percibir el mensaje indirectamente, no como el mensaje mismo sino como su propagación instantánea. Se puede percibir una revelación no solo con contemplarla, no solo con oírla, sino también con el aroma de la belleza adquirida al presenciarla, porque el arte no es externo, no es lo que percibimos si no lo que emana de nosotros al interactuar directamente con él. Porque el arte no se trata de la obra en sí, ni del formato, ni la estructura o la teoría que lo rodee, sino más bien en lo que nos hace sentir, en el estado de belleza en que nos deja, en la forma en que terminamos. En ese sentido la obra tiene un fin altruista, desinteresado, que busca desde su propio medio, nuestro propio bien. Solo cuando lo ha logrado se puede hablar de una obra de arte, no antes.

Así una progresión de acordes sinfónicos, arrastra cuerdas del violín en tonadas que se interceptan con las cuerdas profundas del violonchelo, juntos van corriendo de la mano atravesando las líneas del pentagrama. No se trata de la física del sonido, sino de su química, de nuestra reacción a ello.

Así los trazos infinitos que completan la fragilidad de los cuadros de un pintor, inyectan colores como emociones que acarician telas imaginarias que con su roce describen historias, con pinceles de mercurio donde somos reflejados en esas letras hermosas, llenas de brillo, llenas de ti, llenas de mí.

Un escultor de pronto despliega formas solidas sin sentido inicial, pero que como Rorschach despiertan nuestros secretos íntimos, sin límites racionales de ningún tipo, sin escapatoria, nuestra verdadera esencia y profundidad ilimitada.

Una arquitecta, una bailarina, una poeta. Eso logra Julieta Ax con todo esto, hacernos sentir, desde sus lejanías, desde sus diferencias, desde sus limitaciones, nos dispara hacia el infinito, completando todos sus roles de artista nos cautiva, y nos inyecta arte por todos los medios posibles, incluyendo los que ella menos se imagina. Porque finalmente el efecto del arte, no está bajo nuestro control, como la naturaleza, como los agujeros negros, como la vida en todas sus dimensiones.

Las páginas anteriores despliegan completamente las promesas de su autora, aquellas promesas iniciales que nos decían que —como si fuera cosa fácil— pintaría el alma, llenaría de colores el corazón, esculpiría en pupilas melodías artísticas.

¿Cómo podría lograrlo? ¿Dejando caer entre páginas todos sus sentimientos ocultos?

No lo sé, pero lo logra, y para colmo, con las mismas herramientas que la caracterizan y que ya conocemos: el mar, los ojos, el llanto y la noche. ¿Cómo se puede construir un imperio con eso? Julieta Ax lo debe saber. Julieta Ax debe tener el secreto de agregarle belleza al mundo. Ella tiene la poción secreta, esa que nos deja adictos, esa que nos vuelve más bellos.

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