CAPÍTULO DOS: PROFUNDIDAD

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Emilia Berríos salió del edificio número 1006 de calle Independencia con la boina ladeada sobre el pelo oscuro y los ojos clavados en el piso. Eran pasadas las cuatro de la mañana, esa hora de la madrugada en que el ambiente, sea invierno o no, se vuelve húmedo y fresco. Y silencioso. En ese momento, mientras caminaba rumbo a al río Mapocho, ni siquiera los fantasmas murmuraban ya. Otra persona hubiera mirado a su alrededor, asustada de los posibles peligros que acechaban en la oscuridad cada vez más pálida que precedía al amanecer, pero Emilia jamás le había temido a los vivos y se hallaba demasiado inmersa en sus pensamientos como para temer cualquier otra cosa. Desde hace años que se movía por la ciudad sin preocuparse por la hora, a veces durante noches enteras, poniendo de los nervios a su mamá antes de que esta sucumbiera del todo a su enfermedad. La encargada de decirle que lo que hacía era de una inmadurez y de una desconsideración tremenda desde la muerte de la mujer era Mercedes Manquian, y eso no le hacía las cosas más fáciles, ya que esta tenía un carácter bastante explosivo cuando quería. Lo que ni su madre ni Mercedes habían entendido nunca es que sus investigaciones eran mucho más efectivas en la penumbra.

También olvidaban que pocas veces llevaba a cabo esas aventuras sin compañía. Y es aquí donde entra uno de los personajes más misteriosos de la historia que me relató Emilia. Busqué durante semanas información sobre Gonzalo Manquian con el fin de saber qué fue de él luego de los sucesos aquí descritos, pero no encontré gran cosa. Cuando perdí las esperanzas, intenté preguntarle a la anciana y, tal como esperaba, esta se negó en redondo a responder mis dudas.

Sé, sin embargo, que esa noche la esperaba a unas cuadras de distancia del 1006 de calle Independencia, encogido dentro de la citroneta que pertenecía al padre de Emilia, probablemente durmiendo.

También sé que era un poco menor que Emilia y su único amigo. Se habían criado juntos, después de todo, ya que Gonzalo era hijo de Mercedes y Juan Luis Manquian, empleados de máxima confianza de los Berríos. La primera era la cocinera y encargada de la casa por defecto desde la muerte de la madre de Emilia. Pero incluso antes de la muerte de la mujer, durante esos largos años durante los cuales la enfermedad había hecho mella en María Teresa Almonacid, todos, Felipe Berríos entre ellos, le consultaban a Mercedes cualquier pequeño detalle doméstico, seguros de que ella tendría la respuesta. Y no se equivocaban. En contrapartida, su esposo era la mano derecha del señor y su chófer particular. Él y su patrón habían sido amigos desde la juventud, tal como Emilia y Gonzalo.

Ya de anciana, de lo que menos le cuesta hablar a Emilia es del periodo que precedió a su encuentro con los miembros de Figueroa & Asociado. Muchas veces la he escuchado relatando anécdotas, ya sea a mí o a otros miembros de la APA. Así pude, con el tiempo, ir hilvanando los retazos que por fin adquirieron forma al conocer esta historia. Así supe que durante toda su vida, los Manquian fueron para Emilia algo tan permanente y seguro como sus propios padres. Si tenía algún problema, no dudaba en acercarse a Mercedes o a Juan Luis. La primera le había curado infinidad de heridas producidas por los arriesgados juegos que se inventaba y al último debía el haber aprendido a andar en bicicleta, a trepar árboles y a hacer fogatas. Esto quizás debió ser una tarea de su padre, pero este, aunque presente, no era un hombre de acción, como si hubiera gastado toda su sed de aventuras durante sus años de juventud, si es que había tenido dicha sed alguna vez. Con la única fotografía que he podido ver de él se hace evidente que era el tipo de hombre que prefería estar dentro de su casa. Poseía, para decirlo de una manera resumida, la tez pálida y la postura encogida de los que leen o escriben largas horas frente a un escritorio; sé de lo que hablo.

