CAPÍTULO QUINCE: FIJACIÓN

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Emilia sintió que sus ojos se perdían en el tatuaje de la Logia de las Ánimas que decoraba la piel de Sergio Larraín. Pensó que si seguía mirándolo su mente perdería el norte y no le quedaría más que confusión y mareo. Así que se obligó a apartar la vista y a concentrarse de nuevo en el rostro del Médium. 

A pesar de su aparente fortaleza y la expresión irónica de su rostro, Emilia se dio cuenta que lucía cansado y pálido. Tenía ojeras violáceas bajo los ojos, los labios resecos y un parche le cubría la herida que Rubilar le había dejado en el costado derecho de la cabeza. Esa apariencia de agotamiento y debilidad la tranquilizó en parte. 

—Me esperaba —dijo en voz baja, conteniendo la rabia y los nervios que aún le recorrían los miembros—. ¿Cómo supo que vendría?

—La vigilamos, Emilia. ¿Puedo seguir llamándola Emilia? —Esta lo pensó, realmente lo pensó, durante unos segundos, para concluir que cuando alguien pretendía matarte no importaba mucho cómo te llamara. Se encogió de hombros—. Bien... La seguimos, desde hace mucho. No se sorprenda si conocemos sus movimientos.

—No me sorprende... En realidad no. —Dio los pasos necesarios para salir de la sala de revelado, aún sosteniendo sus fotografías y la de Gonzalo. Fingió estudiarlas con atención, pero lo cierto es que estaba atenta a cualquier posible movimiento de Larraín—. ¿La Logia les enseña a mentir tan bien?

El hombre soltó una carcajada que para Emilia fue como un golpe en el estómago.

—Digamos que la Logia tiene muy claro qué tipo de agentes necesita y saca lo mejor de cada uno. 

—Y dígame... ¿es usted un miembro importante o solo un soldado de poca monta?

Si la joven creía que su pregunta borraría de inmediato la sonrisa de Larraín, se equivocó. Por primera vez desde que se había volteado para mirarlo, él se movió en su dirección.  Fueron apenas unos pasos, insuficientes para quedar a poca distancia, pero aún así Emilia no pudo evitar retroceder. 

—¿Quiere que le diga que la Logia mandó al más humildes de sus agentes y así usted pueda entender que apenas ha divisado nuestro poder? ¿O más bien quiere que le diga que yo soy el mejor y que ya se enfrentado a todo lo que podemos dar? —Larraín dio otro paso, dejando a Emilia al borde de la sala de luz roja, la que brillaba, a la espera, como una boca hambrienta—. Lo que usted aún no entiende, es que la fuerza de la Logia no reside en uno solo de sus miembros, ni siquiera en el más poderoso. La Logia es un animal de muchas cabezas, pero solo un estómago. Todos disfrutamos del festín, Emilia. 

—¿Y cuál fue ahora el festín? ¿Qué fue lo que consiguió con todo esto? ¿Un golpe en la cabeza?

—No —susurró Larraín—. Conseguimos saber qué puede hacer la segunda nieta de Almonacid, los puntos débiles de los únicos fantasmas de Santiago que pueden darnos problemas y... también tenemos a Arsenio Marín.

La Médium, sin saber muy bien por qué, se tensó aún más al escuchar ese nombre. 

—Arsenio Marín les teme... Sabe a lo que se enfrenta con ustedes. 

—Y aún así, no hará falta más que un gesto para que se una a nosotros. 

Larraín desvió la mirada hacia la puerta de su casa con cierta nostalgia. Por unos segundos volvió a ser el joven que Emilia había conocido hacía muy poco, a pesar de que pareciera ser demasiado tiempo. Al verlo, se preguntó cuántos más habían caído en sus engaños, qué otras misiones había cumplido para la Logia. Sintió una ligera náusea. 

—Debo reconocer, Emilia, que usted era el objetivo —continuó Larraín—. Después de trabajar con su prima, la Logia no tuvo más alternativa que reconocer que a pesar de que Ulises Almonacid era un hombre bastante decepcionante, había dejado un par de legados que podían sernos de gran utilidad. Usted era una ficha muy apetecida por la Logia. Pero apenas la conocí supe que no había posibilidad de que se uniera a nosotros. Era un desperdicio de tiempo... tal como su abuelo.

