CAPÍTULO NUEVE: SOMBRA

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Hasta para el espectador más inocente y distraído habría sido evidente la tensión reinante en la oficina de Figueroa & Asociado la noche del viernes, cuando los detectives y los Médiums volvieron a reunirse. Solo uno de estos últimos (Sergio Larraín) estaba sentado, y según Emilia hubiera sido el de apariencia más calmada de no ser por el ceño fruncido encima de sus ojos y por la tensa manera en que tomaba la cámara fotográfica que descansaba en su regazo. Junto a este, en el extremo opuesto de donde la joven se encontraba, Arsenio Marín permanecía de pie. Se mordía las uñas por nerviosismo o ansiedad, o quizás ambas, mientras el pelo le caía por un lado de la cara. Cerca de la puerta, a poca distancia de Emilia, estaba Felicia. Seria como siempre, la Intrusa los miraba a todos a intervalos regulares, incluido a Alonso, quien simulaba indiferencia sentado tras el escritorio con las manos entrelazadas.

—Muy bien... —comenzó este—. ¿Algún avance que quieran compartir con el grupo?

De inmediato, Arsenio se irguió en el puesto. Poco le faltó para adelantarse un par de pasos o alzar la mano como los niños en la escuela. Al menos esa sensación le dio a Emilia.

—Descubrí el nombre de la niña que según los Intrusos del otro día fue el inicio de todo. Se llamaba...

—¿Quién le dio esa información, Marín? —preguntó Alonso, clavando sus ojos en el Médium. La mirada que solía ser amable e incluso risueña, en ese momento era fría y distante.

Al escuchar la pregunta, Arsenio perdió parte de su entusiasmo. Se quedó inmóvil ante la mirada de Alonso. Por su expresión se hizo evidente que había comprendido que no tenía sentido mentir.

—Me lo dijo Luisa Corvalán. La prima de la Berríos.

—Sabemos del parentesco que ambos mantienen, Marín. Lo que no sabemos es por qué deberíamos confiar en lo que nos dice alguien que no pertenece al caso. Es más, alguien que rechazó trabajar con nosotros.

—¿Está insinuando que me mintió?

—Es una posibilidad... —Alonso se puso de pie y con las manos en los bolsillos rodeó el escritorio para acercarse a Marín—. Pero lo que me intriga más es el interés de ella en este caso.

—Lo desconozco, Catalán. Tal vez Berríos sepa algo al respecto. —Arsenio señaló a Emilia, girándose solo lo justo y necesario hacia ella. Esta, muy tiesa en su puesto, solo parpadeó.

—Berríos ya ha compartido todo lo que sabe sobre su prima y, de hecho, se muestra tan interesada como nosotros en la participación que Luisa Corvalán tiene en todo esto. Lo que me sorprende, Marín, es que con lo curioso que es usted no le haya preguntado directamente el por qué de su interés en las muertes de Estación Central y, sobre todo, cómo es que supo el nombre de la niña.

Emilia vio que Arsenio bajaba un poco los hombros, tal vez sorprendido por ese giro. Luego, reponiéndose pronto, volvió a tensarse.

—No me pareció una buena forma de agradecerle su ayuda.

—No me mienta, Marín —dijo Alonso alzando un poco la voz—. Lo conocemos lo suficiente para saber que no aceptaría esa información así como así. Dígame, ¿qué es lo que trama?

—¿Lo que tramo?

—Sí, ¿qué es lo que trama?

—No me diga que no confía en mí, Catalán...

—¿Nos ha dado algún motivo para hacerlo?

Ambos, Médium y fantasma, se observaron en silencio durante unos segundos que para el resto de los presentes en el lugar se alargaron hasta hacerse casi insoportables. De pronto, Emilia sintió el impulso de adelantarse y así lo hizo.

—Marín... —El hombre se giró para mirarla con el desprecio que ya caracterizaba todas las interacciones entre ambos—. Conozco a mi prima mejor que usted. Mucho mejor. Y sé que ella nunca hace nada sin esperar algo a cambio. Si le dio esa información es porque quiere alguna cosa de su parte o... O porque quiere mantenerse al tanto de lo que ocurre aquí.

—Eso no me parece necesariamente malo —espetó Marín—. Tal vez es la ayuda que necesitamos. —Volvió a mirar a Alonso, esta vez alzando el mentón con altanería—. Supongo que sabe lo que la tal Luisa puede hacer, ¿cierto?

—Lo sabemos. Pero eso no cambia nada. Ustedes son las personas con las que queremos trabajar.

—Ahora es usted el que miente, Catalán. Es más, se contradice. Hace solo unos minutos dijo que ella los había rechazado...

—Se lo diré claramente, Marín —dijo de pronto Felicia, logrando que todos la miraran—. A quien queríamos en realidad cuando hablamos con Luisa era a Emilia. A diferencia de los Vinculantes y Conjuradores, que son tipos que conocemos bastante bien, nunca habíamos podido coincidir con un Cartógrafo. Es más, no tenemos conocimiento de que exista otro. Cuando supimos de ella y además se sucedieron los asesinatos en Estación Central, supimos que mientras antes la volviéramos una aliada, mejor sería. Pero Emilia es alguien difícil de atraer. Luisa fue nuestro anzuelo.

Arsenio, con la boca abierta en parte a causa de la sorpresa, miró primero a Felicia y luego a Emilia. Esta última, sin asimilar del todo las palabras de la Intrusa, tenía los ojos clavados en el piso.

—Y... ¿Qué papel jugamos Larraín y yo en todo esto entonces? ¿Somos solo unos monigotes puestos aquí para cumplir la nómina?

—No, usted es un Conjurador que esperamos que sea útil en el momento indicado. Al igual que Larraín. A todos ustedes los queríamos aquí, trabajando con nosotros y cada uno tuvo sus propias dificultades para ser reclutado. ¿O no recuerda que usted solo aceptó después de su problema con la Logia de las Ánimas (21)? Y Larraín, ¿no nos contactó para aceptar la propuesta únicamente cuando su cámara captó la Procesión de calle Independencia?

