Capítulo 4: El mes de vacaciones (Corregido)

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Advertencia: Si alguna vez estuviste en una situación similar, por favor, no te quedes callado. No dejes que nadie te diga qué hacer ni que te toquen de formas inapropiadas.


Mientras caminaba por la calle, Victoria divisó a unas chicas que bailaban al ritmo de canciones K-pop en el centro de la ciudad. Se le dibujó una sonrisa en la cara: reconocería la coreografía de BLACKPINK dondequiera que estuviera, pues Gloria también formaba parte de un grupo de baile. A menudo, Victoria asistía a los ensayos para apoyarla y cuidar de ella. Se quedó mirando al grupo un tiempo, pero, por más que le hubiera gustado quedarse a ver, tenía que seguir su camino.

¿Cuánto tiempo hacía que no la acompañaba a esos ensayos? Tenía muchas ganas de pasar tiempo con Gloria, pero la universidad la había mantenido alejada de su familia, y, por si fuera poco, su trabajo le robaba parte de su tiempo.

Victoria limpió el suelo con los pies, empujando unas piedras hacia un lado. ¿Debía comprarle algo a su hermana como compensación por su ausencia? Victoria pensaba con frecuencia en sus hermanas, aun cuando no estaba presente en la casa de sus padres. Gloria y Verónica eran las únicas personas capaces de romperle el corazón por completo.

Victoria alzó la mirada y se dio cuenta de que se encontraba justo frente a la cafetería. Sin prisa, cruzó la calle y entró en el local, pasando por alto la advertencia que estaba en el suelo.

—¡Aguas, güey! —gritó Eduardo, un buen amigo suyo—. ¿A poco estás ciega, pendeja? ¿No ves que está el cartel a un lado que dice «cuidado»?

—Perdón, estaba distraída —replicó Victoria sonriendo y luego miró el cartel—. Además, ahí dice «cuidad»

Eduardo dejó el cubo de agua a un lado de la puerta y se inclinó para leer el cartel. Acto seguido, se dirigió con su cara de pocos amigos a un joven moreno que salía de limpiar el baño. Eduardo se plantó frente a él y lo empujó apenas.

—¡Eh, qué te pasa! —gritó el joven—. ¿No ves que estoy limpiando?

—Miguel, ve y corrige esa mamada en el cartel que está en el piso —advirtió Eduardo, y dejó su delantal sobre el respaldo de una silla.

Victoria observó la interacción entre Eduardo y Miguel. Le daba tanta gracia que no pudo evitar pensar que la tensión entre ambos se notaba a kilómetros de distancia.

El joven de cabello rizado, después de decirle unas cuantas verdades a Miguel, se acercó a su amiga rodando los ojos.

—Eduardo, para ser ambos heterosexuales esa es mucha tensión —bromeó Victoria.

—Miguel solo me saca canas verdes —dijo Eduardo, apoyando sus codos en la mesada—. ¿Qué te trae por aquí? Hoy no trabajas.

Victoria se removió en la silla como si tuviera hormigas caminándole por el trasero. No les había dicho a sus amigos que estaba a unos días de irse a Noruega. Pasó los dedos por el mostrador de vidrio y se encogió de hombros, buscando las palabras adecuadas. Sin embargo, más difícil le resultó a Victoria, ya que Florencia, también amiga suya y que trabajaba ahí, fue hacia ella en cuanto sus miradas se cruzaron.

—Hola, Vicky, ¿qué hacés acá? —preguntó Flor con un notable acento porteño.

—Tengo que anunciarles algo —dijo Victoria.

—¿Qué pasa? —preguntó Florencia, impaciente, pues el suspenso no era lo suyo.

—Ya, Flor, espera tantito —dijo Victoria—. Eduardo, ¿podrías llamar a Miguel?

—Bueno —dijo el chico, buscando al susodicho con la mirada—. ¡Miguel!

Su grito ensordecedor no solo espantó a un cliente, sino, fue tal el susto, que le hizo derramar su café antes de poder degustarlo. El hombre miró la mesa, donde la mancha marrón estaba esparciéndose, y se llevó la mano a la frente. Florencia, con una mueca de vergüenza en su rostro, se disculpó con el hombre y le tendió una servilleta.

—¡Discúlpeme! —exclamó Eduardo, juntando sus palmas—. ¿Quiere otro café? No debe pagar. Es más, elija cualquier postre del mostrador, va por mi cuenta.

El hombre se encogió de hombros y eligió lo que fuera más barato en la tienda. Pidió unos sándwiches de mermelada de fresas y esperó paciente el café que Eduardo le había prometido reponer. Victoria sabía que su amigo podía ser una persona introvertida con ciertos rasgos extrovertidos. Era la persona más caótica con la que había interactuado desde el día que puso un pie en la cafetería como novata.

