Cuando le pregunté por primera vez a Emilia cómo o por qué había decidido fundar la APA, la única respuesta que recibí de su parte fue una mirada a medio camino entre la furia y el desprecio y una frase corta pero tajante, muy de su estilo:

—Métete en tus asuntos.

Volví a intentarlo cerca de siete meses después, aludiendo esta vez a que era necesario transmitir a las nuevas generaciones de miembros el origen de la agencia a la que pertenecían. Tras escuchar mi, quizás, excesivamente largo discurso, Emilia se quedó con la cabeza gacha en actitud de meditación. Pasaron unos segundos hasta que escuché que suspiraba. Luego se puso de pie y volvió a dirigirme esa mirada de hartazgo tan propia de ella.

—No.

Tuvieron que pasar años para que por fin me contara el inicio de todo y aún así sé que lo hizo en contra de su voluntad. Emilia era así: la mejor guardiana de sus propios secretos. Tardó un día completo en contarme lo que viene a continuación, buscando los detalles más mínimos en su memoria. Pero, consciente de que esta parte del ser humano es frágil, al terminar, y con una expresión que rozaba la pesadumbre, me pidió un último favor.

—Lo que falta invéntalo tú.

—Pero... no puedo inventar— dije, con la libreta donde había ido anotando algunos datos y fechas aún sobre mi regazo—. La idea es que esto sea como una crónica, que diga la verdad...

—¿Y a quién le importa la verdad? Lo que la gente quiere son historias, así que inventa todo lo que falte. Y hazme ver bien.

Quise decir algo más, pero me detuvo la apariencia de anciana solitaria que tenía sentada en su sillón de siempre. Así que asentí y luego le prometí que haría lo mejor posible.

—Gracias, Cristóbal. Espero estar muerta para cuando la termines.

—No diga tonteras.

Entonces sonrió y su sonrisa no contuvo ni furia, ni desprecio, ni desdén. Era solo una sonrisa, la única real que le vi en vida. Quizás es que lo sabía y le hacía feliz tener la razón como siempre.

Su muerte precedió por mucho el punto final de esta historia.