𝒐. prologue

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♱  1 . 00
PROLOGUE SILVER LINNING
capítulo cero.






La sala médica del Hospital Harrison Memorial estaba hecha un caos; mis ojos no lograban atisbar un solo doctor o enfermero que estuviera en calma y que no estuviera corriendo por la estancia. Solo logré divisar manchas blancas por las batas que muchos llevan puestas, y aunque parpadeé varias veces, seguí sintiéndome fuera de mi.

Mi madre chasqueó los dedos en mi rostro, haciéndome salir del trance en el que me encontraba.

La miré con ambigüedad llevándome las manos a la cara, queriendo morderme las uñas de lo apabullada que me sentía. La escasez de personal en el hospital era un problema enorme, más por la manera brusca en la que actuaban todos en momentos críticos como este; nadie estaba haciendo un empleo exagerado por hacer el bien o ayudar a los pacientes. La mayoría buscaba sus cosas de manera caótica para irse, dado el campo de batalla que emergía en la planta baja, porque en eso se había convertido mi trabajo cuando un brote mortal se desató a nivel nacional, volviendo a los pacientes violentos, atacando a enfermeros y demás... Lo más curioso eran las mordidas.

Pero, ¿qué estaba pasando?

—Espabílate, muchacha —me dijo mi madre agitando su larga cabellera, en sus manos sostenían una tableta gráfica con los datos generales de varios pacientes. Pestañeé asintiendo—. Aera está en el piso de arriba, en la guardería. Una de las enfermeras la está cuidando, necesitan salir del hospital ya mismo.

Dicho esto, aumentó su ajetreo al mismo tiempo que sus pies el andar en dirección hacia las grandes puertas de cristal. A duras penas podía seguirle el paso por la velocidad en la que caminaba, con tanta euforia, zigzagueando entre las personas.

—Madre —tomé su brazo para que me pusiera atención—. ¿Qué está pasando? ¿Por qué está la milicia aquí? Necesito respuestas antes de irme.

Continuó su camino girando el rostro de vez en cuando hacia atrás para verme, como si quiera evadir mis preguntas.

Decidí insuflar aire, llenando mis pulmones al tope por los nervios. Las manos me comenzaban a temblar, seguía sin poder pensar con claridad, todo lo que mi mente hacía era trabajar arduamente para rezar que mi hija estuviera bien y a salvo con la enfermera, que nada le ocurriera antes de que yo llegara donde ella.

El atosigamiento combinado con los nervios me hizo comenzar a sudar frío. Mis manos rápidamente viajaron hacia la bata blanca que cubría mi cuerpo y mi ropa, con desgana comencé a quitármela para lanzarla encima de una camilla vacía. Estrepitosamente le arremetí velocidad a mi paso para no quedarme detrás de mi madre, me solté el cabello que era sujetado por una alta coleta y apreté los dientes.

—No hay mucho tiempo.

—Pero, madre —caminando junto a ella, volteé mi rostro para verla—, tengo un paciente en el nivel inferior. Lleva una semana en coma, disparo en el costado izquierdo, debajo de la costilla —miré el bloc de notas que mis manos empuñaban con tanta fuerza, que creí que llegaría a partirla en dos—. Su condición no es crítica pero me necesita, no sobrevivirá si me voy.

Escuché a mi madre resollar. Con cautela abrió la puerta de la guardería y se metió, donde habían bebés y niños menores de los once años, como mi hija, que estaba en brazos de la enfermera Álvarez.

El llanto de varios niños me desconcertó.

—¡Mami! —Aera se echó a correr en mi dirección sin reparar en su abuela o en nadie más. Con un salto olímpico aterrizó en mis brazos con sus piernas enrollándose en mi cadera y sus brazos en mi cuello, aferrándose con todas sus fuerzas a mi cuerpo. Con un sollozo, volvió a hablar—: ¿qué está pasando, mami?

—Está bien, mi princesa —le dije acariciando su cabello, con el sentimiento de culpabilidad augiendo en mi pecho.

Ni siquiera yo sabía lo que estaba sucediendo.