Emilia, perceptiva como era, debió apreciar ese rasgo de su padre a temprana edad. Quizás intentó meterse en sus dominios, para comprobar que los libros no eran lo suyo. Quién sí disfrutaba de ellos, según pude intuir a partir de lo que me contó Emilia sobre él, era Gonzalo. Al parecer fue el compañero silencioso e inmerso en sus propias lecturas, pero compañero al fin y al cabo, de su padre. Tanta era su afición que cuando los hechos que estoy relatando ocurrieron, el joven trabajaba en la Biblioteca Nacional.

Parece ser que gracias a los Manquian y a sus padres, Emilia tuvo una infancia casi siempre feliz. Digo casi, porque me cuesta creer que una niña que desde pequeña puede ver fantasmas lo sea del todo. No importa cuán acostumbrados estén ya de adultos, los que poseen dichas capacidades siempre tienen miedo al principio. Sin embargo, sé que las peores pesadillas de Emilia tenían que ver con la enfermedad y muerte de su madre, no con los fantasmas. Tengo la sospecha de que no fue un proceso corto, mucho menos fácil. Según he podido investigar, a los hijos de Ulises Almonacid los aquejó una dolencia desconocida y cruel que incluía fotofobia, náuseas severas por períodos prolongados, fuertes jaquecas y pérdida de memoria. Coincide con los síntomas clásicos de un tumor cerebral, pero por lo que tengo entendido no fue ese el diagnóstico en el caso de María Teresa Almonacid ni tampoco en el de su hermano. Mientras recababa datos, no pude evitar pensar en una especie de maldición, de esas que los escritores de terror usan tanto y que pueden perseguir a una familia por generaciones. Las largas vidas de Emilia y de Luisa, su prima, me hacen dudar de esa hipótesis.

La madre de Emilia murió cuando esta tenía diecinueve años. Quizás su interés por los fantasmas estuvo siempre ahí, quizás surgió desde entonces; no puedo asegurar ni la primera ni la segunda opción. Lo que sí sé es que las investigaciones de la joven, su cercanía a las memorias de su abuelo y las aventuras nocturnas con Gonzalo Manquian adquirieron fuerza por esa misma época.

Me alegra que no haya estado sola y que esa noche, tras su visita a los fantasmas que permanecían en el interior del 1006 de calle Independencia, alguien la esperara dispuesto a escuchar lo que tuviera que contar.

Al llegar junto a la citroneta, la que se erguía grisácea en medio de la noche, Emilia golpeó el vidrio de la ventana del asiento del copiloto para que Gonzalo le abriera la puerta, cosa que él hizo tras dar un respingo de sorpresa. Sobre su regazo había un libro y como insistí en preguntarle cuál era, Emilia me dijo que su amigo amaba a Verne, así que aunque no recordaba el título del libro en cuestión, probablemente era uno de dicho autor.

—Te demoraste menos de lo que pensaba... —murmuró Gonzalo mientras ella entraba en el automóvil.

—Apuesto que te quedaste dormido apenas me fui y que ni siquiera sabes la hora que es. —El aludido habrá sonreído con temor, como suele hacer todo aquel que es atacado por ese tono imperativo y brusco tan característico de Emilia Berríos─. ¿Pasó algo mientras no estuve?

─Sí, los náufragos encontraron una bala en el cuerpo de un cerdo y Cyrus Smith quiere descubrir si alguien más está viviendo en la isla.

En ese punto solté un murmullo, interrumpiendo su narración.

—Era La Isla Misteriosa el libro que estaba leyendo... —Al recibir una mirada fría de Emilia, tragué saliva con dificultad—. Gonzalo... Estaba leyendo...

—Cállate, Cristóbal.

