05 | Una sola condición

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Nunca habría sido mi intención tener una cita con un asesino serial, aunque se tratase del Ángel de la Muerte.

Tuve suficientes horas el domingo como para pensar, repensar y cuestionar las conversaciones entre ese criminal y yo, mi seguridad y la veracidad de todo. Por un momento, me pregunté si en realidad era él o solo estaba fingiendo para entretenerse conmigo y, tal vez, obtener algo a cambio.

Sacudí la cabeza.

No, era imposible.

Eskander se veía peligroso. Tenía los brazos desarrollados; su altura y su mirada intimidaban. No parecía sentir nada cuando hablaba, sino que te atravesaba y leía tu alma, como si viese espectros en todas partes. Las pocas veces que habíamos hablado me sirvieron para identificar esos pequeños patrones que me desconcertaban: no se cohibía, no lucía inseguro. Más bien, tenía tanta confianza en sí mismo que no necesitaba demostrárselo a nadie.

Aunque creí que la carpeta que Georgie había reunido estaba completa, descubrí poco a poco que, tal y como Eskander decía, faltaba mucha información.

Uno de mis primeros errores fue asumir que Eskander era un psicópata.

No lo era.

Cuando nos reunimos a las siete de la tarde en su día libre, esa teoría fue descartada.

Yo ya me había acomodado en el escalón de la puerta trasera del supermercado, a un lado de la carretera, a quinientos metros de la estatua de Eros, en la intersección de Piccadilly Circus, cuando lo escuché salir por detrás de mí.

Las luces brillantes y enormes pantallas electrónicas se reflejaban en las calles húmedas; los autobuses atravesaban la carretera de la otra intersección, deslizándose sobre los charcos, bajo el cielo gris oscuro.

Anochecía.

—¿Quieres té?

Con la capucha de su gigantesca sudadera blanca, bajo el grueso impermeable azul marino, y jeans oscuros, no me resultó tan amenazante, aunque debo admitir que parecía intencionado a asaltar a alguien.

Me entregó un vaso de cartón y luego se sentó a mi lado; apretaba la mandíbula hasta el punto que sus dientes rechinaban a veces.

Yo levanté la tapa sobre la carpeta en mis rodillas.

Definitivamente él no estaba cómodo con el hecho de salir en público. De hecho, con el ceño fruncido y su agria expresión, como si le diese asco la vida, pensé que me reclamaría algo. Pero se limitó a beber de su té con leche.

A lo mejor se sentía seguro en el aparcamiento, lejos de la sociedad.

—¿Qué haces? —me preguntó cuando notó que analizaba el líquido caliente como si fuera amoniaco.

Giré el cuello hacia él.

El cabello negro le caía desordenado sobre la frente, rozando sus largas pestañas. Ahora veía sus fríos ojos grises con claridad. Eran tan profundos como el abismo.

Sin querer, me percaté del tamaño inusualmente diminuto de sus pupilas. Quizá el problema de visión era serio.

—¿Cómo sé que no le has puesto algo?

Lo dije en voz baja, como si fuera broma, pero iba muy en serio. Él podría envenenarme allí mismo y nadie lo descubriría nunca.

Eskander entornó los ojos con fastidio.

—No planeo matarte, Mitchell.

—¿No te conviene?

—No he venido para que te sientas en la libertad de acusarme. Yo ya pagué por eso.

—Pagaste dos años como cómplice —le recordé en voz baja; él no se atrevía a mirarme, sino que volteaba de un lado a otro, como tratando de identificar a los coches que circulaban por el aparcamiento—. Si supieran cómo lo hiciste, estarías cumpliendo cadena perpetua.

—No hablemos de eso aquí.

Estábamos tan cerca que nuestras rodillas se rozaban.

Mi rodilla con la del diablo.

Dentro del bolsillo de su impermeable oscuro, Eskander apretaba los puños y yo notaba la tensión de sus brazos. Estaba inquieto y molesto; posiblemente me odiaba, pero no era mi problema.

—Está bien —me rendí—, pero sigo sin estar de acuerdo con cómo pasaron las cosas.

—Europa no pensó lo mismo —insistió él con altanería.

—Porque eras un muchachito con una bola de niñas de trece años detrás de ti. No deberías estar orgulloso.

Él bufó.