Mis ojos se dirigieron a mi madre para encararla. Ella tomó aire repentinamente, rezongando un par de palabras entre dientes al mismo tiempo que se acercaba a mi, quitándome el bloc de notas de las manos, dándome mejor accesibilidad para sostener el cuerpo de mi hija.

—Vamos —dice con la voz serena. Me dispuse a seguirla fuera de la guardería cerrando la puerta detrás de mi.

Mi madre me observó apretando sus labios hasta convertirlos en una fina línea nada más. Con mi mano izquierda apreté la cabeza de Aera hacia mi hombro, donde ella estaba escondiendo su cabeza en el hueco de mi cuello. Entorné mis ojos en dirección a la mujer de cabellos oscuros, haciéndole un mohín con la cabeza para que hablara.

—Presta mucha atención, Yejin —dio un paso hacia mi—. Todo se a salido de control, tu hija es lo único que ahora debe importarte. Ni el trabajo, ni nada más. Vete de aquí y no vuelvas, porque todo lo que conocemos terminará ahora.

Fruncí el ceño confundida, el corazón me comenzó a bombear a una velocidad increíble. Estupefacta, sacudí la cabeza en su dirección.

—Pero...

—Vete ya, por favor —me tomó de una de las manos, apretando la suya contra la mía. Mi respiración se aceleró—. No te preocupes por tu paciente, él estará bien. No me iré de aquí porque aquí es donde debo estar, pero tú y Sadie necesitan irse.

Asentí, aguantándome las lágrimas que amenazaban con brotar de mis ojos. Con afán, mi madre me ayudó a bajar a Sadie de mis brazos.

Su mano soltó la mía, pero continué cerrando el puño.

—Ten cuidado, por favor —le dije, a lo que ella asintió, dándome un empujón para que saliera de aquí.

Compartí una mirada con mi hija, sus ojos brillantes y suplicantes me veían confundida, pero simplemente no podía decirle nada. En la planta baja se había desatado una lluvia de disparos que resonaron por todo el edificio, la anomalía que estaba presentando la ciudad en este momento me tenía con los nervios de punta. Solo me preocupaba mi hija, y en cierta parte, el paciente que estaba dejando atrás.

Moriría, o quizá no.

La mano de Aera se aferraba con fuerza la mía, mientras corríamos por los pasillos del hospital evadiendo a la multitud de gente. Con un enorme sopor instalándose en mi anatomía.

Empujé la gran puerta vidriosa casi incapaz de acostumbrarme a la luz que el día suscitaba. Parpadeé varias veces en busca de un rostro familiar, o alguien que pudiera ayudarnos, pero todo lo que vi fue un puñado de militares bien armados con uniformes puestos, dispuesto a disparar a cualquier cosa. Mi madre no mentía, todo estaba diferente y peor en las calles de King Country.

Un militar se acercó a nosotras, vislumbrándose entre la luz que opacaba mi vista.

—Señorita, venga con nosotros, por favor —me tendió su mano, abriéndose paso entre el resto de sus compañeros de trabajo que parecían también querer ayudarnos. Miré al hombre de uniforme lacónicamente de manera tétrica por el miedo que enervó mi sistema—. Está bien —dijo al ver mi reacción con desdén—, las llevaremos a un refugio donde estarán bien.

Aera se aferró a una de mis piernas apretando mi piel entre sus manos. Su seguridad era lo primordial para mi, así que sí, iríamos con ellos.

Asentí en dirección al militar y procedí a caminar delante de él sin soltar a mi hija.

Decidí, sin pensar, mirar mi mano, que la tenía empuñada firmemente. Sin inmutar, abrí los dedos contemplando lo que la palma de mi mano desplegaba; un frasco transparente del tamaño de mi dedo del medio con un líquido rojizo dentro, que tenía una consistencia parecida a la de la sangre.

Lo que más me llamó la atención fue la etiqueta que tenía pegada al frente, con unas iniciales bastante particulares. Me acerqué el frasco al rostro y las leí:

R.G.




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