—Lo siento. Continúe...

La anciana gruñó y luego se aclaró la garganta, mientras yo intentaba respirar lo más levemente posible. Siguió por donde lo había dejado y, aunque no lo dijo, supe que la respuesta de su antiguo amigo le había valido al joven una mirada igual o similar a la que yo acababa de recibir.

─Me refería a algo en el mundo real, Gonzalo— respondió Emilia y el aludido, antes de responder, procuró ponerse en posición para hacer marchar la citroneta.

─Ah, no. Y hablando de mundo real... ¿Cómo te fue?

─Bien.

—¿Estaban ahí? ¿Era cierto lo que averiguaste de ellos?

—Estaban ahí y todo era cierto.

Gonzalo asintió ante su respuesta y con un giro de su muñeca derecha, el automóvil se puso en marcha. Durante varios minutos, el único sonido que los rodeó fue el del motor y los embates de las ruedas contra el suelo. Emilia, que tenía muchas cosas en las que pensar, apoyó la cabeza contra el cristal de la venta y dejó que sus ojos vagaran con libertad por los edificios y calles oscuras que iban dejando atrás. Así pasaron unos quince minutos en los que ni un Corpóreo se cruzó con ellos. Al contrario, la joven vio a muchísimos Imitadores llevando a cabo sus réplicas de vidas incompletas, cortadas de manera brusca y, probablemente, también injusta. Como pájaros que han perdido a su bandada y que no saben el camino a casa, algunos Intrusos pululaban por las calles, con ese aire de pesadumbre que los caracteriza. Al ver a un niño que no debía superar los diez años al momento de su muerte caminando descalzo por calle Vicuña Mackenna, Emilia decidió que estaba cansada de mirar por la ventana.

─Me ofrecieron ayudarles en una investigación —dijo y Gonzalo, quien tarareaba un tango en voz baja dejó de hacerlo de inmediato. Lo vio removerse en el asiento y respetó su pausa antes de hablar.

—¿A ti? ¿Por qué?

—¿Por qué crees? —Solo después de pronunciar aquello tanto la Emilia del pasado como del presente fueron conscientes de lo mucho que se parecían esas palabras a las de Alonso Catalán.

—Claro, claro... ¿Qué les dijiste?

—Que sí...

—¿Pero?

Emilia se giró hacia Gonzalo solo para darse cuenta que este intentaba mantenerse serio y no sucumbir a esa costumbre tan suya de sonreír cuando se ponía nervioso.

—Hay algo que me molesta, Gonzalo.

—¿Qué cosa? —preguntó el joven mientras giraba el volante hacia la derecha. De un simple vistazo a la calle, Emilia calculó que les quedaba una media hora de viaje por delante.

—Luisa. Está involucrada.

—¿Luisa? —La voz de Gonzalo al decir aquello sonó más aguda y nerviosa, como siempre que le tocaba hablar sobre la prima de su amiga, a la que también conocía desde su infancia—. ¿También le pidieron que les ayudara?

—Sí, pero rechazó la oferta.

—O sea que no estará involucrada.

—Por lo que sé, no. Pero fue ella la que les habló de mí. Y eso no me gusta. No me gusta que ella tenga que ver con esto.

—Entonces, ¿qué harás?

Emilia se encogió de hombros, sin decir nada. Sabía que Gonzalo había captado el movimiento por el rabillo del ojo y además la conocía lo suficiente para saber lo que su silencio significaba. Quizás lo sabía mejor que nadie, incluso que la propia Emilia. A esta le costaba, le costó siembre, reconocer el poder que tenía su prima sobre ella. En ese momento, supongo, se debatía entre la imposibilidad de retroceder y la repulsión que le provocaba el hecho de que la invitación de los detectives fuera un favor de parte de Luisa.