—No es mi culpa cómo la gente reacciona —protestó; luego torció el cuello hacia mí, fruncido el ceño—. ¿Eso era todo lo que querías decirme: que soy la peor persona del mundo?

Resoplé.

—Quiero hacerte unas preguntas para reconstruir la historia —insistí.

Para mi sorpresa, Eskander sonrió de lado, rodando los ojos como si yo fuera una ilusa.

Y me irritó.

—¿Qué?

—¿Qué te hace pensar que te las contestaré? —insinuó—. Mi vida no es de dominio público.

Vale; si quería conocerle, debía intentar algo más. Ni las amenazas ni los chantajes funcionarían con un criminal tan mecánico, meticuloso y fríamente calculador como él. Estaba acostumbrado a esos tratos.

—Acordaste que me concederías la entrevista, Eskander.

—Si me ayudas —remarcó, arrugando la cara—. Tardé cuatro años en encontrar a alguien en quién pudiera confiar lo suficiente como para hablar. ¿Crees que a ti te costará dos noches?

Eso sonó muy mal.

—¿A quién te refieres?

Supuse que hablaba de Georgie, aunque solo hubiesen sido novios un año y medio, pero Eskander se encogió de hombros.

—Hasta el diablo tenía un ángel de mejor amigo —soltó.

Y yo puse los ojos en blanco.

Él era un asesino en serie y yo debía mantenerlo en mente; estar rozando mi pierna con la suya en una fría calle pública era el mayor riesgo al que me hubiese enfrentado en la vida. El chico realmente me aterraba, pero fingía no tenerle miedo.

Decían por ahí que humanizarte es la mejor manera de salir ileso de las manos de un criminal.

Los asesinos, secuestradores y violadores no ven a las personas como seres humanos, sino como objetos a los cuales dominar y controlar: en el momento en que te humanizas, hay altas probabilidades de que vuelvan a verte como a una persona.

Eso me golpeó en ese instante.

Si alguna vez has tenido una relación fallida, probablemente has aprendido que no hay nada que puedas hacer para que alguien se quede. No puedes obligar a nadie a elegirte, ni a amarte.

No podía obligar a Eskander a confiar en mí, mucho menos si yo lo veía como una fuente de información. Era un ser humano como yo; cruel y sanguinario, pero un humano al fin y al cabo.

Para humanizar a alguien, debes tratarlo humanamente.

En una fracción de segundo, el pensamiento cruzó mi cabeza y me propuse dejar de interrogarlo, cuestionarlo y acusarlo. Necesitaba dejar de verlo como un animal despreciable y empezar a tratarlo como a un chico normal de veintiún años.

Respiré hondo.

—Tienes razón —dije al final, ganándome la atención de sus redondos ojos grises; las espesas pestañas oscuras de él los enmarcaban—, no estoy siendo justa. Mejor olvidemos todo lo que dije y hablemos de cómo necesitas que te ayude.

Eskander me miraba detenidamente.

No me creía, se le notaba en la cara, pero tras unos minutos de intenso silencio, como si escudriñase lo más recóndito de mi alma, prestando atención a cada esquina desalojada, sopló.

—Estoy buscando a alguien —murmuró.

Eso ya lo sabía.

Sostuve su mirada sin pestañear, para que entendiese que aquella declaración era sospechosa y turbia.

Suspiró.

—Es una chica —admitió—, pero no quiero hacerle nada malo. No te hagas la idea incorrecta.

Sacó las manos por fin de la sudadera y, entrelazando los dedos sobre sus rodillas, me fijé en los tatuajes a medio borrar de su piel.

Eran las mismas curvas que una vez surcaron los dorsos del Ángel de la Muerte.

Entonces sentí el peso de la realidad aplastarme los hombros: estaba sentada junto al niño sicario, junto a un hombre que había matado a más de setenta personas en sus veintiún años, que envenenaba tanto a hombres como mujeres en su lugar de trabajo, que no valoraba la vida y adoraba la muerte.

Yo, una reportera con algo de moral, si es que se puede considerar ético escribir un libro sobre la vida de alguien más y lucrarse con ello, estaba haciendo un pacto con el demonio.

Jamás se me habría cruzado por la cabeza.

Pero saqué una libreta y, fingiendo interés, comencé a tomar nota.

—¿Qué edad tiene?