—No hable de él como si lo hubiera conocido. Usted no estaba siquiera en los planes de una mujer cuando él murió. 

—Y usted cree que lo conoce porque lee día y noche las palabras que él le legó. A las memorias de su abuelo le faltan partes, todo lo que se puede llamar verdad. ¿Cree que son las únicas fuentes que perviven de esa época?

En esa ocasión fue Emilia quien sonrió.

—No importa lo que se haya escrito, lo que sea verdad o mentira. Es el futuro donde tiene que poner atención. Procure tener mucha tinta para que escribir todo lo que le haré pasar a su maldita Logia.

—¿Cree que saldrá de aquí con vida? 

Con rapidez, tanta que Emilia dio un respingo, Larraín se puso frente a ella. Su rostro por fin estaba contorsionado por un odio profundo, para el que lo habían educado quizás desde cuándo. Alzó la mano para golpearla, pero de pronto en su expresión asomó algo más que odio y ansias de matar. Un dolor indescriptible abrió su boca en un grito mudo y sus ojos, enrojecidos de golpe, miraron a Emilia con súplica.

La mano de Felicia apretó más el corazón del Vinculante, haciéndolo caer de rodillas, tal como a Rubilar varias noches atrás. La intrusa, impasible, contempló a Emilia por encima de su víctima. Su cara parecía tallada en piedra y aún así era hermoso. 

—¿Está bien, Emilia? —preguntó Alonso, de pie al lado de su compañera y con las manos en los bolsillos. 

La aludida asintió, a punto de decir algo. Sin embargo la detuvieron los quejidos y balbuceos de Larraín. Lo observó desde la altura.

—¿Creyó que vendría sola? ¿Que caería tan fácil en su trampa? —Se agachó para que el Médium viera sus ojos—. Ya no estoy sola, Larraín. Dígaselo a sus amigos. Dígale que ustedes me enseñaron que no debo estarlo.

—Noso... tros... harem... haremos... que qued... sola...

La fotografía de Gonzalo Manquian pareció calentarse en la mano de Emilia y esta no pudo evitar mirarla. Luego la soltó y le dio una cachetada a Larraín que le hizo voltear el rostro.

—Tóquele un pelo... uno solo y le juro que lo mataré. 

Se puso de pie, sin sentir del todo su cuerpo. Le hizo una seña a  Felicia y esta soltó a Larraín, el que se desmayó sobre el suelo de su casa. Alonso observó el cuerpo y en sus ojos Emilia vio un brillo que no le gustó.

—No somos como ellos —dijo, logrando que el detective la observara—. Podríamos y quizás estaría bien... Sería justo. Pero no lo somos y eso es lo importante. 

—Lo importante, Emilia —dijo Felicia—, es que somos. En plural. 


*************************************


—Me quedaba solo una cosa por hacer, Cristóbal -murmuró la Emilia que tenía frente a mí. Agazapada en su silla, liberada por fin de su historia, parecía una gárgola benévola a punto de ponerse a dormir.

—¿Qué cosa?

—Intentar regresar la mano a quienes me habían salvado la vida.

Asentí con suavidad cuando lo entendí.

—Fue a buscar a la madre de Alonso Catalán.

—La dirección de Paula Catalán es uno de los mejores regalos que Luisa me ha hecho.

—¿"Uno de los mejores"? —pregunté. No podía imaginar a Luisa haciéndole regalos para navidad o el cumpleaños a Emilia. Ni viceversa.

—Sí. Uno de los mejores. Pero no me preguntes cuál es el otro, porque no te lo diré.

Eso no me sorprendía ni un poco, así que me encogí de hombros.

—¿Qué esperaba conseguir con esa visita? Dígame la verdad, ¿quería liberarlos?

La anciana lo pensó unos segundos.

—Eso creo. Supongo que para un Corpóreo es muy difícil entender que un fantasma quiera quedarse. Para nosotros su existencia, incluso la existencia de Intrusos con las características de Felicia y Alonso, es una existencia incompleta. ¿Cómo querrían quedarse aquí en esas circunstancias?

—Pero ellos sí querían quedarse... ¿Qué fue de ellos? ¿Por qué los miembros de la APA no los hemos conocido?