A pesar de todo lo que revoloteaba en su mente, pronto sucumbió al cansancio, dormitando con la cabeza apoyada en la ventanilla mientras su amigo volvía a tararear una canción. En medio del vaivén del viaje, soñó con su niñez, cuando su madre estaba viva y su padre aún no sucumbía a la soledad. Cualquiera hubiera pensado que en esos años, lo único oscuro y ominoso en su vida habían sido los fantasmas, pero incluso a ellos había logrado acostumbrarse.

No, lo peor de esos años fue ella, su prima Luisa.

Siempre Luisa.


************************************



Una de las cosas más difíciles de escribir esta historia ha sido no contar con la perspectiva de Alonso Catalán y Felicia Figueroa. Como narrador, tengo la obligación de seguir el curso de lo que me relataron, en este caso, de lo que me contó Emilia. El tecleo de mi máquina de escribir, la que prefiero por sobre los modernos computadores, debería estar reproduciendo el resto del viaje en auto de Emilia y Gonzalo, durante el cual no sucedió nada digno de mención, o, por un asunto de interés literario, saltar hasta la llegada de la entonces joven médium a su casa. Sin embargo, como lector curioso, rol que he cumplido desde muy temprano en mi vida, no puedo evitar pensar en los dos personajes que dejé ficticiamente a la espera de su siguiente escena.

Como he dicho antes, tras todo lo que me contó Emilia sobre el par de Intrusos, llevé a cabo mi propia investigación. Primero, busqué todo lo disponible sobre sus años ejerciendo la profesión de detectives como Corpóreos. Gracias a ello, descubrí un Santiago que me era desconocido. Un Santiago que era mezcla del Nueva York de la Ley Seca y el Medio Oeste. En ese contexto, Alonso y Felicia (y Bruno Figueroa antes de ellos) encarnaban no solo la justicia, sino la brillantez latente de una sociedad chilena ilustrada que en las primeras décadas del siglo XX era una copia tan desesperada de la europea. Por sus fotos, no cuesta demasiado imaginarlos a ambos ejerciendo su rol en Londres o alguna de esas ciudades universitarias del viejo continente. Al ver las fotos, apena saber que todas las posibilidades fueron cortadas de cuajo gracias a una orden del infame Valentín Díaz. Pero de eso ya hablaré más adelante.

Lo que yo quería con mayor desesperación era saber de ellos como fantasmas. Y así descubrí que el primero en escribir de ellos fue el mismísimo Ulises Almonacid. Al menos, lo hizo de tal manera que cualquiera que supiera de su existencia fuera capaz de reconocerlos. 

Tras mucho buscar, encontré el primer relato que el abuelo de Emilia escribió sobre ellos en la desaparecida (por desgracia) revista Luminaria. Según me contó un amigo librero e historiador, dicha publicación albergó durante cerca de siete años las tentativas literarias de varios hombres ilustres de la capital que no se atrevían a llamarse a sí mismo escritores. Se consideraba una especie de receptáculo de ocio para caballeros que por su buena posición social y económica tenían mucho tiempo libre. Uno de esos hombres fue Ulises Almonacid, quien durante el día era una eminencia de la arquitectura, requerido en todo el país para estampar su nombre en el costado de los casas de los ricos, y por las noches, a veces, escribía cuentos de fantasmas. Lo que no sabía prácticamente nadie es que ese no era su lado más oculto. Su verdadero secreto era que no solo escribía sobre ellos, sino que también los veía, les hablaba, los estudiaba y los clasificaba.

Debió saber de Felicia Figueroa y Alonso Catalán a poco tiempo del asesinato de estos. Quizás, sabiendo lo que sabía sobre la vida después de la muerte, fue el primero en conocer su existencia como Intrusos. Los habrá estudiado (al momento de mi investigación no sabía qué tan intimamente) y, además de dejar algunas anotaciones escuetas y ambiguas en sus memorias, se dedicó a convertirlos en personajes de sus cuentos. En el número veintitrés de la Revista Luminaria apareció el primero, titulado Elegía de abril (1), donde un detective fantasmal llamado Alejo Carrión y su compañera, Filomena Farías, investigan el caso de un espectro que vaga por un tramo de túneles que van desde calle Alameda con Arturo Prat hasta San Martín con Moneda. A ese les siguieron tres, de los cuales mi favorito es el titulado Muerte Meritoria (2).

