⠀⠀━ Five: The meaning of family

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EVERMORE
CHAPTER FIVE

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❝EL SIGNIFICADO DE LA FAMILIA❞

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QUE NINGUNA DE sus hijas hubiera nacido varón había sido una verdadera tragedia, o eso era lo que Lord Sopespian le había dicho a Lord Lewis cientos de veces desde el alumbramiento de Mary, su cuarta y última descendiente.

A Lewis bien poco le importaban las palabras del Lord; él amaba a sus cuatro niñas y a su mujer por encima de todo y todos, y tenía claro que las protegería con su vida.

Por eso mismo, cuando supo que su tercera hija había desaparecido sin que nadie la viera salir de las murallas del castillo el corazón se le estrujó enormemente hasta el punto de casi dejar de latir. Su pequeña Elysant no estaba en su habitación cuando sus damas de compañía fueron a despertarla a media mañana, y no hubo nada en aquel momento que le perturbase más; ni Caspian, ni la existencia de narnianos ni la inminente guerra contra estos últimos. ¡Su hija no estaba en el castillo! Por Dios, nunca había experimentado semejante dolor, y estaba totalmente convencido de que un certero flechazo en el pecho dolía menos que aquello.

La reacción de su esposa, Lady Auphrey, había resultado incluso peor. Se había derrumbado en los brazos de su marido, deshecha en lágrimas, mientras desgarradores sollozos brotaban de lo más profundo de su ser. No existía daño mayor que perder a tu hijo, que es la luz de tu vida, y, por si fuera poco, de aquella forma. La mujer no fue capaz de soportar aquella presión y huyó a sus aposentos, para llorar lamentarse entre las cuatro y silenciosas paredes de piedra, adornadas por preciosos y valiosos tapices con el emblema de la casa Rhullitvon; una rosa roja.

La integridad de Auphrey se había visto perjudicada tras el suceso. Había perdido el brillo en sus hermosos orbes negros, y su cabello, usualmente al viento y rizado no tenía el mismo lustre que días atrás. Sus comidas abundantes se redujeron a la mitad y era prácticamente imposible hacer que saliera de la alcoba que compartía con su marido. El mencionado estaba realmente preocupado ―y también compungido― por el estado en que se encontraba la mujer, mas no podía obligarla a hacer algo si ella no tenía los ánimos suficientes para ello. Él, no obstante, puso en marcha a todos los hombres de los que disponía para que peinaran los alrededores y se internasen en el bosque y más allá en busca de Elysant. Incluso, sacando fuerzas de donde no sabía que tenía, lideró muchas de las expediciones.

Arabella, la mayor de las cuatro hermanas, había tratado de mantenerse fuerte y no decaer, de ayudar a su madre a sobrellevar la tragedia y de enviar apoyo a sus hermanas y a su padre.

Cuando era pequeña, la joven solía pensar que tenía suerte de ser la primogénita, ya que heredaría la mayor parte de propiedades que le pertenecían a su progenitor por derecho, mas veinte años más tarde era consciente del gran peso que recaía sobre sus hombros y el gran deber que suponía ser la heredera de un ducado tan poderoso y humilde a la vez, y que sus antepasados habían sabido gobernar con firmeza para mantenerlo en pie. Desearía que Lord Gabryell de Rhullitvon no hubiera llegado al lado de Caspian I el Conquistador, que no hubiera obtenido el título que el primer rey telmarino de Narnia le otorgó por su lealtad y amistad. Ojalá su hermana Elysant hubiera nacido primero, ella sí sabría ejercer el puesto de duquesa. Porque, aunque tuvieran sus pequeñas disputas, Arabella únicamente profesaba amor hacia Elysant, y la conocía como a la palma de su mano, como a los pasillos del castillo. Elysant tenía madera de líder, de regente, de reina, se atrevería a decir. Elysant era todo lo que Arabella debía de ser, y eso, muy a su pesar, lo sabía. No la odiaba por aquello, es más, la admiraba. Elysant era su heroína y ejemplo a seguir; Elysant nunca jamás se había dado por vencida ante la adversidad; Elysant nunca jamás había permitido que la manipulasen; Elysant nunca jamás había dejado de luchar por sus derechos, por lo que era, por lo que ella y sus hermanas eran y serían hasta la muerte; Elysant nunca jamás habría puesto en peligro la vida de su familia, es más, se sacrificaría por ellos sin dudarlo; Elysant nunca jamás había abandonado a su familia. Y eso era lo más doloroso de todo.

