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Aubrey

Un cosquilleo pasa por la punta de mi nariz y luego por mi mejilla. Levanto la mano queriendo deshacerme de esos cosquilleos consiguiendo estamparla con algo duro en un golpe seco.

Es entonces cuando abro los ojos exaltada. Eros me mira con una sonrisa divertida sobando su mentón antes de hablar.

—Buenos días a ti también.

Un quejido adolorido se queda en mi garganta al intentar incorporarme de la cama. Luego toco con mis dedos el lado de mi cabeza, parece estar vendada con algo.

—¿Qu...

—Te caíste por las escaleras. Deberías tener más cuidado la próxima vez, casi te rompes la cabeza. —la sonrisa ha desaparecido completamente y sus labios ahora se quedan en una fina línea.

Mi cabeza ignora la dureza de sus palabras rememorando la legión de hombres andando y luego él. El hombre que se encargó de mi mientras mis padres iban a otra ciudad buscando otro cura para sus experimentos sin sentido.

Los pensamientos corren por mi mente a una velocidad que no me permite pensar bien, y la idea de que todo fue planeado por Eros y su hermana para que vuelva a estar a la merced de mis padres me da pavor, pero de alguna manera consigo mantenerme en mis cinco sentidos.

—No me toques. —farfullo entre dientes alejándome de sus dedos tan rápido que por mi cabeza pasa una corriente de dolor haciéndome jadear.

Mis ojos acusatorios van a los suyos a la vez que aferro mis manos al colchón de la cama que no me he molestado en mirar como una manera de estabilizar mi vista borrosa.

—¿Qué hace él aquí? —decir su nombre solo haría que mis tripas se revolviesen con desagrado y que los recuerdos se implantasen en mi cabeza como una nube oscura prediciendo una tormenta.

—¿Él quién? —pregunta hundiendo las cejas con desconcierto.

—El hombre con una túnica...—mi lengua se pega al paladar antes de siquiera poder terminar de pensar en lo que iba a decir. —No te hagas el imbécil, sé lo que planeas hacer y no volveré con ellos. No lo haré. —a medida que suelto las palabras con determinación muevo la cabeza de un lado a otro ignorando el dolor por un momento.

Estoy tan distraída siendo carcomida por las voces que no veo cuando Eros se acerca a mi poniendo sus manos sobre mis hombros. Mi cuerpo da un sobresalto alertándome de su cercanía y su olor consigue que pueda centrarme en él por pocos minutos.

—Cálmate. No sé de quién me hablas. —aprieto los dientes dilatando las fosas de mi nariz, mirándolo con rabia y desconfianza.

Él se sienta a mi lado antes de que pueda levantarme de la cama con sus manos ahora deslizándose hasta las mías.

—Dime qué fue lo que viste. —habla poniendo demás atención en mi rostro.

Al intentar recuperar la libertad de mis dedos el afianza su agarre.

—Vi a unos hombres llevándolo a él a algún lugar. Está aquí, lo sé. —sus ojos siguen mirándome con una confusión que me hace exasperar más. —Un hombre con pelo negro corto y una cicatriz en el ojo izquierdo. —murmuro tragando fuerte a lo último.

Esa cicatriz se la hice yo.

Eros a mi lado suelta un suspiro que me hace fruncir el ceño.

—Lo que viste seguramente fue a los hombres de mi padre encargándose de algunos asuntos.

—¿Asuntos? —repito incrédula. Mi lengua pastosa me indica lo sedienta que estoy, pero ni eso ni los sonidos hambrientos de mi estómago importan ahora mismo.

—Gente que le debe algo a mi padre o que han hecho algo mal. —responde moviendo sus hombros.

—¿Por qué debería creerte? —su cara se deforma en una molesta.

—Preguntaselo tu misma. O si quieres puedes ver cómo acaban con ellos. Ven.

—No.  —me apresuro a decir cuando él se levanta de la cama sujetándolo del brazo.

Por un momento sus ojos miran embelesados la piel desnuda que tocan mis dedos y mis mejillas se sonrojan con pudor a la vez que aparto mi mano como si de repente estuviera tocando lava. Es la primera vez que lo toco.

—¿A qué se dedican? Tus padres. —hablo evitando su mirada, queriendo olvidar los cosquilleos de mi estómago con algo.

La cama se hunde con su peso y el calor que irradia se mezcla con su aroma haciendo que mis nervios se apacigüen poco a poco.

—Mi padre es narcotraficante, entre otras, uno de los grandes. Y mi madre es ama de casa, aunque no mueve un dedo. Estudió derecho en Yale y se hacía cargo de nosotros cuando mi padre se iba a trabajar. —responde con simpleza.