Al principio pensé que con ese retrato de los Intrusos, sumado a lo que me contó Emilia sobre ellos, me bastaría. El resto podía salir de mi cabeza; después de todo me habían autorizado a hacerlo. Fue cuando batallaba con el primer capítulo de esta historia que encontré una referencia más. Es extraño cómo olvidamos algo que creemos saber o recordar a la perfección, para recordarlo de golpe en el momento más impensado. Mi epifanía ocurrió en un pequeño descanso que me concedí a mí mismo después de escribir durante casi cuatro horas. Me hallaba en la cocina de la guarida de la APA, solo. Mis amigos estaban inmersos en sus propios asuntos o en alguna misión. Alguien, seguramente Esteban, había dejado un libro sobre la mesa, lugar un poco peligroso para el tipo de tomos que manejamos en la Agencia, por lo que lo tomé entre las manos para ponerlo a salvo. Leí el título por inercia y fue entonces cuando, como un chispazo, lo entendí: Felicia Figueroa y Alonso Catalán aparecían en otra historia y su presencia entre dichas páginas tenía todo el sentido del mundo, al ser el autor un conocido de Ulises Almonacid. No solo calzaba, sino que era evidente, por lo que me di una palmada en la frente por ser tan tonto.

Volví al ático que ocupaba como dormitorio y estudio, decidido a extender el descanso y usar este en leer el libro, aunque no necesitaba hacerlo. Tres veces lo había leído durante los últimos años, pero una cuarta no me haría mal. De hecho, mientras subía la escalera hacia el segundo piso, el entusiasmo me embargó. Tardé el resto de la tarde en leerlo y ni siquiera me levanté cuando escuché que llegaba el resto de los miembros de la APA. Al terminarlo, sostuve el libro frente a mí y contemplé la portada, tal como hacía siempre.

—Gracias, Mateo —dije en un susurro que solo Mulder, mi hámster, intentó responder. Me puse de pie y aún a riesgo de volcar alguna de mis posesiones o golpearme las espinillas, corrí hacia el escritorio y me puse a escribir como si me azotaran para ello, con el tomo de Los Grises a pocos centímetros de mi mano derecha.

Debo reconocer que aunque los dieciséis cuentos escritos por Ulises Almonacid me parecen dignos de mención cuando se habla de literatura de corte paranormal, ni estos ni su autor pueden compararse, a nivel literario, a Mateo Salvatierra y sus libros. No es que Salvatierra haya escrito solo de fantasmas, pero es que incluso cuando escribe sobre Corpóreos sus historias tienen ese aire espectral. Una vez, charlando al respecto con Esteban, este me dijo que Mateo Salvatierra probablemente había sido un Médium, que por eso sus libros parecían hablar más sobre el Limbo, sobre el Otro Santiago (cuando eran ambientados aquí) o sobre personajes que eran difíciles de clasificar como Desencarnados o Corpóreos. Entonces fue cuando le conté de la breve amistad que el viñamarino había tenido con Almonacid, de cómo aparecía un par de veces en las memorias de este (que Esteban sigue negándose a leer) no como un Médium, sino como alguien que gustaba de coleccionar cuentos de fantasmas. A raíz de dicha amistad (que muchos atribuyen a la Revista Luminaria, donde por un tiempo Mateo Salvatierra trabajó como editor), el joven autor escribió Los Grises, novela que en la APA se considera lectura obligada y casi académica, para luego dedicársela a Almonacid.