Ninguno de los aludidos dijo nada, pero era evidente que Felicia había dicho la verdad. Emilia, con demasiadas preguntas pugnando por salir de su boca, apretó una de sus manos contra la otra para no hablar.

—¿Sabían que Luisa Corvalán era una Conjuradora y una Vinculante? —preguntó Larraín pasado casi un minuto y rompiendo su silencio por primera vez.

—No con certeza —le respondió Alonso—. Pero lo sospechábamos. Algunas de sus actividades no coincidían del todo con el tipo Vinculante.

—¿La vigilaban? —Alonso, al escuchar la voz de Emilia, clavó sus ojos en ella. Esta creyó ver un dejo de culpa en sus pupilas.

—A todos ustedes... Larraín fue el último en aparecer en nuestros radares, pero desde que supimos de él también comenzamos a vigilarlo. Es parte de nuestro trabajo: saber quiénes son los Médiums de esta ciudad y saber el alcance de su don. Luisa Corvalán, en particular, debe ser una de las más importantes de Santiago.

—Es la nieta de Almonacid... ¿qué espera? —dijo Arsenio y fue como si escupiera cada una de las sílabas.

—Así es. Pero no es parte de este caso. Espero que eso quede claro, Marín. —Alonso, ya más relajado, se apoyó en el escritorio poniendo sobre este su mano derecha extendida. Emilia, aturdida por todo lo que acababa de escuchar, fijó los ojos en ese contacto entre fantasma y objeto que no debería haberse producido; no en un Desencarnado común y corriente, al menos—. Es más, dado su inusual conocimiento sobre lo ocurrido, es una de nuestras sospechosas.

Emilia sintió una sensación extraña en el estómago al escuchar esa palabra.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Sergio.

—Que desde hoy deben estar alertas y que ante cualquier encuentro con Luisa Corvalán, deben informarnos. Todos ustedes.

Los ojos del detective vagaron por cada uno de los Médiums, deteniéndose unos segundos más en el rostro de Emilia. Luego, volvió a fijarse en Arsenio Marín.

—¿Está claro?

—Sí.

—¿Hay algo más de su conversación con Luisa Corvalán que quiera decirnos?

Emilia casi pudo escuchar cómo Marín contenía la respiración. Ella también lo hizo, hasta que el hombre frente a ella negó con la cabeza.

—Nada, Catalán.

—Muy bien. Ahora, concentrándonos en lo que nos compete... Sabemos el nombre de la niña, o al menos sabemos el nombre que Luisa le adjudica a la niña. ¿Tenemos alguna manera de comprobar que lo que dice es cierto?

Emilia y Sergio intercambiaron una rápida mirada. La primera asintió de manera que solo el fotógrafo la vio.

—Nosotros tenemos una forma... —murmuró este. Se puso de pie, supongo que para no ser el único sentado—. Emilia tiene a una... informante. Una Intrusa.

—Ya nos había dicho algo al respecto. Emilia, ¿esa Intrusa podría ayudarnos?

—Con Sergio ya le habíamos pedido que investigara al respecto. Si hay suerte, mañana debería tener algo para nosotros.

—Muy bien. —Felicia se acercó al escritorio, posicionándose a la izquierda de este. A la derecha se mantenía Alonso y como siempre ambos lucieron como una fotografía detenida en el tiempo—. Ustedes tres irán mañana a verificar la información dada por Luisa Corvalán con la Intrusa amiga de Emilia.

—¿Nosotros tres? —preguntó Arsenio con la voz ligeramente más aguda de lo normal.

—Sí, Marín. —Felicia lo miró con fijeza y Emilia, al relatarme ese momento, me dijo que ella se hubiera acobardado ante esa mirada de estar en los zapatos del Conjurador—. Es hora de que comiencen a trabajar como un equipo. ¿Algún problema con eso?

Los tres Médiums parecieron estar a punto de decir algo, pero al final cada uno calló por sus propios motivos. 


**********************************


—Trabajar en equipo con Arsenio Marín... Qué emoción —mascullé cuando la pausa de Emilia me indicó que podía hablar sin interrumpirla. Ya me estaba volviendo experto en ese tipo de pausas.

—Te seré sincera, Cristóbal. Emoción no me provocaba, pero después de todo lo que había pasado sí tenía curiosidad.

—¿Por qué? ¿Creía poder sacarle algo más sobre Luisa?

Emilia alzó las cejas mientras meditaba sobre mis preguntas.

—Era una posibilidad... Pero lo que me tenía entusiasmada, porque sí, esa es la palabra... es que si Alonso y Felicia estaban tan impacientes porque verificáramos la información sobre la niña es porque planeaban...

—Que Marín la conjugara —susurré, sintiendo un leve escalofrío recorriéndome el cuerpo. Detrás de mi miedo, sin embargo, latía el mismo entusiasmo de la joven Emilia—. Usted... ¿nunca había presenciado una conjuración antes de eso?

—No. Nunca... Y debo reconocer que a una parte de mí no le interesaba presenciar una, pero a la otra sí. —La anciana se encogió de hombros—. Y ver a Marín poniendo a prueba sus poderes era algo que tenía un interés particular.

Asentí.

—Necesitaban entonces el nombre exacto, ¿cierto?

—Sí. Las consecuencias de una conjuración mal hecha son inabarcables.

—Su abuelo habla en sus memorias de un hecho llamado "Desastre de Puente Alto" (22). No especifica la fecha, pero dice que hubo Conjuradores involucrados. Y muertos... varios.

—Mi abuelo fue críptico adrede con ese hecho.

—¿Por qué?

Escuché que Emilia expiraba fuerte por la nariz. Yo, por inercia, contuve el aliento. Siempre lo hago cuando se trata de hablar de Almonacid.

—Porque aunque dejó sus memorias en manos de su familia, no podía saber a ciencia cierta quién las leería. Y el Desastre de Puente Alto fue un accidente... hasta cierto punto. Pero puede darles ideas a algunos. De hecho, es un ejemplo perfecto de por qué es tan importante saber a quién se está conjurando y no llamar a otro... u otros, en su lugar.

—¿Cuántas personas murieron en el Desastre de Puente Alto?

—Ocho. Dos niños. Y se necesitó a mi abuelo y a Leonardo Cabral para solucionarlo.