La respuesta era más que obvia, pero aún así mis ojos se abren más de lo normal y mi respiración parece cortarse por un momento. Ahora algunas cosas cobran sentido.

—¿Tu padre es... narcotraficante?¿De los que venden droga, matan y esas mierdas?¿Como Pablo Escobar? —él asiente observando con ojos divertidos la forma en la que mi cara palidece.

—Tranquila, le caerás bien.

En ese momento es cuando realmente me doy cuenta de donde estoy.

Estoy en su casa. En la misma casa en la que vive su padre con su padre probablemente durmiendo en alguna de las habitaciones de al lado. ¿Y que le caeré bien? Como una mierda que no me voy a presentar ante ese hombre. Con solo saber a lo que se dedica es suficiente para que se convierta en una de las personas más peligrosas y temibles que he conocido.

De tal palo, tal astilla. Me digo a mi misma recordando las cosas atroces de las que eran capaces sus hijos. No quiero ni imaginar de lo que es capaz de hacer él.

—Me voy a mi casa. —suelto apartando las sábanas de mis piernas.

Antes de poder bajarme su cuerpo se antepone en mi campo de visión.

—No. No te irás aún. Comerás algo y luego te llevaré al apartamento. —refuta cuando abro la boca, dándome a entender que no va a dar su brazo a torcer.

Mis ojos se deslizan por la habitación con detenimiento. Las ventanas de arco apuntados tienen decoraciones típicas de esas catedrales góticas y las cortinas de color rojo vino contrastan con las paredes negras que son decoradas por algunos cuadros.

Los otros muebles también comparten el mismo patrón de colores, añadiendo el oro por los adornos que tienen algunos como los candelabros o las lámparas de la mesita de noche. Oro que no creo, sea falso. La chimenea que hay frente a un alargado sofá tiene un diseño ornamentado y góticos, al igual que una estantería llena de libros y una mesa de escritorio. La cama en la que estoy no es muy diferente al resto y las sábanas parecen ser de seda.

Es como la habitación soñada de Miércoles pero con toques masculinos.

No me hace falta que hable para saber que es su dormitorio. Cuando mis ojos caen en los suyos mis mejillas vuelven a sonrojarse una vez más por estar en su cama.

Mis ropas están intactas así que no debo preocuparme por sus manos habiéndose metido por donde no deben. No creo que te fueras a preocupar mucho por eso de todas formas.

—Bonita habitación. —musito con un intento de sonrisa que él parece copiar.

—Algunos muebles son viejos, llevan aquí desde hace años, tal vez siglos. La casa es algo así como una herencia familiar que va de generación en generación y...—sus palabras quedan en el aire al fijarse en mi cara y sus mejillas se sonrojan ligeramente por segunda vez en todo este tiempo. —Supongo que no está mal. —termina por decir.

Las veces en las que lo he visto en la cafetería junto a sus amigos me he fijado en que apenas abre la boca con ellos, pero conmigo las palabras parecen salirles solas. Eso hace que muerda mi labio inferior en un intento de reprimir una sonrisa.

—Vamos. —habla después girando sobre sus talones.

Mi estómago se encoge del pánico al pensar en salir de su habitación aún sabiendo lo poco segura que estoy al ser esta la casa de su familia. Estar metida entre las sábanas, rodeada de su aroma, solo ha hecho que pueda tomar el control de mi cabeza, pero el miedo sigue ahí y no sé si es peor quedarme aquí o irme.

—Espera. —digo sentándome en el borde de la cama. Mis pies tocan el frío suelo. —El hombre del que te hablé antes. ¿Lo van a matar? —una parte de mi espera que si. Sería una forma de eliminar de raíz una parte del problema, de mi pasado.

—Es lo más probable. Si. Una vez cruzan las puertas de esta casa salen con los pies por delante. Si es que todavía los conservan. —la diversión de su sonrisa al decir lo último desaparece al ver que no soy partícipe de su broma.

—¿Cómo puedo estar segura de eso?

—Yo mismo te enseñaré las pruebas luego. —responde con palabras seguras. Se refiere a mostrarme el cadáver.

Mi corazón empieza a latir deprisa ante la expectación de verlo muerto. He estado esperando años para esto y no me puedo creer que vaya a conseguirlo gracias a Eros. Una parte de mi se lo agradece y la otra... La otra sigue intentando borrar el rastro de sus besos.

Sea lo que sea que le haya hecho a su familia tiene que ser grave, aunque no me sorprende. Sé que él y su iglesia hicieron cosas peores que involucrarse con la mafia.