Lo que yo había olvidado era que en dicha novela hacen una breve pero crucial aparición un par de Intrusos investigadores que solo son llamados por sus iniciales, cosa común en la obra de Salvatierra, y que ayudan al protagonista, un chico de quince años, a encontrar el curso correcto para descubrir el misterio que constituye la trama de la novela. El varón es A y la mujer es F. Tras esa cuarta lectura se hizo evidente que Mateo se basó en Alonso y Felicia. La siguiente escena, que es de mi completa invención, es una mezcla de todo lo que recolecté, bebiendo sobre todo de Los Grises.

Y si la escribo no es solo para saciar mi curiosidad, abusar de la autorización de Emilia y llenar huecos que quizás solo a mí me interesan, sino también porque no quiero que el lector, sea quien sea, tenga la errónea impresión de que los Desencarnados, sobre todo los Intrusos, dejan de existir cuando no son vistos. Que solo en presencia de un Médium, un Curador o un Corpóreo sin capacidades psíquicas como yo ellos actúan, cual marioneta en un escenario y con un público atento. Los fantasmas no nos necesitan en realidad. Somos estados diferentes de la misma materia, pero podemos vivir separados. Los Médiums son el puente entre ellos y nosotros y su fin es ayudarlos; sin embargo, créanme, son los Médium quiénes necesitan a los Fantasmas, no al revés.

Así que, a pesar de que Emilia no tiene cómo saber qué fue lo ocurrió cuando ella dejó el interior del 1006 de calle Independencia, yo he decidido imaginarlo y traspasar lo que se reproduce en mi mente al papel, presentando como sucesivo un hecho que en realidad se desarrolló (repito, en mi imaginación) de forma paralela a la caminata de Emilia hacia la citroneta y el viaje junto a Gonzalo rumbo a su casa.

Imaginemos entonces que Felicia Figueroa fue la encargada de cerrar la puerta de la oficina tras la partida de la joven y desde esa posición se quedó escuchando los pasos leves de la Médium bajando la escalera. Los detectives de los libros siempre sacan la información más interesante de los detalles más mínimos, así que supongamos que a partir del caminar de Emilia la fantasma dedujo la inquietud de la Corpórea, su ansiedad y su miedo. Mientras ella escuchaba, inmóvil como una estatua que en realidad tiene la consistencia del humo, a su espalda Alonso meditaba sobre el reciente encuentro. Sonriendo, por supuesto; siempre visualizo a Alonso sonriendo o a punto de hacerlo.

Cuando un golpe sordo anunció por fin que Emilia estaba fuera del edificio, Felicia se giró hacia su compañero con los brazos cruzados y un gesto adusto en el rostro.

—Estás feliz, supongo.

—Más satisfecho que feliz, pero no andas tan desencaminada. —Con los ojos cerrados y reclinado en la silla, Alonso percibió a Felicia acercándose al escritorio y, aunque lo deseó, se abstuvo de mirarla. Cuando habló, lo hizo con una voz entusiasta y juvenil. La misma voz de mi amigo Benjamín en mi mente—. ¿Qué te pareció?

Un sonido casi inexistente que Alonso conocía muy bien marcó el tiempo que duró la pausa antes de la respuesta. Los contó para no impacientarse. Fueron veinte los pequeños golpes que Felicia se dió por encima del codo izquierdo con las yemas de sus dedos.

—Me pareció insuficiente.

—¿Insuficiente?

—No tiene experiencia.

—Tiene más experiencia que los otros dos.

—Me refería a experiencia de vida, no a experiencia como Médium —dijo Felicia de manera cortante, provocando que Alonso abriera uno de sus ojos para estudiarla.

—Pero buscamos Médiums, no vividores.

—Creo que es impulsiva. Aunque no lo haya demostrado hoy, lo sé por la manera en que se mordía la lengua y estrujaba su boina en las manos.

—Yo también soy impulsivo.