Eskander parpadeó, fija la vista en el escalón frente a él.

—Tenía diecisiete años cuando la conocí —dijo—, así que debe tener veintisiete ahora.

—¿Nombre?

—Moon y estaba enamorada de mí.

Entorné los ojos.

—Tú crees que todo el mundo está enamorado de ti.

Él chasqueó la lengua.

—Claro que no. Ella misma me lo dijo.

—¿Quieres que me crea que una chica casi mayor de edad estaba enamorada de un niño de once?

—Para tu información, éramos de la misma altura. Además, ella parecía de catorce.

—¿Dónde la conociste?

—En el colegio.

Molesta, incliné la cabeza hacia él.

—Eskander, no fuiste al colegio —repuse.

Él arqueó las cejas.

—¿Sabes de mi vida más que yo? —se molestó—. Fui a la Stapleton Academy varios años. No sirvió de nada, pero la conocí a ella.

—¿Vive aquí?

—No, regresó a Shanghái y ya no he sabido nada de ella.

—¿Es el número que has intentado llamar varias veces? —pregunté.

Él asintió. Parecía que le costaba hablar del tema.

—La llamada nunca conecta —admitió—, así que me presentaré delante de ella si hace falta. Tiene una amiga en Shanghái que me dijo que me ayudaría.

—¿Y para qué quieres buscarla ahora?

Los ojos grises de Eskander no decían nada.

Solo se paseaban por las losas mojadas de la plaza, alrededor de la fuente; entre nosotros, ráfagas frías de aire nos congelaban la piel.

—Bueno, ella... —murmuró, pero encogió un hombro—. No sé. Simplemente quiero verla.

Rodé los ojos.

—Si esa chica ya hizo su vida, no hay necesidad de que la interrumpas para...

—Es la única persona que alguna vez me ha querido. ¿Sabes lo que daría por tener una relación normal?

Se me heló el cuerpo.

No sabía que, al enojarse, se le agravaba la voz de esa manera. Tampoco sabía que le importase tanto ser amado.

Él tragó con fuerza.

—Alguien como yo no puede hacer una vida normal —me dijo en voz baja, controlando sus impulsos; apretaba el vaso de cartón en sus blancas manos, tanto que se le habían acentuado las venas que surcaban sus tatuajes.

Un asesino serial me estaba hablando de querer vivir una vida normal.

No dije nada, pero pensé demasiadas cosas de él. El dolor lo consumía y yo no lo entendía en ese momento.

—¿Una vida normal es todo lo que buscas? —inquirí al fin, aunque el corazón me golpease la caja torácica con la fuerza de mil caballos salvajes—. Suena egoísta.

—No lo hago por eso.

—Lo haces para que te ame.

Eskander soltó un suspiro de hastío.

—¿Alguna vez te has enamorado, Mitchell?

No dije nada.

En una fracción de segundo, todos los rostros de las personas que alguna vez amé cruzaron mi mente, hasta mi último novio. Quise contestar, pero no lo hice. No sabía qué quería decir con eso. Así que regresé a tomar nota.

—¿Desde cuándo lo tienes planeado?

—Desde el año pasado —dijo—. He juntado dinero.

—¿Lo ahorraste o lo robaste?

Como jugando conmigo, sonrió de lado, y uno de sus ojos se achicó. Tenía la dentadura perfecta, no como el Ángel de la Muerte.

—Eso es lo menos importante, Mitchell —murmuró para molestarme—. ¿Me ayudarás o no?

Había obtenido suficiente información por el simple hecho de sentarme a escuchar su solicitud, así que acepté. Y él, que sonrió, me tendió una mano.

Miré su piel, blanca como el papel; después, sus penetrantes ojos grises.

Iba a darle la mano al mismo demonio. Se me escapó un latido.

Pero reuniendo todo el coraje que fui capaz, alcé mi mano y se la estreché. Tenía los fríos dedos tan entumecidos, tan cadavéricos, que la muerte me heló los huesos.

—Necesito escapar de aquí —susurró—. Huir con ella sería mi paz.

¿Escapar de quién o de qué?

No lo sé.

¿Le ayudaría?

Suspiré con pesadez, cerrando el cuaderno sobre mis piernas.

—Sabes que puedes llamarme Edén, ¿verdad?

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