—¿Cómo supo usted de esto?

—Mi madre. Fue una de las pocas historias sobre Almonacid que me contó ella misma.

Nos quedamos en silencio: yo para asimilar la información, ella para darme tiempo de hacerlo.

—¿Cómo les fue con Fabiola Prieto?

—¿Alguna vez me ha fallado? —preguntó con una sonrisa leve.

—Nunca —dije, correspondiendo a su sonrisa.


**************************************


El área donde se movía la Intrusa Fabiola Prieto estaba prohibida para el público general de la Biblioteca Nacional. Era, por decirlo de algún modo, parte de la trastienda, lo que el visitante no debe ver, donde se guardan los documentos más valiosos y delicados. La primera copia de la Aurora de Chile (23), cosas así. Si Emilia había podido acceder a ella y conocer a la ya muerta bibliotecaria fue exclusivamente por su amistad con Gonzalo Manquian. Los jefes de este no lo sabían (y de haberlo sabido, es casi seguro que el hecho los hubiera puesto contentos), pero el joven solía dejarle el paso libre a Emilia para que accediera a salas de archivos o a rincones aún más recónditos del antiguo edificio para investigar más sobre fantasmas que sobre libros. En una de esas muchas investigaciones clandestinas fue que conoció a Fabiola Prieto.

Hasta el momento nunca habían tenido ningún problema al respecto. Ni habían sido sorprendidos, ni se habían cruzado los tenues límites impuestos por Gonzalo. Pero cuando Emilia se presentó con Sergio Larraín con el fin de hablar con la Desencarnada, Gonzalo hizo patente sus dudas sobre hacer partícipe a un tercero (desconocido para él) de las actividades clandestinas de la joven en la biblioteca. Una cosa era tener una polizona recorriendo cada cierto tiempo el interior del lugar, otra cosa era tener a dos. Sin embargo, Emilia lo convenció rápidamente, tal como siempre hacía. Debió ayudar, además, que Gonzalo y Sergio congeniaran sin mucha dificultad; bastó con que el primero le preguntara al segundo por la cámara que le colgaba del cuello. Ese tipo de preguntas unen a la gente, lo sé por experiencia propia. Quizás fue por esto que Emilia creyó (absurdamente a mi juicio) que no habría demasiado problema con agregar al grupo a Arsenio Marín. Pero no fue tan fácil.

—¡¿Estás loca?! —le preguntó Gonzalo a la Médium cuando esta le dijo lo pretendía. El joven, inclinado sobre el pequeño escritorio que ocupaba en uno de los extremos de la hemeroteca, evitaba mirar a los compañeros de su amiga, que estaban de pie tras esta. Su voz, al filo entre el susurro y el grito, casi hizo que Emilia soltara una carcajada.

—Necesito hablar con ella... y necesito que vayamos los tres, Gonzalo.

—¡¿Quieres que me despidan?!

La joven rodó los ojos. Comenzaba a impacientarse, sobre todo al recordar que a pocos metros a su espalda estaba Marín esperando resultados. Pero claro, mostrar esa impaciencia al ya alterado Gonzalo Manquian no ayudaría en nada; de hecho, podía ser la causa del fracaso.

—Nunca ha pasado nada. Tendremos cuidado...

—¿Pones las manos al fuego... por él?

Los ojos de Gonzalo se separaron del rostro de su amiga para ir a posarse en Arsenio Marín, que observaba las cosas a su alrededor aún más encorvado que de costumbre. Parecía incómodo y se notaba a leguas de distancia que era su primera vez en la Biblioteca Nacional. 

—Felicia y Alonso nos pidieron que trabajáramos juntos... los tres. Así que no tengo más remedio. No puedo dejarlo fuera de esto.

—¿Y si...?

—Gonzalo, por favor. —El joven apretó los labios y movió la cabeza de un lado a otro, lentamente, indeciso—. Este paso es crucial para el caso. Si yo fuera Sherlock Holmes te estaría agarrando a bastonazos.

El bibliotecario inspiró fuerte por la nariz antes de dejar caer los hombros en señal de derrota. Cuando volvió a mirar a su amiga, su gesto era agrio.

—Me debes una muy grande después de esto, Berríos.

—Podrás comerte mis postres por el resto de mi vida y de la tuya.

Emilia dibujó su sonrisa más amplia y angelical (si es que ese adjetivo se puede aplicar a la mujer que conozco) antes de girarse hacia Sergio y Marín.

—Muy bien, podremos entrar...

—Ya era hora —masculló Arsenio, ganándose de inmediato una mirada de enojo por parte de Emilia.

—¿Vamos? —dijo Larraín, cortando de raíz cualquier respuesta que la Médium pudiera soltar y señalando hacia Gonzalo, quien había desaparecido unos segundos detrás de su escritorio en busca de la llave de la hemeroteca.

—Muy bien —comenzó, contemplando a Emilia y luego a Arsenio Marín—, pueden entrar. Pero solo diez minutos.

—Pero...

—Solo diez minutos, Emilia.

La seriedad de Gonzalo, inusual en él, la convenció de no insistir. De hecho, la imagino levantando las manos en señal de rendición, aunque tal vez estoy exagerando. La única vez que he visto a Emilia rendirse, dicha rendición consistió en ella pateando una silla. Digamos entonces que se concentró en indicarles con un gesto a Sergio y Marín para que la siguieran a ella y a Gonzalo. El destino se hallaba tras una puerta a la que solo los miembros del personal de la biblioteca tenían acceso, a poca distancia del escritorio del joven Manquian. 

Este, seguido por los Médiums, miró un par de veces a la única persona presente en la sala fuera de ellos: un hombre calvo y delgado, cuyos anteojos de montura metálica estaban a punto de resbalar definitivamente por la punta de su nariz. Se le veía muy concentrado en un tomo grande y poco llamativo de la historia de Chile. Pero tras vigilarlo por tercera vez, Gonzalo se encogió de hombros.

—Creo que está dormido... Siempre duerme aquí.

—Yo también dormiría si leyera eso —masculló Larraín.

—Rápido, Gonzalo. Antes de que despierte —sugirió Emilia, a lo que su amigo asintió.