—No necesitamos dos Alonsos en el grupo.

El aludido usó esa pequeña afrenta como estímulo para erguirse en la silla, acto gracias al cual pasó de ser, en apariencia, un joven indolente a un detective a punto de comenzar un interrogatorio.

—¿Qué es lo que de verdad te preocupa sobre Emilia Berríos?

—Me preocupa su miedo.

—¿Su miedo? Pocas veces he visto a un Corpóreo tan poco asustado de nosotros.

Felicia se acercó aún más a su compañero, dejando como único intermediario al escritorio, el que pareció empequeñecerse entre ambos.

—No hablo de que nos tema. Pero sí tiene miedo. De qué, es otro asunto.

—Pero tú tienes una teoría, ¿cierto? —A Alonso lo embargó el entusiasmo al verla asentir—. Dímela.

—Creo que tiene miedo de Luisa Corvalán.

El tono de su voz combinó a la perfección con el cambio en el gesto de Alonso. Donde antes había emoción y algo de socarronería, de pronto no hubo otra cosa que inquietud.

—Pues si es así, la entiendo.

—¿Entonces coincides conmigo?

—Sí, creo que es posible que tema a su prima. En lo que no coincido es en que sea insuficiente. Al contrario, creo que es una excelente adquisición. Es más, me atrevería a decir que Emilia Berríos va a ser crucial para este caso.

La imaginación me falla cuando llego a ese punto de la ficticia charla. 


***************************************


Emilia llegó a su casa cerca de las cinco de la mañana. Bajó de la citroneta luego de despedirse de Gonzalo, quien se encargaría de estacionar el auto antes de ir a dormir a la casa que él y sus padres ocupaban en la parte de atrás, y se encaminó hacia la puerta de la ya desaparecida mansión de los Berríos.

No han sobrevivido fotografías de la casa, pero, por fortuna, Emilia nunca ha tenido problemas para hablar de ella. Y cuando lo hace, es imposible no detectar un dejo de orgullo en su voz. Al parecer, no solo fue su hogar desde su nacimiento hasta la adultez, sino que también era hermosa. Muchos la admiraron mientras existió y, por lo que me dijo una vez, su padre tenía que rechazar al menos cinco ofertas de compra por año, sobre todo desde la muerte de su esposa. Quizás era por el estilo Bostoniano de la fachada o la gran cantidad de espacio que los tres pisos prodigaban a sus ocupantes. Quizás era la ubicación o el aire de historia que tenían sus paredes. Hay gente que se obsesiona con ese tipo de cosas.

Emilia la amaba. Mientras crecía bajo su alero aprendió a recorrer cada uno de sus rincones, a usar sus atajos, a valorar cada escondite. Fue ahí, después de todo, donde nació, donde caminó por primera vez, donde cambió los balbuceos de bebé por las palabras. Nunca me lo confirmó, pero no es muy arriesgado afirmar que fue allí donde vio a su primer fantasma. Pero, por sobre todo, la amaba porque sabía que la habían construido para ella. Sus padres le contaron desde que tuvo memoria que esta había sido un regalo de sus abuelos paternos, quienes corrieron con todos los gastos, pero que fue Ulises Almonacid quien la diseñó y supervisó su construcción. Según su madre, el hombre no quiso cederle a nadie ninguna etapa del trabajo, a pesar de lo enfermo que estaba para ese entonces. Había puesto especial atención en el dormitorio que algún día usaría Emilia, la nieta que él tanto esperaba y para la cual él mismo eligió el nombre.

Pero el hombre murió poco después de terminar la construcción y antes de que la niña naciera.