—No te adelantes, Cristóbal. No te adelantes. —Emilia se removió en la silla, con esa sonrisa un poco siniestra que se estampaba en su cara algunas veces—. Pero tienes razón en una cosa... Solo que yo no fui capaz de verlo o asumirlo en ese momento. Estaba desesperada por hacer algo por ellos.

Lo entendía. La APA había cometido muchos errores durante sus casos y casi todos esos errores habían sido movidos por las mejores intenciones. La tensión me hizo apremiarla con un gesto para que continuara.

—Muy bien —dijo—. Había guardado el papel que contenía la dirección, pero reconozco que no la había mirado con atención hasta el día en que pude pensar sobre el tema. Y entonces leí que vivía Paula Catalán en la comuna de...


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Quinta Normal. Paula Catalán, la madre de Alonso, vivía en Quinta Normal. Emilia tuvo que tomar un taxi para llegar a su destino y, al bajarse, sintió que llevaba días metida en el vehículo, sensación que empeoró debido a los nervios, el temor a perderse y la expectativa de que todo aquello no fuera más que un fracaso.

Le pagó al taxista y se alejó del auto frente a una casa de un piso, con el frontis cubierto de enredaderas y ligustrinas que no parecían sentir el puñal del frío. Entre la tupida selva se vislumbraba una reja y, tras esta, una puerta de madera. Emilia miró a su alrededor y vio un par de viejos sentados al frente, sumidos en una partida de damas. A pesar de que el juego estaba en su fase final, ambos contrincantes se dieron el tiempo para mirar a la joven intrusa de arriba abajo.

—¿Anda buscando a alguien, mija?

El tono del hombre, el más macizo de los dos, tenía cierto aire territorial y alerta que no pasó desapercibido para la joven. Sin embargo, en vez de sentirse invadida y vigilada, la tranquilizó tener esos dos testigos de su visita. Solo esperaba que no fueran de esos que desaparecían cuando la policía llegaba haciendo preguntas.

—Busco a Paula Catalán. Me dijeron que vivía en esta casa...

—¿La mujer que busca es vieja?

—Sí.

—Entonces puede que sea ella. Pero la mujer que vive ahí se llama Paula Díaz. No Paula Catalán.

Emilia sonrió.

—Es ella.

—Es una bruja... —escupió el otro viejo, que tenía una importante de pelo grisáceo que llevaba por lo menos una semana sin lavar—. Se come a los gatos y a las arañas. Los niños que le tiran huevos a su casa después se enferman de sarampión.

La voz pastosa del hombre, probablemente debido a la falta de la mitad de su dentadura, soltó esa perorata de corrido, casi sin respirar. Emilia se tardó un par de segundos extra en decodificar el mensaje. Antes de responder, sacó las manos de los bolsillos de su abrigo y se encogió de hombros.

—Por eso vine... ¿Saben si está dentro?

—Ella nunca sale —dijo el otro hombre, el primero en hablar—. Mejor no se meta a esa casa.

—Tranquilos, no me va a pasar nada.

—Cualquier cosa grite... o tírele sal. Dicen que a las brujas no les gusta la sal.

Emilia asintió y mientras se giraba de nuevo hacia la casa de la madre de Alonso se dio cuenta de lo tranquila que se sentía por fin. A pesar de lo poco halagüeñas que habían sido las palabras de los ancianos, fue lo último que necesitó para sentirse de segura de lo que estaba haciendo. Se acercó a la reja y pulsó el timbre de cobre. Desconocía si aún funcionaba, si la mujer sería capaz de escucharlo, si le importaría o si estaría en condiciones de abrir. Aún así, no dejó de pulsar el timbre hasta que escuchó la puerta de madera abrirse con un chirrido. A través de la rendija atisbó un rostro arrugado y unos ojos oscuros y brillantes.

—¿Si? —dijo una voz similar a un siseo.

La Médium dio un paso hacia delante para que la viera mejor.

—Me dijeron que viniera a verla. Que usted me podía ayudar.

—¿Ayudar en qué? —El tono con que fue hecha la pregunta pretendía ser amable, pero traía consigo el talante ominoso de los tratos con el diablo. Emilia podía sentir los ojos de los dos ancianos fijos en su espalda.

—En mi problema. Por favor, ayúdeme.