—Sí, sí... —Se acercó a la puerta y de su bolsillo sacó un montón de llaves. Buscó durante unos segundos entre ellas la indicada.

—¿Por qué tanta seguridad? —preguntó de pronto Arsenio, haciendo que Emilia y los demás dieran un respingo. Gonzalo, por su parte, lo miró con una mezcla de cautela e interés.

—Esto da acceso a donde se guardan documentos originales o delicados. No es a donde van ustedes, pero esta es así como una de las primeras puertas.

—Entiendo.

Algo en el tono que Marín usó al decir esto no le gustó a Emilia, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza como para preocuparse por eso también. Cuando escuchó que la llave giraba dentro de la cerradura, sintió una especie de alivio y también ansiedad. Por una parte, asumió por primera vez, quería saber pronto el nombre de la niña; por otro solo deseaba que su prima se hubiera equivocado, o que al menos hubiera mentido. Sin embargo, aún antes de hablar con Fabiola Prieto, sabía que no sería así.

—Muy bien, Emilia. Recuerda, solo la sala donde está ella. No vayan a otro lugar, ni vagabundeen por ahí. Y diez minutos. No más.

La aludida asintió, mientras Gonzalo abría la puerta y les indicaba con un gesto que tenían la vía libre para entrar. Tras la puerta se extendía un pasillo con iluminación artificial y amarillenta y, más allá, como sabía ella gracias a todas sus visitas anteriores, una escalera de metal con forma de caracol que llevaba a un subterráneo. Le dio las gracias de nuevo a Gonzalo y cruzó el umbral antes que sus compañeros, para así servir de guía. Cuando los tres estuvieron en el pasillo, Gonzalo, muy serio, cerró la puerta. Escucharon el giro de la llave en la cerradura y se miraron unos a otros.

—No fue así cuando nosotros vinimos... —dijo Sergio, mirando con disimulo a Marín.

—Es mejor andar con cuidado.

Larraín asintió ante las palabras de Emilia. Marín, en cambio, observaba a su alrededor con atención, incluso con algo de sospecha.

—¿Era necesario que su amigo cerrara la puerta con llave? —preguntó tras unos segundos.

—Él es el que trabaja aquí y sabe cómo funcionan las cosas... ¿Vamos?

Comenzaron a caminar por el pasillo rumbo a la escalera. El silencio se volvió pesado entre las paredes gruesas del pasillo interior de la biblioteca y aunque Emilia no es precisamente alguien dada a la charla liviana, pronto sintió que los veinte metros que los separaban de su destino eran demasiados para recorrerlos callados.

—¿Había estado alguna vez aquí, Marín?

—Un par de veces.

—Entonces me imagino que ha sentido la actividad paranormal.

Arsenio Marín dio un respingo de sorpresa.

—Algo así...

—Yo la sentí de inmediato. Este tipo de lugares... antiguos, es como si hablaran, ¿sabe? Como si tuvieran una especie de ruido persistente.

Emilia sentía la presencia de Sergio a su espalda y casi podía ver su rostro tenso de atención mientras escuchaba sus palabras. Marín, en cambio, caminaba a su lado con aparente relajo.

—¿Y usted... cómo conoció a la Intrusa que vamos a ver? —Más adelante, a solo unos pasos de distancia, vieron la escalera que los llevaría a los dominios de Fabiola Prieto.

—Gonzalo me contó que acá abajo siempre se sentían cosas. Lo típico: frío inusual, sonido de pasos cuando no había nadie, ruidos extraños. Los trabajadores se comenzaron a asustar cuando se dieron cuenta que alguien cambiaba los libros de lugar. Así que le pedí que me dejara entrar.

Llegaron a la escalera y, en esa ocasión, Emilia invitó a los varones a bajar primero. Cuando llegaron abajo, algo cambió en el ambiente casi de inmediato; todos pudieron sentirlo. No era una sensación desagradable, pero sí extraña, como una pátina de humedad que entumecía los miembros. Era invierno en el Santiago del exterior, pero allí el frío parecía incluso más cruel. Frente a ellos se extendían pasillos y pasillos de repisas de madera menos brillante y cálida que aquellas que adornaban las salas a las que el visitante promedio de la biblioteca podía acceder. Incluso había algunas de metal y, más que tomos, se veían cientos de cajas con rótulos que solo un iniciado en el arte de la archivística podría comprender. En cada una de las visitas a Fabiola Prieto que he hecho con la APA me ha costado toda mi fuerza de voluntad no comenzar a rebuscar en esas cajas y concentrarme en llegar al destino con mis compañeros.

—¿Es normal que haga tanto frío? —preguntó Marín, con los brazos cruzados y viéndose aún más encorvado de lo normal.

—Falta de luz solar —comenzó a enumerar Larraín—, materiales de construcción... Es normal.

—Lo es... hasta cierto punto —acostó Emilia—. Se sabe que ante la presencia de uno o varios Desencarnados suelen ocurrir cambios de temperatura. Sigamos. —Los guió a través de la sala hasta la siguiente, donde se encontraba la Intrusa que buscaban.

Ella me dijo que siempre seguía la misma ruta a través de las repisas, porque, a pesar de conocer el lugar, aún seguía poniéndose nerviosa ante lo que podía habitar en las sombras más lejanas. Sabía que había otras presencias allí, pero para el día en que fue con Sergio y Marín, no había descubierto sus identidades. Se demoró décadas en lograrlo, aunque nunca nos ha hablado mucho al respecto.

—Una vez —dijo de pronto Arsenio, y sus dos acompañantes lo miraron con atención—, conocí a un Desencarnado que hacía que la estructura de la casa que era su puntal se llenara de humedad. Al final, la humedad fue tanta que los pasillos y las habitaciones se llovían.

—¿Cómo sabe que era el Desencarnado y no un problema de la casa? —preguntó Emilia, ya vislumbrando la puerta que conectaba el lugar donde estaban con la sala que Fabiola Prieto había transformado en sus dominios.

—Porque esa persona murió ahogada. Y los dueños de la casa fueron, indirectamente, los culpables.

—¿El fantasma era un Intruso?