—Bien. —murmuro curvando mis labios en un intento de sonrisa.

—Ah. Lo siento. —musita acercándose a mi con un par de pantuflas negras para luego ponerlas en mis pies con dedos inquietos.

Está nervioso, y dudo si es porque ha mentido en algo o porque seguramente seré la única chica que ha conocido a sus padres.

No sé a qué me lleve esto último, pero sé que después será mucho más difícil de lo que ya es no caer en sus juegos.

—¿Puedes andar?

—Si. —respondo en seguida poniéndome de pie.

Él de todas formas me sostiene por detrás mientras bajamos las escaleras hasta un salón grande de comedor.

La mandíbula se me ha aflojado varias veces por el camino, pero al encontrar a un hombre con los rasgos parecidos a los de Eros hablando entretenidamente con otro rubio en un idioma que no entiendo cerca de un ventanal siento que cae definitivamente al suelo.

—Papá. —murmura Eros a mi lado. Su mano ahora está puesta en mi cintura con firmeza.

Si no hubiera estado congelada ante la fría mirada de su padre la hubiera apartado.

—Esta es Aubrey. —dice antes de desviar su atención hacia mi y señalar a su padre con la cabeza. —Y este es mi padre, Alekei.

La tensión de mi cuello no me deja inclinar la cabeza como me hubiera gustado y mi lengua no parece querer moverse.

El hombre rubio de antes se acerca a mí con ojos curiosos, primero fijándose en mis pestañas y cejas blancas. Cuando coge un mechón de mi pelo examinándolo como si fuera algo de otro mundo mi cuerpo se estremece devolviéndome a la realidad.

Eros le da un manotazo haciendo que suelte mi pelo. Después empieza a observar mi rostro con detenimiento.

—¿Son lentillas?¿Cuánto cuestan? —mi cara palidece aún más al darme cuenta de que probablemente me hayan quitado las lentillas azules antes dejando el verdadero color de mis ojos a la vista de todos. —¿Es muda? —habla después mirando a Eros y a su padre con una cara confusa.

—La estás asustando. —protesta su padre apareciendo por detrás.

Luego lo coge de la camiseta y lo aparta de mi campo de visión, siendo él todo lo que puedo ver ahora. Es grande, tal vez sea unos pocos centímetros más alto que Eros y sus tatuajes se cuelan por las mangas recogidas de su camisa. No le mires a los ojos. Me repito tragando el nudo de mi garganta.

De repente sus labios se transforman en una gran sonrisa que deja a relucir sus dientes haciendo que sea incluso más intimidante que antes.

—Estamos muy contentos de tenerte aquí. Pasa por favor. —su voz es extrañamente gentil.

—Gracias. —musito forzando una sonrisa en mi cara.

Unos tacones a lo lejos llaman mi atención antes de poder terminar de entrar en la sala.

Un jadeo es todo lo que escucho después y en un pestañeo alguien me arrebata de los brazos de Eros pegándome a su cuerpo, siendo una cabellera pelirroja todo lo que mis ojos pueden ver en ese momento.

Mis fosas nasales le hacen paso a un olor a vainilla y las costillas me empiezan a doler por la presión.

—Mamá. Ya. —replica Eros detrás nuestro.

—¿Tu eres Aubrey, verdad? —pregunta la mujer frente a mi con una sonrisa de oreja a oreja al separarse.

Asiento con la cabeza siendo incapaz de conseguir el oxígeno suficiente para hablar, reprimiendo una mueca adolorida.

Al momento de volver a estar en sus brazos me arrepiento de haber respondido y Eros me dedica una mirada que refleja un lo siento en todo su esplendor.

Suelto un bajo suspiro aliviado al tener un poco de espacio nuevamente, aunque sus manos no abandonan las mías en ningún momento.

—Yo soy Lena, la madre de Eros. —antes de poder abrir la boca ella se me adelanta. —Las fotos no te hacen nada de justicia, eres mucho más guapa en la vida real.

Mis ojos van directamente a los de Eros con un atisbo desconcertado, él solo gira la cabeza con sus mejillas sonrojandose peor que nunca.

—¿Cómo está tu cabeza? Si quieres puedes quedarte aquí el tiempo que necesites. Nuestra casa es tu casa.

—Bien. Gracias. Yo...

—Ven. Debes de estar hambrienta, no has comido nada en todo el día.

¿Día? Mierda. Debo de haber dormido por mucho tiempo. Mi padre me va a matar cuando llegue.

—Mamá, la estás agobiando. —se queja Eros con una mirada irritada a la vez que su madre me lleva a uno de los asientos de la alargada mesa que hay en medio.