No puedo evitar pensar en lo difícil que debió ser para ella no hallar nunca a su abuelo, sabiendo lo que podía hacer. Me la imagino buscando su rastro desde que tuvo conciencia de su don, creyendo que su casa era el mejor lugar para albergarlo como fantasma. No importa que hubieran otras cosas diseñadas y construidas por él, como la famosa casa Astoria (que tuve la desgracia de conocer por mí mismo) o ese internado de hombres que ayudó a ampliar a principios del siglo XX y que también desapareció con el tiempo; ni siquiera importaba la casa que ahora ocupa la APA, ubicada en Almahue #8. Emilia lo quería, lo necesitaba en su casa.

Conociéndola, la certeza de no ser capaz de hablar con su abuelo debió volverse más difícil a medida que fue creciendo. Ya de adolescente habrá recurrido a su madre para preguntarle por qué o para pedirle que la llevara a la verdadera casa de su abuelo para poder verlo. No creo que su madre haya podido responder sus preguntas, ni cumplir sus deseos.

Así que con el correr de los años, Emilia debió conformarse como cualquier mortal hace con el pasado. Comenzó a buscar a su abuelo en los relatos de los que pudieron conocerlo, en las fotos que su madre guardaba en su baúl y, llegado el momento, en sus memorias. ¿Habrán ayudado estas a hacer más llevadera la muerte de su madre y los años que siguieron a su pérdida? ¿Habrá sido suficiente con ellas para recuperar a su abuelo? Tal vez. Tal vez no.

Pero volvamos al relato de Emilia.

Ya dentro de su casa, me dijo que no había sentido nada extraño y como siempre después de una de sus aventuras, se concentró en subir las escaleras hacia el segundo piso, donde la esperaba un sueño de pocas horas, pero reparador. A medida que se adentraba en la casa sentía que la calma de esta la invadía, primero relajando sus nervios y luego adormeciendo sus pensamientos. Su padre ya dormía y toda la casa parecía respirar al mismo tiempo que su dueño, como si ella también estuviera sumida en un sueño profundo. Lo único que hizo al llegar a su habitación fue verificar que Antígona, su tortuga, estuviera bien. Luego se tiró en su cama y entró en el estado de inconsciencia propio de los agotados.

No soñó con nada, ni siquiera con Felicia Figueroa y Alonso Catalán. Tampoco con su abuelo o su madre. Ningún fantasma la visitó, porque no existió vigilia, únicamente sopor absoluto. Tal vez por eso la presencia de ella se sintió como un corte hecho con el filo helado de una daga. Algo se rompió en la calma de la casa cuando Luisa Corvalán, su prima, entró por la reja y cruzó el jardín que Juan Luis Manquian cuidaba día a día. Emilia, aún dormida, abrió los ojos de golpe y se sentó en la cama, alerta y con la respiración agitada.

Antes de que la voz de Mercedes anunciando a la visitante subiera por la escalera, ella se puso de pie y corrió hacia el pasillo. Ignorante y despreocupada de su apariencia, se asomó al recibidor y desde allí la vio, de pie y mirándola también, tal vez porque la había escuchado correr por el segundo piso. Ambas se contemplaron, Emilia desde la altura, con el pelo revuelto y la ropa con la que había pasado la noche arrugada, y Luisa con el cabello castaño claro como la miel cayendo por su espalda en una cascada. Ninguna de las dos tuvo ojos para nada más y Mercedes, a un costado de la puerta, guardó silencio y esperó.

Emilia, con los latidos de su corazón retumbando en el pecho, se concentró en los labios rojos de su prima, los que estaban estirados en un gesto que no era una sonrisa, pero tampoco una mueca de disgusto o pena. Aquello fue lo que más le llamó la atención, porque desde que sintió su presencia supo cuál era el motivo de su visita. Aún así, Luisa sintió la necesidad de decirlo en voz alta, logrando que sus palabras destruyeran del todo la tranquilidad tibia de la casa.

─Mi padre murió, Emilia.


(1) Revista Luminaria, N° 23, páginas 5-10, 1925. 

(2) Revista Luminaria, N° 31, páginas 13-16, 1926. 



GRACIAS POR LEER :)

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