CAPÍTULO 24

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Las bisagras giraron demasiado lento, y yo tampoco tuve valor de empujar la puerta para acelerar su camino. La madera no se detuvo hasta chocar contra la pared, produciendo un sonido seco.

La habitación de mis padres estaba irreconocible. El suelo repleto de botellas vacías y la cama desecha; y, sobre ella, descansaba un hombre vestido en un traje arrugado. Tenía el rostro contra una almohada, el cabello despeinado y una botella se le escurría de los dedos. Justo a tiempo, la atrapé antes de que se deshiciera contra el suelo. La coloqué sobre la mesa de luz, haciendo lugar entre los frascos de pastillas. Hice una expresión de disgusto.

—El doctor dijo que no debes tomar los medicamentos con alcohol.

—Mhh. —Fue su única respuesta, girándose para darme la espalda. Giré los ojos, era una manera muy infantil de ignorarme.

Luego, me dirigí hacia la ventana para abrirla, permitiendo que la frescura del exterior ingresara y disipara el aire pesado y añejo de la habitación. La sensación de encierro comenzó a amainar al mismo tiempo que se filtraba la brisa matutina.

Lo observé fijamente, preguntándome si estaba verdaderamente dormido o solo fingía estarlo. Pero hubo algo que me preocupó más que esa respuesta, y fue el desorden en el que mi papá estaba durmiendo últimamente.

—Ahora vuelvo —dije y, como esperaba, no recibí respuesta.

Con un suspiro cargado de pesada resignación, salí de la habitación para volver, minutos después, con unas bolsas de residuos en una mano y una escoba en la otra. Comencé a acumular las botellas y papeles, con ayuda de la escoba, para luego tomar las montañas de basura con ambas manos y tirarlas sobre el interior de las bolsas. Mi siguiente tarea fue comenzar a recoger la ropa sucia desperdigada por el suelo. Un pantalón por aquí, una camisa por allá. Olían muy mal; ¿cuánto hacía que estaban allí acumulando moho?

Luego me dediqué a quitarle las sábanas. Pensaba lavarlas y cambiarlas por unas limpias. Una vez más, se quejó por interrumpir su prolongado sueño.

—¡No puedes seguir durmiendo en este chiquero! —lo reprendí, pero no surtió en él más efecto que un murmullo de disgusto.

Tomé una almohada y le quité la funda. Tomé una segunda y, como si mi padre de repente se deshiciera de todo el alcohol en su cuerpo, reaccionó. Se aferró a ella con fuerza. Yo tironeé, pero mi padre no cedió.

—Dámela, voy a lavarla.

—No, esta no...

—Papá, necesito limpiar tu habitación. Por favor, colabora conmigo.

—Esta aún conserva su perfume...

—¿Qué...?

—Conserva aún el perfume de tu madre...

El pasmo fue tal que se sintió como si algo pesado me golpeara la frente. Me quedé quieta, congelada. Entendí bien sus palabras, pero entenderlas a la primera fue lastimar aquella herida que estaba intentando ignorar. Y dolió, dolió entender qué significaba. Me lastimó entender su dolor.

Mis dedos, antes rígidos, se ablandaron y soltaron la almohada, la cual regresó a su lugar junto a mi padre.

Intenté ignorar el mal cuerpo que me había dejado aquella escena: mi padre aferrado a una almohada como si su vida dependiera de ello. Salí de la habitación a toda prisa, tratando centrar mi mente en otra cosa para olvidarme de esa apremiante sensación picosa que comenzaba a formarse en mi garganta y lagrimales.

Volví a la habitación, lo más renovada posible, pero esta vez llevando el teléfono de mi padre.

—Llamó el Sr. Johnson.

—Diablos...

—Dice que necesita los planos.

—Ahora mismo tengo cosas más importantes que hacer que unos planos.

Miré a mi alrededor incrédula, intentando hallar esas cosas "importantes".

—¿Qué? ¿Emborracharte y adormecerte con pastillas? —Apreté los labios con fuerza, sintiendo algo de arrepentimiento. ¿Fui muy dura con él?

—Sí —me respondió y no sonó para nada en broma. Realmente ese era su plan.

—Papá, te estás haciendo daño.

—No puedes dañar algo que ya está roto. Tu madre se fue y me dejó desecho. ¿Cómo se supone que me levante así?

Parpadeé repetidamente hasta que logré apartar las lágrimas.

—P-papá... —A pesar de que logré controlar el llanto, no pude hacer nada con el quiebre de mi voz, el cual no pareció pasar desapercibido ante él.

Mi padre se giró y me observó con gravedad. El desaliño era agudo en él, al igual que aquella expresión muerta. En el accidente no había perdido solo a mi madre, no, los había perdido a los dos.