Después de que Eduardo corrigiera su error y de que Miguel terminara de limpiar el pasillo que conducía a los baños, el grupo de amigos se aproximó a Victoria, invadiendo su espacio personal como si fueran niños curiosos: amontonados y mirándola expectantes.

—¿Qué te pasa? —preguntó Flor, rompiendo el hielo.

—¿Alguien te lastimó? —preguntó Miguel, entrecerrando los ojos.

—No, nada de eso —suspiró Victoria—. Solo quiero decirles algo.

—¡No me digas! ¿Te vas a casar? —dijo Florencia con una sonrisa—. No somos las mejores amigas del mundo, pero me ofrezco como tributo para ser tu dama de honor.

—Yo también quiero ser tu «damo» de honor —dijo Eduardo.

—Yo quiero ser tributo también —dijo Miguel, riendo.

—¡Nadie se va a ofrecer como tributo de nada! —dijo Victoria, negando con la cabeza—. En realidad, me iré de viaje. Es todo.

A pesar de sus esfuerzos por mostrarse tranquila, los nervios que sentía eran más fuertes que ella. El grupo de amigos se miró entre sí y luego volvieron a mirar a Victoria. ¿Dónde iría? ¿Por cuánto tiempo? ¿Acaso se quedaría de por vida en ese lugar? ¿Consiguió otro trabajo allí? ¿Por qué se iba?

—¿Dónde? —preguntó Eduardo.

—Noruega —respondió Victoria casi al instante.

—¡No mames! —dijo Miguel. Su rostro expresaba una felicidad enorme, pero a la vez confusa—. ¿Es una beca? ¿Cómo vas a ir?

—De hecho, ¿recuerdan a Oliver? —preguntó Victoria mientras jugueteaba con un vaso de vidrio.

—Ah, ¿tu chongo virtual? —dijo Flor, dándole un codazo a Victoria.

—¿Mi qué? —preguntó Victoria entre risas.

—Tu novio virtual.

—No, no —respondió Victoria—. Es solo un amigo, que me gusta mucho y que estoy emocionada por conocer.

—Espérate tantito, Alegría. ¿Cómo vas a ir si no tienes ni un varo? —preguntó Miguel.

Miguel tenía sus dudas, pues ¿cómo podría creerle? Victoria no era capaz de comprarse ni una golosina; todo lo que ganaba se iba en cosas de la universidad, comida y alquiler. ¿Cómo pretendía ir a Noruega si no tenía dinero?

—Cabrón, no seas así —suspiró Eduardo—. Ya déjala en paz. No sabes cómo pudieron reaccionar sus padres con ella, güey.

—Tranquilo, Eduardo. De hecho, pensé lo mismo que Miguel cuando Oliver me soltó la idea —confesó Victoria.

—¿Y tus viejos? ¿Cómo reaccionaron? —preguntó Florencia con ambas manos en las mejillas.

Victoria se rascó la oreja al escuchar la pregunta de su amiga y meneó la cabeza.

—La neta es que no reaccionaron ni bien ni mal. No están de acuerdo, eso es seguro... Pero, pues bueno, ¿qué se le va a hacer? —dijo Victoria.

Eduardo vertió un poco de agua en un vaso y se lo dio a Victoria, quien lo agarró con fuerza y dejó escapar un suspiro antes de darle un sorbo. No sabía qué más decir porque era cierto: su madre no había reaccionado bien, pero tampoco mal.

Victoria levantó la vista hacia la pantalla del televisor de la cafetería y se puso a pensar. No podía creer que iba a viajar a Noruega. La emoción la invadía, y, por ende, también lo hacían el miedo y la inquietud, pues viajaba a un país donde solo conocía a una persona y a nadie más.

—Respondiendo a tu pregunta de antes, Miguel, Oliver es quien se encarga de todo —soltó Victoria—. Dijo que me pagaría el vuelo y de todo lo que yo necesitara. También me dijo que habló con sus padres sobre mi estadía en su casa.

—¿Qué le dijeron? —inquirió Florencia con una ligera preocupación en su rostro.

—Pues Oliver no quiso darme demasiados detalles, solo me contó que hablaría más tarde con su padre porque necesitaba estar seguro de algo... No lo sé —dijo Victoria. Una sonrisa se le formó en los labios, como si le alegrara lo próximo que iba a decir—. Dijo que a su madre le gustó tanto escuchar de mí que intentará convencer a su padre.

El grupo de amigos intercambió murmullos, risas y miradas pícaras hacia Victoria, que ajena a la atención que recibía de los clientes en la cafetería, seguía sonriendo con timidez.

Durante todo el trayecto de Victoria hacia el trabajo, para compartir con sus amigos la noticia de que iría a Noruega, nunca imaginó que la reacción que iban a tener fuera la que estaba presenciando en ese momento. Había resultado ser más positiva de lo que esperaba.