A pesar de la penumbra, vieron que Marín asentía con la cabeza. Parecía más agazapado incluso de lo normal y su sombra lo seguía muy de cerca a través de las repisas.

—Cerca del final había llegado a ser una especie de poltergeist.

—¿Con cuántos poltergeist ha tenido tratos, Marín? —preguntó Emilia en un susurro que se escuchó sin problemas en el silencio del lugar.

El aludido miró a Emilia por sobre el hombro, asombrado y al parecer dolido con la pregunta.

—Con los suficientes —murmuró y volvió a mirar al frente.

Llegaron a la puerta y Emilia se adelantó para abrirla. Esa no estaba con llave, ya que se suponía que ningún visitante clandestino podría llegar hasta ahí; cumplía solo la función de separar un espacio de otro. Y cuando cruzaron a la siguiente habitación, todos notaron el cambio en el ambiente, esta vez para mejor. Ya no hacía tanto frío, ni el silencio era tan ominoso. Parecía, más bien, una pausa entre sonidos leves y tan agradables como el que produce alguien cuando respira con calma o al pasar las páginas de un libro. Tras unos segundos y a la distancia se escucharon pasos, hacia los cuales Emilia se dirigió sin pensar. Los conocía lo suficiente para reconocer en ellos la presencia de Fabiola Prieto.

La Médium avanzó por entre muebles de madera vieja que contenían cientos de tomos encuadernados en cuero. Diarios antiguos o documentos aún más interesantes, no lo sé. Las veces que he ido nunca me han dejado explorar a mi antojo.

La sala, tan grande como una de clases, estaba alumbrada con lámparas de gas, las que dotaban a casa objeto y rincón de un débil resplandor rojizo. Al principio, la Intrusa no fue más que una sombra oculta entre las otras, en medio de un pasillo estrecho entre libreros. Incluso Emilia pasó de largo, para luego volver sobre sus pasos y mirar a Fabiola con atención y afabilidad. La primera vez que la vi hablar con la fantasma, me impresioné de lo cálida y amable que era con ella.

—¿Fabiola?

La bibliotecaria dio un respingo, tal como haría cualquier Corpóreo al ser sorprendido en medio de un momento de intensa concentración. De hecho, no había nada que a simple vista la diferenciara de nosotros. No tenía esa consistencia semejante al humo de los Imitadores, ni flotaba sobre la nada como suele describir la literatura popular. Sus pies estaban bien puestos sobre el suelo y sus manos sostenían un tomo de periódicos encuadernados. De no haber sido por su ropa anticuada, por el nido de rizos que las mujeres de los cincuenta ya no usaban y de ese aire inevitablemente desfasado en el tiempo, cual imagen de una película de otra década, nadie lo habría notado. Al escuchar la voz de Emilia, Fabiola Prieto se giró con el libro aún abierto y sus ojos atentos, serios y calmos brillando tras sus anteojos. Al reconocer a la visitante, sonrió.

—Ya te estabas tardando, jovencita —dijo y aunque en realidad no había sido mucho mayor que Emilia al momento de morir, el tono de autoridad casi maternal fue patente en su voz.

—La vida del investigador paranormal es dura, Fabiola. Pero aquí estoy.

—Con acompañantes otra vez, por lo que veo. —Solo entonces vagaron sus ojos hacia Sergio y Marín. A este último, el único que no conocía, lo contempló con sumo interés.

—Así es. Son mis compañeros. Son como yo.

Algo indefinible se removió en el rostro de la intrusa. No era miedo, tampoco alegría. Solo, cómo decirlo, el vestigio de una conexión. O eso creo.

—Has venido por la información que me pediste, ¿cierto?

—Sí. La necesitamos más que nunca.

Fabiola se irguió aún más y por fin cerró el libro que tenía en las manos. Puso este de vuelta en la repisa y se acercó a los Médiums para guiarlos hacia una mesa cercana, justo en el centro de la habitación. Cuando llegó frente a Arsenio, sin embargo, este no se movió y la estudió durante unos segundos. La Intrusa se quedó tan quieta que por un instante, me dijo Emilia, ella pensó que estaba a punto de esfumarse.

—Marín —espetó de pronto Sergio y al oírlo, Arsenio despertó del trance.

—Lo siento... —murmuró el aludido, aún sin moverse. Intentó una sonrisa que pareció enfriar el lugar—. Es que siempre me impresiona lo mucho que en el fondo se parecen a nosotros.

Emilia solo podía ver el perfil de Fabiola Prieto, pero eso fue más que suficiente para notar su incomodidad. Incluso detectó, aunque quizás eso sí era un percepción suya, un dejo de dolor. Cuando estaba a punto de decir algo, Arsenio se movió y Fabiola pudo seguir adelante. En esa ocasión sus pies no emitieron sonido sobre el piso rechinante de madera. He aprendido que con los fantasmas, al menos con aquellos Intrusos que no se salen de los límites tambaleantes de su naturaleza, nunca es posible percibirlos por completo. Siempre falta algo. El olor por ejemplo, la consistencia, el sonido. A veces los ves y para tus ojos todo está bien, pero apenas se mueven no hay nada en su cuerpo que produzca ruido; o por muy cerca de ti que estén no podrás sentir ni el aroma más leve. Cuando están lejos, sin embargo, escuchas sus pasos o el crujido de su ropa. En ocasiones los anuncia un olor, bueno o malo, que desaparece apenas aparecen ante ti. Son como existencias fragmentadas.

Fabiola y los tres Médiums llegaron a la mesa donde alguien, seguramente la Intrusa, había desplegado tomos. Abiertos cada uno en alguna página de los distintos diarios de la capital, mostraban una noticia que en algunos ocupaba media plana y en otros, la mayoría, no pasaba de ser una nota al costado.

—Esto fue lo que pude encontrar —dijo la fantasma—. Si quieres, Emilia, les hago un resumen.

—Por favor.

Algo había cambiado en Fabiola Prieto y Emilia sabía que era debido a lo hecho por Marín. Apretó los labios, la vi haciéndolo mientras me contaba su historia, y se dijo que ya habría tiempo para hablar con el hombre al respecto.