—Lo siento, esto no es algo que debería expresar a mi hija. No te preocupes. —Se sentó en la cama, dejando, suavemente, la almohada que tanto había estado atesorando a un lado. Me miró con severidad. —Entregaré el plano a tiempo. Solo espera a que los últimos remanentes de la resaca se disipen —dijo volviendo a tirarse sobre la cama—, y me pondré con ello.

Asentí, no me preocupé porque no cumpliera su promesa. Él siempre cumplía su palabra. Ahora podía marcharme a mi trabajo más tranquila.

Antes de abandonar la habitación, me apoyé sobre el marco de la puerta y lo miré de manera severa.

—Cuando vuelva del trabajo, quiero verte bañado y con los planos listos.

—Sí, mami.

Una risa a medias se atoró en mi garganta. Me alegraba que, por lo menos, no hubiera desaparecido su sentido del humor.

Caminé por el pasillo apresurada hasta llegar a mi habitación. Abrí la puerta de un estruendo. Ya me estaba pareciendo a mi madre. Aquella idea me generó un sentimiento agridulce, el cual se manifestó en una triste sonrisa inacabada.

—¡¿Aquiles, estás listo para ir a la escuela?!

Lo encontré en el quinto sueño.

—Aquiles... —Mi hermanito se incorporó lentamente hasta sentarse. Un segundo después, lo vi suspirar lentamente. —¿Acaso te dormiste sentado? —No podía creerlo. No me quedó de otra que vestirlo dormido.

Unos segundos después, mientras lo arrastraba por el pasillo con los regaños correspondientes, Aquiles se vio un poco más despierto.

—¿No vamos a desayunar?

—No hay tiempo —le respondí extendiéndole un billete. El niño abrió los ojos bien grandes. Los niños siempre se sorprenden con el dinero, aunque sea un billete de baja denominación. —Cómprate algo en la cafetería.

—¡Genial!

Fuera nos esperaba Bear con su camioneta con un estampado bastante floreado para mi gusto. Además, olía a jardín fresco, ya que detrás estaba repleta de cajones con brotes nuevos.

Los dos subimos a la camioneta vieja.

— Lo siento por hacerte llevarnos a mí al trabajo y a Aquiles a la escuela. —Ya no podíamos confiar en mi padre para que hiciera de chofer.

—No me molesta, es más, me siento aliviado al saber que por lo menos puedo ayudarte en algo. ¿Cómo está tu padre?

Suspiré y mantuve silencio unos segundos recordando el estado de la habitación. Él nunca fue alguien bebedor, pero había cambiado en el último tiempo, como si buscara un consuelo en el alcohol. Solo esperaba que no fuera demasiado tarde cuando se dé cuenta que estaba buscando consuelo en el lugar equivocado. Pero ¿qué podía hacer yo más que aconsejarlo o regañarlo? Estaba demasiado enajenado como para entender una sola de mis palabras.

—No lo veo mejorar.

—Lo hará, le llevará tiempo, pero lo superará.

Hice una mueca de incredulidad. No creía que eso fuera posible. El dolor de mi padre era tan profundo y tan oscuro que ni siquiera el tiempo podría alcanzarlo.

Cuando Bear detuvo la camioneta frente a la escuela, me giré al ver que Aquiles no salía del automóvil. Lo encontré ensimismado en el asiento, abrazado a su mochila.

—Aquiles...

El niño pareció salir de su trance al escuchar su nombre. Se inclinó hacia adelante y depositó un beso en mi mejilla y me abrazó con demasiada fuerza para ser un niño pequeño. Desde el accidente, Aquiles se había apegado a mí con desesperación. Si bien intentaba suplir la figura materna que necesitaba, me amargaba saber que una hermana nunca reemplazaría a una madre. Me entristecía hacer todo, incluso lo imposible, y que lo imposible, no fuera suficiente. La familia se estaba desquebrajando, estaba enfermando. La única capaz de arreglar este desastre era mi madre; ella siempre arreglaba todo. Pero yo no era mi madre. Nunca lo sería.

Nos despedimos de Aquiles y lo vimos marchar, algo taciturno, hacia el interior de su colegio. Bear frunció el ceño al notar mi expresión mientras observaba a Aquiles perderse por la puerta del edificio escolar, pero no dijo nada; se guardó lo que tenía pensado.

La camioneta siguió su curso y no se detuvo hasta llegar al frente de mi restorán.

—Muchas gracias, osito. Estoy muy agradecida por la mano que me estás dando... —Comencé a moverme velozmente hacia el exterior del coche, pero Bear me detuvo tomándome del brazo.

—¿Estás bien? —me preguntó con una expresión que denotaba preocupación.