Paula Díaz no sonrió, pero su mirada brilló de entusiasmo.

—Empuja la reja para entrar. Está abierta —dicho esto, la anciana volvió a las sombras de su casa, dejando la puerta entornada.

Si Emilia aún sopesaba la opción de volver sobre sus pasos y desaparecer de allí, ese era el momento de decidirse. Pero a ojos de cualquiera, pareció que no dudaba. Que empujaba la reja, tal como la vieja le había dicho que hiciera, y se adentraba en esa casa cubierta de plantas, oculta a los ojos del mundo.

Los viejos apostar si saldría de allí y uno ganó y el otro perdió.


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Emilia tardó unos segundos en acostumbrarse a la penumbra, que era rojiza, construida a partir de las trémulas llamas de varias velas. Se quedó a pasos de la puerta hasta que sus pupilas se dilataron lo suficiente para percibir los detalles a su alrededor. Entonces fue cuando hizo una mueca de asco: el lugar no estaba sucio, era prácticamente un basurero. Le parecía que nunca había visto tantos diarios apilados, ni tantos cúmulos de ropa, algunos de los cuales eran tan grandes que entre sus pliegues perfectamente habría podido esconderse una persona a la espera de que su presa se acercara lo suficiente para saltarle encima. Además de eso, la joven vio basura desperdigada por todos los rincones y fecas de gatos. Un olor ácido atacó la nariz de Emilia, quien reprimió las ganas de llevarse la mano a la boca. Avanzó por el estrecho camino entre el desorden que la dueña de casa había abierto con el tiempo en su deambular. Al final de este la esperaba no solo Paula Díaz, sino una mesa de madera sobre la cual descansaba un mazo de cartas de tarot.

—Siéntese —dijo la mujer, señalando la silla frente a ella. No despegaba los ojos de Emilia—. Disculpe el desorden... una vieja como yo se va acostumbrado a estas cosas sin darse cuenta.

—¿No tiene nadie que la ayude? —La joven cambió la expresión de asco por una de pena—. No está bien que viva así.

—Todos los que se preocupaban por mí ya murieron, señorita...

La joven meditó antes de dar su nombre. Sabía poco de las brujas, pero sabía lo suficiente para no dar el verdadero, ni ninguno que pudiera ocasionarle problemas.

—Elisa Buendía.

—Bonito nombre —murmuró la mujer mientras se sentaba. Emilia supo con solo verle la cara que no le había creído su mentira—. Siéntese, siéntese.

La joven obedeció, descansado solo en el borde de la silla y evitando posar las manos o los codos en la mesa. Esta lucía limpia, pero con solo unos minutos allí había entendido que la suciedad de la casa iba más allá de la evidente.

—¿Quién le habló de mi y de mis servicios?

—Mi prima.

—¿Cómo se llama su prima?

Debería haber estado preparada para esa pregunta, pero no lo estaba. Dijo lo que primero que se le ocurrió.

—María Rivas.

—No me suena... Pero no se puede confiar en la memoria de una vieja como yo.

Sonrió y el gesto, como si la iluminara desde dentro con una luz tan rojiza y sucia como la del lugar, permitió a Emilia verla de verdad por primera vez. Ella no era muy buena calculando la edad de la gente, en especial la de aquellos que ya habían cruzado el umbral de los cincuenta. Aún así, se dijo tentativamente que la mujer frente a ella debía rondar los setenta años, aunque su apariencia era la de alguien mucho mayor, al menos a primera vista. Bajo su postura encorvada, de articulaciones huesudas y rostro enjuto, Emilia vislumbró una fortaleza que provenía de una mente maquiavélica. En sus rasgos no encontró ni una sola semejanza con Alonso.

—Dígame... ¿Qué ayuda busca?

—Necesito guía para saber qué debo hacer a continuación.

—Se encuentra en una encrucijada. —Emilia asintió—. Veo que sufre... ¿Por qué sufre? —Un sonido suave le indicó a la Médium que Paula Díaz había tomado el mazo de cartas y había comenzado a barajarlas con aire ausente—. ¿Es por su padre...?

—¿Mi padre?

—¿O es por otro hombre?