—Muy bien —comenzó la Intrusa—. El evento tuvo lugar hace siete meses: una mujer llamada Úrsula Soto estaba con su hija esperando la llegada del tren desde Temuco. La niña tenía cuatro años y se llamaba Angélica. —Sergio y Emilia intercambiaron una mirada y Arsenio, en su puesto al otro lado de la mesa, sonrió—. En un momento, justo cuando el tren estaba llegando, la niña cayó a las vías. Su madre pidió ayuda a gritos y a punto estuvo de lanzarse a buscar a su hija, pero la detuvieron. No se pudo hacer nada por la niña.

El relato, conciso y falto de detalles, provocó aún así un malestar general en los Médiums y en mí cuando Emilia lo repitió en el silencio del ático. Recuerdo que lo único que atiné a hacer fue agachar la cabeza y clavar la mirada en los nombres de la niña y su madre, que destacaban en el blanco de la hoja con mi letra errática.

—¿Alguien la lanzó a las vías? —pregunté cuando pude sacar la voz de la garganta.

—Eso le pregunté a Fabiola, pero en las noticias que ella leyó solo decían que había sido por descuido de la madre.

—¿Y qué cree usted?

La Emilia anciana suspiró.

—Creo que los accidentes, incluso uno tan terrible como este, suceden... más comúnmente de lo que pensamos. Y no había ninguna prueba de que alguien la haya lanzado.

—¿Entonces por qué los Intrusos de la estación dijeron que todo había comenzado con ella?

—Eso es lo que teníamos que averiguar. Lo importante es que teníamos la confirmación de que Luisa había dicho la verdad, aunque me pesara, y que la niña efectivamente se llamaba Angélica. Con eso y la fecha y los detalles de su muerte, Marín podría conjurarla.

—¿Lo hizo? —pregunté, casi temblando a causa de la expectación.

—Esa misma noche.


********************************


Cuando llegó el momento de la despedida, Fabiola le pidió a Emilia un momento para hablar a solas. Esta, sin mirar siquiera a sus compañeros, accedió y se alejó con la Intrusa hacia las filas más alejadas de libreros. Como Fabiola iba delante de ella, a modo de guía, Emilia pudo ver su falda de tweed moviéndose al compás de su caminar y, como también le sucedía con Alonso y Felicia cada vez que los veía, tuvo deseos de tocarla, de comprobar que estaba realmente ahí, pero no lo hizo. Cuando la bibliotecaria se giró hacia ella para comenzar la charla, ella dibujó su expresión más seria y ecuánime.

—¿Qué pasa, Fabiola?

—¿Quién es él?

No tuvo que hacer señalamientos de ningún tipo para que Emilia supiera de quién estaba hablando.

—Un compañero de investigación... y un Médium.

—¿Es peligroso? —Emilia estuvo a punto de decir "sí", pero se calló en el último instante. La Intrusa, quizás adivinando sus dudas, no insistió—. No me gusta.

—Tranquila, no lo traeré otra vez. Esto es pasajero.

¿Lo era?, quise preguntarle, pero yo también me callé.

—Si quieres puedo investigar sobre él —dijo Fabiola y la Médium abrió la boca a causa de la sorpresa. No se le había ocurrido esa posibilidad, que había estado al alcance de la mano desde el principio. Podía no dar resultado, pero también podía darle valiosa información.

—¿Harías eso por mí?

—Claro. —Fabiola sonrió, haciendo evidente lo cálida que debió ser dicha sonrisa en vida. De pronto, sin embargo, se puso seria otra vez—. Solo prométeme que tendrás cuidado con él.

—Lo tendré.

En ese instante, mientras la Emilia cuarenta años más vieja decía esas palabras y yo tomaba apuntes en mi libreta, sentí el peso de su mirada, de modo que no me quedó más remedio que alzar la cabeza. Su ojos, fijos en mí, me dieron miedo.

—¿Qué pasa?

Tardó unos segundos en responder. No demasiados, pero sí los suficientes para que yo supiera que su respuesta sería una mentira.

—Nada. Sigamos.


************************************


Cuando llegó el momento de la despedida, Fabiola le pidió a Emilia un momento para hablar a solas. Esta, sin mirar siquiera a sus compañeros, accedió y se alejó con la Intrusa hacia las filas más alejadas de libreros. Como Fabiola iba delante de ella, a modo de guía, Emilia pudo ver su falda de tweed moviéndose al compás de su caminar y, como también le sucedía con Alonso y Felicia cada vez que los veía, tuvo deseos de tocarla, de comprobar que estaba realmente ahí, pero no lo hizo. Cuando la bibliotecaria se giró hacia ella para comenzar la charla, ella dibujó su expresión más seria y ecuánime.

—¿Qué pasa, Fabiola?

—¿Quién es él?

No tuvo que hacer señalamientos de ningún tipo para que Emilia supiera de quién estaba hablando.

—Un compañero de investigación... y un Médium.

—¿Es peligroso? —Emilia estuvo a punto de decir "sí", pero se calló en el último instante. La Intrusa, quizás adivinando sus dudas, no insistió—. No me gusta.

—Tranquila, no lo traeré otra vez. Esto es pasajero.

¿Lo era?, quise preguntarle, pero yo también me callé.

—Si quieres puedo investigar sobre él —dijo Fabiola y la Médium abrió la boca a causa de la sorpresa. No se le había ocurrido esa posibilidad, que había estado al alcance de la mano desde el principio. Podía no dar resultado, pero también podía darle valiosa información.

—¿Harías eso por mí?

—Claro. —Fabiola sonrió, haciendo evidente lo cálida que debió ser dicha sonrisa en vida. De pronto, sin embargo, se puso seria otra vez—. Solo prométeme que tendrás cuidado con él.

—Lo tendré.

En ese instante, mientras la Emilia cuarenta años más joven decía esas palabras y yo tomaba apuntes en mi libreta, sentí el peso de su mirada, de modo que no me quedó más remedio que alzar la cabeza. Su ojos, fijos en mí, me dieron miedo.

—¿Qué pasa?

Tardó unos segundos en responder. No demasiados, pero sí los suficientes para que yo supiera que su respuesta sería una mentira.