Lo miré perpleja. Mi voz se atropelló antes de formular una frase correcta.

—Sí, estoy bien. Está todo bien.

—Jas, sabes que puedes hablar conmigo, si necesitas llorar...

—No necesito llorar. Estoy bien. De verdad —lo último lo dije con cierta gravedad. No me gustaba su insistencia. Incluso no pude evitar fruncir el gesto.

Bear me soltó y lo escuché suspirar apenado.

—Vendré a buscarte a la hora de cerrar.

Agradecí mentalmente que no siguiera insistiendo.

—Gracias —le dije y salí del coche.

Lo saludé con la mano mientras lo veía alejarse por la calle. A la distancia, me di cuenta que me olvidé de algo: de nuestro habitual beso de despedida.

Al entrar al restorán, lo primero que cruzó mis ojos fue a una Virginia y un Dennis con expresiones preocupadas e incómodas por no saber cómo proceder. Seguramente mi cuerpo no escatimaba a la hora de reflejar todo el cansancio que cargaba encima y que, a este paso, parecía que nunca podría recuperarme de él. Pero, sin deseos de escuchar palabras de aliento o preocupación, hice mi mejor esfuerzo para fingir que estaba perfectamente bien.

—Encárguense de abrir la tienda —les ordené. Dennis y Virginia intercambian una mirada. Al parecer no los estaba convenciendo muy bien.

Fruncí el ceño con disgusto. Odiaba parecer cansada ante los ojos de los demás. Odiaba que me miraran con preocupación.

—Si surge algo, estaré en la cocina —fue la mejor excusa que se me ocurrió para ocultarme de todos.

Entré a la cocina como si fuera mi lugar seguro. Allí me reposé sobre la encimera. Sentía una opresión grave en las sienes, la cual se estaba contagiando al pecho.

—¡Maldición! ¿Por qué es tan difícil?

—No estás bien.

Me giré de sopetón, sintiendo como el mueble hacia presión sobre mi espina. Me encontré a Dennis junto a la puerta. ¿Cuándo había entrado? Fue tan silencioso que ni siquiera lo sentí llegar a la cocina.

Fruncí el entrecejo al entender sus palabras. No estaba preguntando, no, estaba afirmando. No me estaba dando siquiera la oportunidad de inventar una excusa.

—Y eres muy mala para fingir que sí lo estás.

Me crucé de brazos de manera protectora. Lo último que necesitaba en este momento era lidiar con el mocoso.

—Te estás pasando de la raya y te estás metiendo donde no te llamaron.

—Solo soy un empleado que se está preocupando por su jefa.

Fruncí el ceño. No le creía.

—Bien, gracias, pero no necesito que mi empleado se preocupe por mí. Enfócate en tu trabajo y no...

—No puedo trabajar si te veo así.

—¿Así cómo?

—Luchando por aparentar. No necesitas fingir que eres fuerte. Está bien a veces ser débil...

—No —lo interrumpí de sopetón—, no tengo tiempo de ser débil. No puedo, tengo que ser fuerte. ¿Sino quién se ocupará de mi familia que se está derrumbando?

Pensé que con eso me dejaría en paz. Ya había tenido lo que quería: había aceptado que no era fuerte, pero que no me quedaba de otra que obligarme a hacerlo. Pero no, Dennis tenía algo más que decir:

—Pero debes encontrar un lugar donde puedas relajarte y puedas decir lo que en verdad sientes. Que, si quieres llorar, lo hagas y nadie te juzgue. Donde no tengas miedo de decir que también eres débil y estás triste.

Me reí. Fue una risa triste e irónica, irónicamente triste.

—No creo que un lugar así exista.

—Sí lo hay.

—¿Dónde? —pregunté comenzando a enfadarme. ¿Acaso me estaba tomando el pelo? Él no sabía cómo era mi día a día. Hablaba por hablar, desde su lugar confortablemente ignorante. —En mi casa no puedo, en mi trabajo tampoco...

—Ese lugar no tiene que ser uno físico.

—¿A qué te refieres? —pregunté, a pesar de que ya comenzaba a imaginarse a qué se refería.

—Ese lugar en el que te sientas segura puede ser una persona...

La primera imagen que surcó mi mente fue la figura de Bear. Lo imaginé con su radiante sonrisa y su brillo cariñoso en los ojos. Definitivamente, él, mi prometido, debería ser ese lugar; pero no lo era. Hacía unos minutos antes lo había comprobado. Bear me había dado un momento para abrirme a él y yo no pude. Él no pudo llegar a mí. No pude abrirme y mostrarme tal cual era, débil y orgullosa, frente a él.

—Y me gustaría que pueda ser yo.

Abrí los ojos al escuchar su confesión. Mis pensamientos se interrumpieron de subidón. 

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