Las manos de la vieja no dejaban de barajar, cada vez más rápido. Tanto que durante los segundos que la miró hacerlo Emilia sintió que todo se movía a su alrededor. De golpe, Paula Díaz se detuvo y puso con fuerza el mazo sobre la mesa, deslizando la mano suavemente hacia la derecha para que las cartas quedaran desplegadas frente a ella.

—¿No me hará partirlas por la mitad con la mano izquierda? —preguntó la Médium con ironía. La mujer la observó con sus ojos húmedos—. ¿O elegirlas al azar?

—No es necesario... —Volvió a fijarse en las cartas y con su mano artrítica separó primero una del mazo, luego otra y otra. Cada carta fue puesta boca abajo. Emilia sintió el deseo casi irreprimible de alargar el brazo y girarlas—. Una joven tan bonita como usted —continuó con tono de burla—, debe ser por un hombre.

Emilia apretó las mandíbulas con tanta fuerza que le pareció escucharlas rechinar.

—¿Cómo se llama ese hombre que la trae hasta acá?

—Alonso Catalán.

La cuarta carta, sostenida en el aire, cayó a la mesa boca arriba. La joven la observó desde la distancia: era La Torre. El rostro de la vieja estaba impávido cuando la miró.

—¿Le rompió el corazón? ¿Lo quiere de vuelta?

—Lo quiero donde debe estar.

—¿Y eso dónde es?

Con lentitud, Emilia se inclinó hacia delante sobre la mesa. Sus ojos analizaron el rostro de Paula Díaz hasta encontrar allí lo que esperaba: sorpresa bajo su aparente tranquilidad.

—Léame el futuro. Dígame si conseguiré lo que vine a buscar.

La vieja recuperó las cartas con una mano tan retorcida como la garra de una de rapiña. Comenzó a barajarlas otra vez, más rápido a cada segundo. Sus ojos, sin embargo, estaban fijos en Emilia.

—¿Para qué las baraja tanto? —preguntó esta cuando el silencio le dolió en los oídos.

—Son ellas las que no están listas para hablar... Debe ser porque no hay un futuro que leer.

—¿Estoy más allá de sus cartas entonces?

La vieja se rio, en voz baja al principio, con estridencia después. A Emilia el sonido le provocó un escalofrío que logró romper su quietud.

—Es que usted camina ya entre los vivos y los muertos. Más con los últimos que con los primeros. Huele a cementerio.

—Si no puede conmigo, debería leer lo que dicen de usted. ¿Qué pensarán de una madre que maldice a su hijo y luego no hace nada ante su asesinato?

Sintió que Paula Díaz le escupía veneno con la mirada y tal vez fuera cierto. Algo le impedía dudar que saldría de allí con vida, pero no podía asegurar que fuera en buenas condiciones.

—Yo ya sé que dicen... fueron ellas las que me dieron la idea.

—No le bastó con arruinarle la vida poniéndolo al cuidado de un criminal, de ponerlo en peligro desde que era un niño... También le impidió descansar en paz.

—Mi esposo le dio todo. ¡Todo!

—¡El fruto de una vida criminal! ¡Eso le dio! —gritó Emilia. Se puso de pie y comenzó a rodear la mesa rumbo a la mujer—. Sepa que no importa lo que le hizo. Donde está mejor que usted.

Paula Díaz volvió a reír y su boca negra pareció tragar algo de la luz.

—Porque ella lo acompaña, ¿cierto? La amaba y yo lo sabía... Me conformaba con que la perdiera y ella lo perdiera a él. Pero las cosas salieron mejor.

Incapaz de contener más su rabia, Emilia sostuvo a la vieja por los hombros. No le importó sentir la fragilidad de sus huesos, ni el aliento pútrido que le dio en la cara. Obligó a la mujer a mirarla, mientras las cartas caían a sus pies.

—Usted tiene razón, yo camino entre vivos y muertos. Ellos me hablan, tal como a usted le hablan las cartas. Pero ni ellos ni sus amigas me tuvieron que decir lo que estoy viendo. Usted ya no es Paula, ni Díaz ni Catalán. Es solo una vieja que se pudre y que morirá sola... entre la mierda. ¿Dónde está su esposo, por el que perdió lo más preciado?

La joven se alejó, limpiando en los faldones del abrigo el rastro del tacto de la mujer. Lo siguiente lo dijo con un tono desconocido, consumido por un odio que hasta entonces solo había podido vislumbrar.