Sin embargo, el espectáculo terminó en el instante en que su jefe cruzó el umbral que daba a la cocina. Florencia puso en marcha sus pies ligeros y se dirigió a un cliente; Miguel se precipitó hacia el cartel para añadir la «o» que le faltaba, y Eduardo agarró una escoba y esperó en una esquina, fingiendo que no había pasado nada.

Luis, uno de los propietarios de la cafetería, se detuvo en el pasillo y buscó con la mirada. Vestía una camisa blanca sin planchar y un pantalón negro de vestir. Se pasó la mano por su corto cabello y se lo sostuvo entre sus dedos un rato. Cuando localizó a Victoria, él le sonrió y le hizo un gesto para que lo acompañara. Victoria, por otro lado, dejó el vaso de agua en el mostrador y se levantó de la silla. Aparentó estar tranquila y segura de sí misma, pero estaba tan inquieta que sentía cómo el sudor de sus manos se intensificaba.

Ambos se adentraron en un estrecho y oscuro pasillo; las paredes, de un tono anaranjado, parecían cerrarse a su alrededor. El único consuelo para Victoria era el aroma del café recién hecho, que se colaba por la puerta de la cocina.

Luis abrió la puerta y le cedió el paso a Victoria. Luego, sin que ella lo notara, cerró la puerta detrás de él con seguro y se dirigió a su escritorio. En sus pocos años trabajando en aquel lugar, Victoria no había tenido la oportunidad de entrar en la oficina de su jefe. Pero aquella ocasión lo justificaba, pues fue ella quien solicitó el encuentro.

—Y, querida Victoria, ¿qué te trae por aquí? ¿No es acaso tu día libre? —preguntó él con una sonrisa—. Tengo entendido que le pediste a María una cita para hablar conmigo. Me dijo que era de carácter urgente. Bueno, pues soy todo oídos.

Su jefe se recostó en el respaldo de la silla con ambos brazos abiertos, esperando a que ella le dijera lo que fuera que tenía que decirle.

—Necesito tomarme unas vacaciones —dijo Victoria, sentándose.

—¡Ah! —exclamó Luis, para después apretar sus labios—. ¿Me darías más información? ¿De cuántos días estamos hablando?

—Pues de un mes —dijo Victoria, intentando sonar firme.

Luis carraspeó y se acomodó en el asiento. Victoria no cumplía con el requisito necesario para que le diera un mes de vacaciones.

—Me temo que puedo darte unos diez o trece días como máximo, Victoria —dijo Luis, entrelazando sus dedos.

—¿A poco? Pero es que necesito un mes —dijo ella con un deje de desespero en su voz. Se había prometido no alterarse, pero la situación la estaba superando.

—Lo siento, Victoria —dijo Luis—. Es lo que hay.

Victoria se llevó las uñas a la boca y comenzó a mordérselas. Trece días no eran suficientes para ella, así como tampoco lo era un mes, pero era un mes para conocer a Oliver o no verlo en absoluto.

Luis notó cierto pesar en Victoria, casi como si una nube negra se cerniera sobre su cabeza, amenazando con llover. ¿Era angustia lo que él veía en ella? Podía saborear su desconsuelo.

¿Cuánto tiempo había trabajado para él? Unos tres años. Pero, aún así, Victoria no parecía darse cuenta de las señales, que para él eran obvias, sobre su interés por ella. Y no solo por ella. Luis la había contratado sin experiencia solo porque veía a Victoria como una mujer hermosa. Al igual que había sucedido con Florencia, cuya presencia lograba captar la atención de los clientes, además de su «exquisito acento». Se le hacía agua la boca solo de pensar en sus empleadas. Había pensado en despedir a los hombres de su negocio y dejar que las chicas trabajaran. Pero no lo hacía por temor.

Y aunque Luis no se había atrevido anteriormente a decirle a Victoria lo mucho que le atraía, una idea merodeaba por su mente. Una idea que excedía lo cuestionable. Ese tipo de idea que bien podría considerarse repulsiva y espeluznante.

La sonrisa de Luis se ensanchaba de modo que Victoria comenzó a incomodarse. Él la miraba con insistencia, como si no quisiera perderla de vista, similar a la mirada de un gato acechando a un pájaro desprevenido.

—Pues... no es suficiente —susurró Victoria, más para sí misma, y se levantó del asiento.

Estaba dispuesta a irse, puesto que el aire se sentía más tenso por cada segundo que pasaba allí. Cuando Victoria se dio la vuelta, Luis la retuvo llamando su atención.

—Aunque... —dijo él, para después negar con la cabeza—. No... no podría pedirte algo así.