—Tonterías. Tu siéntate aquí y no le hagas caso. Puede ser un poco gruñón a veces, aunque de eso ya te habrás dado cuenta. —murmura soltando una risita a lo último.

Dejo que me siente al lado de la silla presidencial. Estoy tan abrumada que apenas puedo procesar lo que está pasando a mi alrededor.

—Espera aquí. —habla antes de salir con sus tacones resonando por todo el lugar.

El padre de Eros sale detrás de ella dejándonos a solas con el hombre rubio de antes que no deja de mirarme con un destello divertido.

—Huye ahora que puedes. —murmura por lo bajo ganándose una mala mirada de Eros.

—Lo siento mucho por eso. —habla él sentándose a mi lado. Su cara sigue teniendo el mismo color de la vergüenza y sus ojos intentan no mirarme en ningún momento.

—¿Fotos? —pregunto moviendo una ceja.

—Solo fue una. —admite moviendo su piercing, sus ojos me dan una mirada intensa resaltando las motas verdes de sus ojos. —Me gusta mirarte. Si por mí fuera tendría la memoria de mi teléfono llena de tus fotos, pero creo que no me dejarías.

—Tienes razón, no te dejaría. —digo con una sonrisa corta.

Poco después la sala se vuelve a llenar con más pasos y un par de mujeres uniformadas con un vestido negro y un mantel rojo vino entran llevando carritos de comida.

La madre de Eros ahora parece nerviosa y sus mejillas están del mismo color que su pelo. Observándola un poco mejor puedo ver el parecido con Eva, las dos tienen una belleza que no se ve todos los días y sus rasgos son juveniles, casi como si los años no pasarán por ella.

Tendría que pedirle la marca de las cremas que usa.

—No, gracias. Tomaré agua. —le digo a una de las sirvientas cuando está a punto de echar un poco de vino en mi copa.

Con una sonrisa la mujer termina por llenar mi vaso con agua hasta la mitad y yo enseguida lo llevo a mis labios.

—¿Y cuánto tiempo llevas saliendo con mi hijo? —la pregunta de su madre hace que el agua se atasque en mi garganta.

—¿Cuánto te ha pagado? —el hombre rubio parece ir realmente en serio y Eros a mi lado solo resopla.

¿Saliendo juntos? Él y yo no estamos saliendo juntos, ni siquiera sé si podemos llamarnos amigos, pero que piensen que somos algo es mucho más cómodo y fácil que explicar cómo he acabado donde estoy y Eros no parece querer desmentirlo, así que decido callar y dejar que él responda algo.

Dejo de escuchar las voces de mi alrededor cuando mi plato vacío es sustituído por uno con un filete de carne poco hecha y verduras a la plancha.

Mi estómago se contrae con una arcada al tener el olor justo debajo de mi nariz y mi cara palidece con los recuerdos borrosos que se apoderan de mi cabeza.

—Lo siento, se me pasó preguntar si te gustaba poco hecha. Si no te gusta puedo pedir que te lo hagan más. —la voz de su madre es apenas un eco que se repite.

Cuando otra arcada hace que curve mi espalda me levanto de la silla y salgo corriendo, ignorando los llamados de Eros.

—¡Lo sabía! Está embarazada. —es lo único que consigo escuchar antes de cruzar la puerta.

Del otro lado hay una sala simple con sofás alargados, una mesa en medio y candelabros. Hay varias puertas pero yo solo me fijo en una corriendo hacia allí con la esperanza de que sea un baño.

No lo es, es una sala de lavandería con dos fregaderos sobre una encimera con cajones cerca de un ventanal y varias flores colgando. Sin poder aguantarlo más me inclinó a uno de los fregaderos y expulsó lo poco que mi estómago me permite aferrando mis dedos a la encimera.

Las lágrimas que en un principio eché por las arcadas se convierten en ríos deslizándose por mis mejillas.

—Aubrey. —murmura una voz a mis espaldas.

Sus brazos me rodean por detrás teniendo una perfecta visión del vómito que no me ha dado tiempo a limpiar.

—¿Estás bien? —pregunta después acariciando mi pelo. —¿Qué ha pasado?

Mi cuerpo se desvanece en sus brazos expulsando todo lo que estuve conteniendo a través de lágrimas saladas.

Haberlo visto la otra noche fue el detonante para que algo dentro de mi explotara, aunque sé que tarde o temprano eso hubiera explotado de todas formas por la cercanía de Eros y el cúmulo de emociones que despertaba en mi pecho con tal solo percibir su olor.

Al final acabamos los dos en el suelo, yo entre sus piernas con la espalda apoyada en su pecho. Aprieto los dientes al sentir sus labios en la coronilla de mi frente mientras sus dedos siguen deslizándose por mi pelo.