—Yo se lo diré: está en el infierno. Y usted se le unirá dentro de muy poco.

Caminó hacia la puerta con prisa, a punto de tropezar con el desorden un par de veces. La voz de la vieja la acompañó durante todo el viaje; incluso tras cerrar la puerta podía escucharla.

Le pedía que la matara. 


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Antes de pasar a estas páginas el relato del último encuentro entre Emilia y los detectives (al menos el último que compartió conmigo), debo completar un vacío en la historia que su dueña no pudo llenar. En realidad, es una necesidad personal, algo que no podía quitarme de la cabeza mientras escribía y que armé, como siempre, a punta de retazos e imaginación. Todo adquirió fuerza en mi mente a partir de una frase dicha por Larraín durante su confrontación con Emilia. De no existir dicha frase, tal vez habría podido dejar pasar el hecho de que ya no se hablara más de Arsenio Marín. Pero su ausencia me quemaba, como una especie de decepción. Es lo malo de mi papel en este relato, a medio camino entre un lector ansioso por respuestas y el escritor que está capacitado para darlas.

Así que simulemos que esto pasó, quizás no de la manera que describiré, pero similar. Lo importante no son los detalles, sino el hecho de que nunca se supo más de Marín. No existen registros de él. Se perdió en el tiempo o en algo peor.

Esta fue la respuesta que me inventé para las preguntas que dejó tras de sí.


***********************************************


El bar era un hueco oscuro abierto entre dos esquinas de calle Bandera. Marín había pasado muchas veces por allí, sin atreverse a entrar. No tenía ni dinero para pagar el trago, ni con quien compartirlo. Prefería la soledad de su casa, que aquella que se consigue entre desconocidos. Pero ese día tenía una cita. Alguien lo esperaba en el interior.

Dejó la luz del sol a su espalda y se sumergió en las sombras del lugar, que olía a alcohol barato, a sudor masculino y a cloro. Eso último al menos vaticinaba limpieza.

Larraín lo esperaba en la barra, con un vaso de cerveza junto a su eterna cámara frente a él. Arsenio no se había parado nunca a pensar si el joven, con su insoportable pinta de hijito de buena familia, pudiera beber algo más que champagne, así que se detuvo, sorprendido. Pensó en qué podía pedir él, algo que fuera elegante y varonil al mismo tiempo. Si Larraín invitaba, mucho mejor.

Su ex compañero de investigación se giró antes de que él pudiera llegar a su lado.

—Arsenio, hombre. Pensé que no iba a llegar nunca. —Una sonrisa de invitación le iluminó el rostro y Marín se preguntó, como hacía muchas veces, si alguno de los que les rodeaban, entre ellos el hombre tras la barra y los que bebían a poca distancia, podrían llegar a imaginar el don que ambos tenían. De él tal vez, por su apariencia que muchos catalogaban de siniestra; nunca de Larraín—. Siéntese. ¿Qué va a tomar?

—Eh...

—Pida lo que quiera. Yo invito.

Arsenio quiso sonreír, pero los nervios no lo dejaron.

—Whisky —dijo en dirección al mesero. El hombre, con ademanes expertos, le sirvió un par de centímetros de la bebida en un vaso. Limpio, constaté el Conjurador antes de sentarse.

—¿Cómo está?

—Bien. ¿Por qué pregunta?

—Amabilidad. —Larraín sonrió, sin amilanarse—. ¿Ningún efecto secundario después de lo que la estación?

—Solo cansancio. A mí no me hirieron como a usted.

El Vinculante alzó la mano hasta su herida. Las palabras de Marín, sin embargo, parecieron divertirle.

—Gajes del oficio, supongo. ¿Catalán y Figueroa se han comunicado con usted?

A Arsenio se le agrió el gesto de inmediato.

—No. Dijeron que lo harían, pero nada. Supongo que no pasamos la prueba.

—¿Por qué dice eso? —Serio por primera vez desde la llegada de Marín, Sergio lo observó además con atención. Más de la que la gente solía prestarle.

—No me diga que no se dio cuenta.

—¿De qué cosa?

—De que ellos estaban embobados con Berríos. Fue su favorita desde el principio.