Elysant se había ido.

Y quién sabe dónde estaba.

De solo pensar en aquello, a Arabella se le formaba un nudo en la boca del estómago y se le agolpaban las lágrimas en los ojos. Su hermanita pequeña, la de ojos brillantes y feroces, el alma libre que había demostrado ser, estaba lejos de ella, de sus brazos y de su calor. Y no sabía cuándo volvería a verla ―si es que volvían a encontrarse en algún momento―; ni siquiera quería plantearse la opción de que le hubiera pasado algo grave. No podía ni quería pensarlo.

Extrañaba a su hermana a horrores. Una semana sin ella había sido demasiado tiempo. Y, aunque intentase mantenerse entera, Arabella perdía las ganas de luchar y de esperar. Solo quería abrazar a Elysant, al menos, una vez más. No quería dejarla ir. No podía perderla. Era su hermana.

Por otro lado, Typhainne tenía doble malestar.

No contenta con que Caspian hubiera desertado nada más Lady Prunaprismia alumbrar a su bebé, un varón, unos días más tarde también desaparecía su hermana menor Elysant. Doble sufrimiento.

Typhainne siempre había querido a Caspian, desde que eran pequeños. Ambos nacieron en el mismo año ―en esos momentos tenían dieciocho― y compartieron muchos momentos juntos en su niñez y adolescencia, junto a Elysant. Por esta misma razón, los tres eran muy unidos y cuando Typhainne se enteró de lo ocurrido fue como si le atravesaran el pecho con una espada, como si le apuñalaran millones de veces sin dar tregua.

Caspian y Typhainne se apreciaban, se querían. Eran amigos, casi hermanos, pero también eran algo más. Mutuamente, profesaban más que el amor fraternal que Caspian sentía por Elysant ―se murmuraba que eran almas gemelas, pero, bah, fantasía y cuentos que nadie creía―; realmente Typhainne estaba, incluso, enamorada del príncipe telmarino de ojos azabache y sonrisa brillante. Era uno de los pilares más importantes de su vida, y el hecho de saber que había traicionado a su gente para unirse con aquellos... aquellos... aquellas abominaciones que no deberían de existir le rompía en mil pedazos. Y, si no era suficiente con eso, él posiblemente se había ocupado de planear la captura de su hermana.

El mundo de la segunda hija del matrimonio Rhullitvon se había caído, se había venido abajo, en cuestión de días. Dolía. Muchísimo. Demasiado. Era la tortura más terrible que podía imaginarse; perder tanto en tan poco y sin siquiera ser consciente de ello.

Se arrepentía, incluso, de haber hablado con Lord Miraz. El hombre le había abierto los ojos, había hecho que viera de quién estaba enamorada; de un traidor y un mentiroso. Y le estaba agradecida por ello, pero eso no quitaba todo el daño que le había producido saber la verdad en lo más hondo de su ser. Muy difícil de asimilar, y mucho más de superar.

Porque estaba segura de que nunca superaría a Caspian.

Era tarea imposible.

Incluso si el joven seguía amándola a ella, incluso si en algún momento todo se solucionase, si volviera todo a la normalidad, Caspian fuese juzgado y se le declarase como inocente, no sería lo mismo. Había cometido traición, de cualquier forma, y ella no estaría dispuesta a perdonarle eso. Nunca. Mucho menos con Elysant de por medio. Su hermana era su sangre, lo más importante de su vida junto a Arabella, Mary y sus progenitores. El amor que Typhainne sentía por su familia era lo más puro que la chica tenía en su vida, lo más bello y lo que más la llenaba de júbilo. Tener una familia así de unida, en la que todos amaban a todos, era lo más maravilloso del mundo entero. Y por esa misma razón Typhainne se negaba a perdonar a Caspian. Por hacer daño a Elysant. No se lo merecía.