—Nada. Sigamos.



************************************



Los tres Médiums y los detectives se reunieron en calle Independencia esa noche. Puede que con el fin de ser un escenario más apropiado para que lo que se avecinaba, Santiago se vistió de neblina y el frío, que hasta entonces había sido un pinchazo sobre la piel, se convirtió de pronto en un mordisco. La clase de noche que buscaba a los mendigos y los convertían en otro tipo de fantasmas. Fantasmas de verdad. Gonzalo le pidió más que nunca a Emilia que se quedara en casa, que pospusiera lo que tuviera que hacer para otra ocasión, pero lo hizo con la conciencia de que no serviría de nada.

La joven, lo sé, estaba en una especie de trance nervioso, más callada que nunca, concentrada como si fuera ella la encargada de conjurar a la niña. Cuando se bajó de la citroneta y comenzó a caminar hacia la puerta del edificio de los Intrusos, sintió de pronto que alguien caminaba detrás de ella. Se giró y entre la bruma vio una sombra torcida.

—Marín —dijo, con el aliento medio atascado en su garganta.

El hombre dio un par de pasos más y con eso dejó de ser una silueta. El pelo negro le caía sobre la frente y parecía querer romper el fondo de sus bolsillos con sus manos. A pesar de la tensión que transmitía su cuerpo, sonreía.

—Berríos, ¿entusiasmada por el espectáculo?

—Depende: ¿cree poder hacerlo?

—Por supuesto.

A Emilia la tranquilizó y al mismo tiempo le molestó no detectar ni la más leve mella en la seguridad del Conjurador. Me confesó que le hubiera gustado verlo al menos un poco asustado, a pesar de los efectos negativos que eso podía tener en la conjuración que estaba a punto de presenciar.

—Pero sí tenía miedo, ¿cierto? —pregunté.

—¿Por qué dices eso?

Fruncí las cejas antes de responder.

—No lo sé... Yo lo tendría. No importa cuántas veces antes hubiera conjurado a un fantasma, seguiría teniendo miedo.

—Te haré una recomendación, Cristóbal. No te tomes como parámetro para entender a todas las personas. El mundo sería mucho más fácil si pudiéramos hacer eso sin fallar, pero no es así: ni fácil ni libre de fallos. Además, tú eres alguien excepcional por motivos que aún no comprendes...

—¿Más excepcional que un Conjurador? Lo dudo mucho.

Emilia sonrió.

—A pesar de lo que te he dicho, es muy posible que Marín en realidad tuviera miedo. Posible y comprensible. Se enfrentaba, después de todo, a una conjuración difícil.

—¿Por qué?

—Porque tenía poca información, aunque la suficiente. Pero sobre todo porque a quien quería conjurar era una niña...

—Cierto. Son más erráticos, ¿verdad?

—Así es. —La sonrisa de la mujer desapareció y su presencia fue reemplazada con un gesto de tensión—. Nunca se sabe con ellos, ni siquiera cuando son Imitadores. De hecho, estadísticamente, los niños fantasmas son los más propensos a convertirse en un poltergeist.

—Lo sé... —dije, aludiendo a un caso reciente que ella y yo conocíamos muy bien—. Pero era poco probable que con un fantasma conjurado se llegara a eso...

—Son los riesgos. Porque aunque existía la posibilidad de que la niña hubiera pasado al Otro Lado, también era posible que estuviera en este plano. De ser así, podía ser una Imitadora a quien la conjuración de Marín alteraría su bucle. De hecho, a la larga, la mejor opción era que se tratara de una Intrusa.

—¿Y qué fue al final?

—Primero tengo que contarte lo que pasó cuando llegamos a la oficina y vimos que Larraín estaba...


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Larraín estaba mostrándole fotos a Felicia y Alonso. Eran al menos diez, todas desplegadas por el escritorio hasta cubrirlo casi por completo. Desde la puerta, que alguien había dejado abierta, no era posible ver las imágenes, pero Emilia pudo deducir que se trataba de retratos. Alonso se inclinaba sobre ellas para observarlas bien, pero Felicia, que fue la primera en ver a los recién llegados, se mantenía con la espalda apoyada en la pared y contemplaba el trabajo de Sergio con el rostro tenso.

Al ver a Emilia y Arsenio, carraspeó con la suavidad suficiente para que Alonso la escuchara y se irguiera. Este sonrió a modo de bienvenida, pero casi de inmediato miró a Larraín, que estaba frente a él, y le indicó que con un gesto de cabeza las fotografías. El Vinculante, de inmediato y sin girarse para mirar a sus compañeros, recogió cada una de las imágenes y las guardó en un sobre de cuero.

—Qué bueno que llegaron... Pasen, pasen.

Emilia dudó en el puesto y aunque Marín lo hizo durante unos segundos, pronto entró en la oficina, dejándola sola en la puerta. Ella, con los ojos clavados en la espalda de Larraín, esperó a que este se volteara y la mirara para romper su quietud.

—Buenas noches, Emilia. ¿Cómo está?

—Bien.

La Médium dio un par de pasos hacia el interior y se colocó en el que ya se iba perfilando como su sitio habitual: de pie al costado derecho de la puerta. Sus ojos vagaron de Larraín a Alonso, quien esperaba con las manos en los bolsillos y su habitual sonrisa en el rostro.

—Muy bien —comenzó—. Larraín ya nos puso al día con la información que la Intrusa les entregó, de modo que podemos saltarnos eso e ir directamente al punto. Marín, ¿necesita algo para la conjuración?

El hombre, en el centro de la habitación, lo pensó un momento.

—Una silla... y silencio. —Alonso alzó las cejas, sorprendido por lo escueto de la petición. Como espoleado por esto, Marín volvió a hablar—. Sobre todo, necesito que Larraín esté cerca.

Este, al escuchar su nombre, se irguió con cierta alarma.

—¿Quiere que esté junto a usted?

—No, no a mi costado. No tengo que tener nadie a la vista, ni siquiera de refilón. Póngase atrás... a un par de pasos. El resto puede ponerse más lejos.