Larraín no respondió de inmediato. Alzó su vaso de cerveza y bebió un sorbo con calma y deleite. Cuando volvió a posar la bebida en la barra, algo había cambiado en él, pero Marín no supo decir qué.

—Es verdad... Pero eso no importa. El futuro le tiene deparadas mejores cosas que trabajar con un par de fantasmas.

Arsenio frunció el ceño, pero en el fondo, en la base de su estómago, se abrió un hueco de expectación.

—¿De qué está hablando?

Larraín metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó de él un sobre gris. En el reverso estaba grabado el símbolo de la Logia de las Ánimas. Lo puso sobre la barra y la deslizó hasta Marín.

—Es una invitación. Y esperan una respuesta inmediata.

—¿Usted...?

El Vinculante cortó la pregunta poniendo su mano sobre el hombro de su interlocutor antes de girarse hacia él. Ambos se miraron durante unos segundos, hasta que Arsenio Marín bajó los ojos hacia la carta. Sergio, quien tampoco figura en ningún registro después de 1952, sonrió.

Siempre he creído que él tenía razón: hacía falta solo un gesto para que Marín se uniera a ellos.


******************************************


Emilia los encontró tal como la primera vez: en su oficina, juntos y detenidos en el tiempo. De no saber todo lo que había ocurrido entre su primera visita al número 1006 de calle Independencia, habría caído en el engaño de que no los conocía o, peor, que ellos no estaban realmente allí. Pero pasado el asombro inicial, cruzó el umbral hacia el interior de la oficina y los saludó con una sonrisa.

Alonso Catalán, sentado tras el escritorio, se inclinó hacia atrás con aire relajado.

—Qué casualidad, Emilia. Justamente hablábamos de usted.

—¿Ah, sí? ¿Algo que pueda saber?

El detective miró a su compañera, quien lucía divertida tras su seriedad.

—Con Felicia nos preguntábamos cuál sería su siguiente misión. Lo hizo muy bien en su primer trabajo, pero no vaya a creer que ya se graduó como investigadora.

—Tranquilo, jamás pensaría eso. Es más, creo que esto no es para mí.

Ambos Intrusos la miraron con asombro y alarma, provocando una carcajada en Emilia.

—Es una broma.

—No juegue con eso, Emilia —murmuró Catalán—. Tenemos muchas esperanzas puestas en usted. Pero díganos, ¿cuál es el motivo de su visita? ¿Tiene un caso para nosotros?

Emilia negó y sus ojos, que hasta entonces se habían centrado en el hombre, se desviaron hacia Felicia. Esta sonrió al comprender.

—Creo que lo que la señorita Berríos quiere, Alonso, es hablar contigo.

El aludido se irguió en la silla y contempló a las dos mujeres presentes con la confusión pintada en el rostro.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Es algo personal, Alonso.

—No hay cosas personales entre nosotros, Emilia. Puede decir lo que quiera delante de Felicia.

—No —espetó esta—. Los dejaré solos.

Antes de que Alonso pudiera decir algo más, caminó hacia la puerta en silencio. Al llegar junto a la Médium, sin embargo, le puso la mano sobre el hombro.

—Gracias —susurró. Luego salió de la oficina y cerró a su espalda.

Emilia se enfrentó a Alonso, quien se puso de pie y la observó con cierta sospecha.

—¿Qué pasa?

—Hoy fui a visitar a su madre. —El fantasma abrió la boca, incrédulo—. Tranquilo, no fui yo quien la buscó. Fue Luisa. Ella me dio su dirección y yo...

—¿Por qué hizo eso, Emilia?

—¿Por qué? —La joven soltó una carcajada—. Creí que era lo mínimo que podía hacer por ustedes después de que me salvaran la vida y...

—Usted no nos debe nada. No le permito que crea eso...

—Catalán. —Emilia se adelantó hasta llegar al escritorio. Observó a los ojos al Intruso, esperando encontrar en ellos la comprensión que anhelaba—. Ustedes se merecen algo mejor que esto... No puedo quedarme tranquila con la perspectiva de que se queden aquí para siempre y que esa mujer...

—¿Pensó que encontraría arrepentimiento en mi madre?

—Creí que tal vez existiría la posibilidad de...