La casa Rhullitvon nunca olvidaba.

La cuarta y más pequeña del linaje en aquel momento, Mary de Rhullitvon, no lo llevaba mucho mejor que el resto de su familia. Estaba muy unida a Elysant, entre ellas no había secreto alguno y la menor confiaba en la de ojos claros sobre todas las cosas. Tenía fe ciega en Elysant, la amaba y admiraba con todo su ser. Y la mayor lo sabía; era recíproco. Elysant nunca había conocido a alguien tan puro como lo era la hermosa y dulce Mary. Para Elysant, Mary ―quien recibiría el título de «la Esperanza» en caso de ser reina― era la estrella más brillante del cielo, la luz del sol abriéndose paso en un día nublado para iluminar todo a su alrededor.

La menor no había llorado, no había derramado ni una sola lágrima ―al contrario que las demás mujeres de su familia―. Se había mantenido todo lo entera que le había sido posible, y había puesto su confianza en Elysant. Ella creía, sabía, que su hermana estaba bien, que saldría de dondequiera que estuviera y que volvería a casa cuando menos lo esperasen. Porque Elysant nunca se rendía, y eso era algo que los otros cinco miembros de la familia conocían. El alma de Elysant era el de una guerrera.

Y como la luchadora que era, no pararía hasta ser libre. Por eso mismo Mary no se había permitido llorar.

Cuando Elysant se torció el tobillo al caer por culpa de un desnivel cerca del río y ambas niñas se encontraban solas, la mayor no se había quedado sentada, quejándose y lloriqueando y gimiendo, mientras esperaba que alguien la ayudara a salir de aquel agujero. Había reunido todas sus fuerzas para trepar por la pared de tierra, agarrándose a las raíces y piedras que no se deslizaban junto a montones de arcilla y barro. Le costó, por supuesto que sí, mas nada en esta vida se consigue con facilidad. Y tras mucho esfuerzo la muchacha logró subir hasta el lugar donde se encontraba la entonces muy pequeña Mary, asustada por la integridad de su hermana.

Cuando Elysant puso rumbo al castillo ayudándose únicamente de una rama de un árbol bastante gruesa, Mary comprendió la fortaleza de su hermana. Elysant era especial. Podía ser terca, pero eso la convertía en una excelente guerrera.

Todos en familia tenían claro que la merecedora de heredar los títulos nobiliarios de Lewis era Elysant. Todos lo sabían con seguridad. La joven sabía guiar a un pueblo, podía hacerlo mejor que todos los reyes telmarinos juntos si se lo proponía. Incluso mejor que los Reyes de Antaño que tanta paz habían brindado a Narnia mil trescientos años antes durante sus tiempos de reinado. Aquello hacía a Lewis un padre orgulloso de su hija.

Elysant añoraba a sus padres y hermanas. No obstante, su cabeza tenía muchas cosas en la cabeza. Tantas que ni las recordaba.

Su mundo había cambiado del día a la noche, así como le había ocurrido a Caspian al huir del castillo con la amenaza de su tío por querer asesinarle. Había huído de su propio hogar con el propósito de estar a salvo, y no había nada más descorazonador que dejar atrás el lugar donde te has criado y sido feliz por años. El de cabellos castaños sabía que lo que había hecho era lo mejor y que estaba haciendo lo correcto.

Una lección que habían aprendido, no precisamente de buenas formas, ambos muchachos.

Lo correcto nunca es lo más fácil.

Y Aslan, el Gran León, estaba orgulloso de aquellos dos jóvenes telmarinos. Porque los dos eran diferentes a cualquiera de sus vecinos. Y Aslan sabía que aunque no sería un bonito camino, ambos encontrarían la felicidad, más pronto o más tarde, y también conseguirían instaurar la felicidad de su pueblo, de sus pueblos.

Aslan confiaba en ellos.


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