Alonso acercó la silla que él mismo ocupaba detrás del escritorio y se la entregó a Marín, quien la ubicó mirando hacia la pared del este, la única que era solo una extensión ininterrumpida de pintura blanca. Detrás de él se puso a Larraín, quien como pocas veces no tenía a mano su cámara y que quizás por eso y todo lo que ocurriría a continuación se mordía las uñas con nerviosismo. Más lejos, en la pared opuesta a la que miraba Marín, se encontraban Alonso, Felicia y Emilia.

—En las conjuraciones normales... o ideales, si podemos usar una palabra mejor —dijo de pronto la anciana frente a mí, sacándome con brusquedad del trance en que me había sumido su narración—, es normal que el Conjurador use algún objeto del fallecido. Un objeto potente, capaz de traerlo de vuelta.

—Algo así como un Puntal.

—Exactamente como un Puntal, solo que pasajero. Si se tiene, el fantasma podrá permanecer más tiempo o tener una presencia más fuerte.

—¿Qué pasa con los Intrusos que ya tienen sus puntales?

—Este sería otro. Han ocurrido casos en que Intruso usa ese momento para cambiar de Puntal.

—Entiendo. Pero Marín no tenía un objeto.

—No, pero sí tenía un Vinculante. Eso nos daría más tiempo. Yo nunca había visto a un Conjurador haciendo de las suyas, como ya sabes, así que estaba muy impaciente por ver el proceso. Desde mi posición, lamentablemente, no veía demasiado. Pronto, eso sí, empezamos a escuchar los murmullos de Marín.

—¿Qué decía?

—El nombre de la niña: Angélica Soto. Y su fecha de muerte. Sin embargo, lo importante no es lo que el Médium diga, sino lo que piense. Es en su mente donde ocurre lo más importante.

—Para no equivocarse de persona.

—Para intentar no equivocarse de persona. —Emilia se acomodó en la silla—. Marín estuvo así unos cinco minutos, inmóvil en la silla. Hasta que comenzó a hacer movimientos con sus manos.

—¿Qué movimientos? —pregunté en voz tan baja que hasta a mí me costó oírla.

—Como si estuviera buscando algo, una cuerda por ejemplo, en el aire frente a él.

—El rastro.

La sonrisa que apareció en el rostro de Emilia pareció más una mueca que otra cosa, a pesar de lo amable de su tono.

—Buen chico. Marín tenía manos grandes, dedos largos... Y la luz... Recuerdo la sombra de sus manos en la pared, buscando. Era extraño, hasta hubiera sido ridículo de no saber justo lo que se proponía... lo que nos proponíamos todos. Así que en vez de ridículo, todo eso me pareció...

­—¿Siniestro?

—Sí. Y me lo pareció aún más cuando la mano derecha de Marín se cerró sobre algo que ninguno de nosotros podía ver.

—Pero usted sí podía... ¿o no?

—Reconozco que me tardé un par de segundos en reaccionar. Y cuando lo hice, entré en trance. Entonces lo vi: había un rastro, otro rastro aparte de los nuestros, que partía de la mano de Marín e iba hasta la pared, donde desaparecía. Marín empezó a tirar del rastro, suavemente, pero con firmeza. Seguía pronunciando el nombre de la niña; solo el nombre, no el apellido. Y lo hacía con otro tono, más amable.

—Para que la niña viniera.

—Y vino. —El rostro de Emilia perdió parte del color. La entendía: pensar en el fantasma de una niña pasando por algo así me provocaba nauseas—. Era muy leve, Cristóbal. Poco más que una silueta... o una sombra.

—Otra sombra en la pared —dije y Emilia asintió. 


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(21) La Logia de las Ánimas fue fundada en 1899 por un hombre llamado Judas T., del que apenas se sabe gran cosa. Como sociedad secreta, es una de las pocas en Santiago que de verdad cumple con el segundo término, ya que su existencia solo se ha filtrado a aquellas personas o grupos que han tenido la desgracia de cruzarse en su camino. 

Se dice que al principio, sus doce miembros originales fueron uno de los focos propulsores del Espiritismo en Chile y que se codearon con los grandes Médiums que operaron en el país al principio del siglo XX, sin contar con aquellos que eran miembros de la Logia. Sin embargo, por motivos que no están del todo claros, se volvieron acérrimos enemigos de Ulises Almonacid, odio que se extendió a sus descendientes y, con especial ahínco, a Emilia. 

Están en contra de que cualquier persona (denominación que incluye a todos aquellos que no pertenezcan a la Logia) tenga contacto con los Desencarnados, ya que según sus preceptos estos son los portadores de los grandes secretos del universo, a los que solo los elegidos (o sea ellos), deberían acceder.

Odian a la APA, en especial al servidor que escribe estas palabras. 

(22) El Desastre de Puente Alto, ocurrido en el año 1902, tuvo dos protagonistas, ambos jóvenes de diecinueve años: Marcos Alarcón (Médium de tipo Conjurador) y su amigo Felipe Gutierrez. El problema comenzó, como suele ser común en todas aquellas historias sobre situaciones paranormales que se salen de las manos, con un tablero de Ouija. Por supuesto, el tablero no tuvo nada que ver con el resultado, ya que dicho objeto no es más que un engaño, sino con el Psíquico involucrado. 

En sus memorias Almonacid cuenta que los muchachos esperaban divertirse un rato, pero que pronto todo se salió de control. Para decirlo de manera rápida y concisa, Alarcón y Gutierrez atrajeron al vestigio psíquico (porque el uso de la palabra "fantasma" en este caso no es del todo correcto) de un ser que tanto Almonacid como su amigo Leonardo Cabral identificaron como una entidad demoníaca. Por supuesto, no pudieron controlarlo y los efectos fueron, por decirlo de algún modo suave, desdichados. 

(23) Primer periódico de Chile, fundado en 1812. 

Por lo que he podido averiguar, su primer director, un fray de nombre Camilo Henríquez González, fue un demonólogo y aprendiz de Exorcista. En secreto, claro. Aunque es posible que todo sea una mentira de Bellial669, un investigador que conocí en un un foro de internet el año pasado. Reconozco que suele ser un poco conspiranoico. 


GRACIAS POR LEER :)

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