—¿No te gusta la carne?¿Es eso? —muevo la cabeza de un lado a otro soltando una exhalación. —Entonces, ¿Qué es?

La calma con la que mueve sus dedos y la curiosidad genuina de su mirada hacen que realmente me planteé contárselo. Es el único que no se atrevería a juzgarme y la seguridad que me transmiten sus brazos es difícil de ignorar.

Si las medias naranjas existieran tengo la certeza de que él sería esa otra parte, aunque nuestra naranja quedaría en una podrida.

—Júrame que olvidarás todo después de que te lo diga. No volveremos a hablar más del tema. —musito atreviéndome a mirarlo con ojos inseguros.

—Te lo juro por lo más sagrado. Confía en mí. —asegura con una sonrisa corta.

Su olor hace que cierre los ojos apaciguando mi respiración hasta que puedo centrarme en los recuerdos, empezando a hablar sobre mi primer día en el orfanato.

El lugar no era mucho mejor que la vieja casa de mis padres. Muchas de las habitaciones tenían el techo hundido filtrando los rayos de sol y las camas eran colchones viejos a los que ya estaba más que acostumbrada, pero eso no fue de gran importancia a la mujer trajeada de pelo castaño que me dejó en las puertas de aquel sitio. Con dejarme en algún sitio fuera del alcance de mis padres le era suficiente.

Los primeros días fueron difíciles, estaba aterrada y habían pocos recursos para satisfacer las necesidades de un niño que estaba en pleno desarrollo. Podía contar con los dedos las veces en las que nos llevamos un trozo de pan seco a la boca durante el mes o las veces en las que pudimos beber agua potable.

Los juegos pasaron a ser trabajos como coser camisetas o arreglar zapatos en cuestión de pocas horas, los centavos que conseguíamos iba directamente a los directores del centro. Nunca les vi la cara pero se rumoreaba que no eran gratos de ver. Hasta que uno de los niños murió por malnutrición y uno de ellos tuvo que venir.

Su nombre era James. La primera vez que lo encontré su mirada me dejó un escalofrío en la espalda, y pronto ese escalofrío se convirtió en sonrisas tímidas por la comida que muchas veces me daba a escondidas o los peluches que me dejaba junto al colchón a veces.

Una noche me desperté con su mano encima de mi pecho. Los demás niños estaban dormidos o demasiados distraídos con los sonidos de su estómago como para darse cuenta. Lo que vi en sus ojos me aterró, pero me dijo que era normal, un simple juego entre amigos, y le creí. Para mi él era un amigo, el único que tenía en el lugar, pues los demás niños me rehuían por mi condición.

Después de ese día sus toques se convirtieron en una rutina a la que accedía a cambio de un poco de comida y afecto, hasta que un día dejó de venir.

El ruido de mi estómago pronto me hizo olvidar lo mucho que echaba de menos hablar con alguien y me aferraba a las migas que encontraba por el suelo pensando que de alguna forma calmarían mi hambre. Los días se convirtieron en semanas, y cuando lo volví a ver la sonrisa en mi cara dolía.

Él me llevó a una especie de despacho viejo y destrozado con la promesa de que allí tenía un regalo guardado para mí, así que ignoré las malas miradas y los cuchicheos de los niños de mi alrededor y lo seguí. Supe que algo estaba mal cuando bloqueó la puerta con una mesita y un palo para que nadie pudiera entrar, pero el hambre y la desesperación eran mas fuerte.

Después de eso se bajó los pantalones y me cogió del pelo poniéndome de rodillas frente a él. Me amenazó con que si no hacía lo que él decía no me traería comida y se aseguraría de que no pudiera beber una gota de agua nunca más. Cuando acercó su pene erguido a mi boca el único instinto de supervivencia que tuve fue morderlo hasta hacerlo sangrar, y así lo hice.

Eso consiguió distraerlo lo suficiente para que pudiera coger una lámpara vieja que había dejado de funcionar y pudiera golpearlo en la cabeza.

Él de inmediato cayó al suelo, pero eso no fue suficiente. Lo golpée hasta que la lámpara se deslizó de mi mano por si sola y humedecí mi labio inferior limpiando la sangre de aquel lugar. Mi estómago se retorció con un desagrado que poco a poco se fue convirtiendo en una calma y ansias de más. Lamí mis dedos deshaciéndome de la sangre con mis ojos fijos en su miembro herido mientras en mi cabeza se planteaba una idea con la que podría acallar las voces de mi estómago.

Fue como si hubiera perdido el control de lo que hacía.





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