—No, Emilia —dijo Alonso mientras bajaba los ojos—. Entiendo su intención... incluso puedo comprender su ingenuidad. Usted no sabía a lo que se enfrentaba y me pesa que ahora lo sepa. Debe haber sido difícil que sus esperanzas murieron de ese modo.

—¿Usted nunca tuvo esperanzas?

El detective negó con la cabeza y una suave sonrisa le decoraba el rostro.

—Jamás. Desde que desperté siendo un fantasma y me supe atado a este plano, supe que sería para siempre. Quizás por eso, al volver ella, la até conmigo. Fue egoísta, lo sé. Pero ni siquiera decidí hacerlo. Algo lo hizo por mí y yo no pude evitarlo.

—¿Algo? ¿Qué cosa?

Alonso se alejó del escritorio y por primera vez Emilia lo vio moverse con los hombros caídos y aire cansado. Su voz, al hablar, fue apenas el susurro de alguien que cuenta un secreto.

—Fue como en los libros, ¿sabe? La amé apenas la vi. Ella no solo es y era hermosa, sino que encarnaba todo lo que había hecho falta en mi vida: nobleza, bondad, dignidad, rectitud. Ella y su padre lo fueron todo para mí, la familia que nunca tuve. Supongo que fue por eso que nunca me atreví a decírselo. Bruno Figueroa lo sabía, por supuesto. Ese viejo lobo lo sabía todo. Y ella también... aunque nunca lo escuchara de mi boca.

—Ella también lo ama —murmuró Emilia.

Alonso le agradeció con una inclinación de cabeza.

—Para usted puede ser una historia triste... algo injusto. Para mí, es la eternidad a su lado. Usted cree que me quedé aquí solo porque me impidieron partir. Yo prefiero pensar que me quedé porque aún tenía muchas cosas por hacer, entre ellas conocerla a usted. O para soñar más. Para estar con ella.

—Su madre...

—Mi madre pagará por todos los pecados que cometió en vida, pero yo la libero de este. Fue lo mejor que hizo por mí.

—Entonces... ¿seguiremos trabajando juntos?

La puerta de la oficina se abrió y en el umbral ambos vieron la figura de Felicia.

—Claro, Emilia —dijo la mujer—. A menos que usted ya se haya cansado de nosotros.

—Nunca.

Alonso hizo un esfuerzo para despegar los ojos de su compañera y volvió a su silla, a su pose de joven detective, al ansia de aventuras.

—Díganos, Berríos. ¿Cuál será su siguiente paso?

Emilia ni siquiera tuvo que pensarlo.

—Buscarlos.

—¿A quién?

—A los que sean como yo. —La sorpresa de sus interlocutores le amplió la sonrisa. Se sentía como una niña, entusiasta e inquieta—. Haré una agencia para los que necesiten aprender más sobre lo que pueden hacer... Una agencia de investigación paranormal.

—Excelente idea. ¿Cómo la llamará?

—Aún no lo sé...

—Le recomiendo —exclamó Alonso, alzando las manos para dibujar un imaginario cartel en el aire—: Berríos & Asociados.

—Por favor, Alonso.

—Es un buen nombre, Felicia. Y hablando sobre eso, tal vez sea un buen momento para cambiar el nombre de nuestra a Figueroa & Catalán.

—Ni lo pienses...

Emilia los observó desde la distancia, sintiendo que nunca habían estado más vivos. Y se sintió en paz por primera vez en mucho tiempo. No le preocupaba el nombre su futura agencia; ya habría tiempo para pensar en ello. Y los miembros llegarían, cada uno a su tiempo (34). Ella lo sabía.

Era el presente lo que estaba dispuesta a disfrutar. 


(34) El inicio de la APA es neblinoso. Al parecer, Emilia tuvo muchos compañeros en su camino hacia nosotros. Si uno le preguntaba ella decía a veces 1952, otras 1973 y otras 1988. Fue en este último año cuando llegó Barbara, la más antigua de la agencia actual. Dos años después llegó Rebeca, pasados seis meses yo. Catalina y Benjamín en 1992 y por último Esteban, en 1996.

Emilia tenía razón, cada uno de nosotros llegó a su tiempo. Lo único que tuvo que hacer, fue esperar. 


GRACIAS POR LEER :)

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