Victoria frunció el ceño. El simple hecho de ver esa sonrisa ya le había causado incomodidad, pero cuando vio a su jefe levantarse y acercarse a ella, sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Qué cosa? —preguntó Victoria con voz trémula. Su cuerpo no le respondía y eso comenzó a ponerla nerviosa. A medida que Luis se aproximaba a ella, su ritmo cardíaco se aceleraba.

—¿Sabes? —dijo él con la voz ronca—. Hay algo que he querido decirte desde hace un buen tiempo.

Luis se acomodó en el escritorio, sin llegar a sentarse por completo, con una pierna cruzada frente a la otra. Observaba cada microexpresión del rostro de Victoria, que seguía inmóvil.

—Y es que me pareces muy hermosa —dijo Luis.

Victoria asintió, pero no porque estuviera de acuerdo, sino porque quería terminar esa reunión e irse cuanto antes.

—Qué adulador —dijo Victoria, tratando de mantener la calma—. Pero es inapropiado que le diga eso a una empleada. De igual manera, solo para aclarar, no estoy interesada. Tengo novio.

Si mentir era la única manera que ella tenía para escapar de esa situación, lo haría tantas veces fuera necesario.

—Es inapropiado solo si está trabajando. Hoy es su día libre —dijo Luis con descaro—. No me vea como su jefe... Véame como un amigo más.

—No, no te considero mi amigo, solo eres mi jefe. Nada más. Perdón, pero ya me tengo que ir —dijo Victoria, caminando hacia la puerta—. No me siento cómoda teniendo esta conversación.

Y justo cuando Victoria se dirigía hacia la puerta, Luis se puso delante de ella, la agarró con fuerza de la muñeca y la estrechó contra su cuerpo.

—Pero ¿qué chingados haces? ¡Suéltame ya! —gritó Victoria con la voz temblorosa, y apenas conteniendo el llanto.

—¿Por qué te vas tan rápido, Victoria?

Victoria trató de liberarse del agarre moviendo la mano, pero cada vez que lo hacía, Luis la mantenía presionada y friccionaba su piel.

—¡Que me sueltes! ¡Me estás lastimando!

Luis apretó los labios y empujó a Victoria contra la puerta. Alzó los brazos en un intento por ocultar lo que había hecho. Se pasó la mano por la cara y miró a Victoria, diciéndole que lo sentía, y se excusó añadiendo que ella le parecía tan hermosa que no podía dejarla irse así como así.

—Por favor, Victoria —dijo él, pasando su mano por el hombro de Victoria y lo acariciaba—. Ambos sabemos que hay una parte de ti que quiere esto.

—¡Ya te dije que no estoy interesada! —dijo Victoria con firmeza mientras sobaba su muñeca—. ¡Y no vuelvas a tocarme!

Victoria dejó escapar unas lágrimas, las cuales limpió con la manga de su suéter tan rápido como pudo. Agarró la perilla de la puerta tratando de abrirla. Se angustió al descubrir que no podía hacerlo. En ese instante, Luis se acercó a ella y apoyó una mano sobre el borde del umbral. Su sonrisa torcida y sus ojos abiertos de par en par, que la miraban fijamente, le causaron a Victoria un pánico que nunca antes había experimentado. Desde que tenía memoria, Luis había sido respetuoso con ella. Le resultaba imposible concebir que la persona que tenía enfrente, que la había hecho sentir insegura e intentado hacerle daño, era su jefe.

—Escúchame con atención —dijo Luis, acercándose a Victoria—. No le digas a nadie sobre lo que acaba de pasar, ¿entiendes?

Los ojos de Victoria se cristalizaron al instante, y ella, aún con su mano sobre la muñeca, se aferró aún más a la puerta.

—¿Entendido? —repitió él, golpeando suavemente la mejilla de Victoria—. Y no empieces a chillar... que no te he hecho nada.

Luis se alejó de Victoria y, antes de que ella intentara salir, le advirtió que la puerta estaba cerrada con llave y que si quería irse tendría que esperar.

—¿Un mes dijiste? —preguntó Luis, con un bolígrafo en la mano izquierda. Al no recibir respuesta, él levantó la mirada—. ¿Eres pendeja o qué? Responde.

Victoria asintió sin mirarlo.

—¿Eres muda ahora o qué? —se burló Luis, soltando una risa—. Y pensar que antes no te callabas el hocico.

Luis se puso de pie y se encaminó hacia Victoria. Le tendió una hoja con algunas indicaciones. Victoria agarró la hoja y, apenas lo hizo, Luis la dejó salir con la condición de que no le dijera a nadie lo que había pasado.

A nadie.

Al salir, ambos vieron a María, la secretaria de Luis, pasar por el pasillo. Luis esbozó una sonrisa cuando la vio.

—Mañana vendrás con tu solicitud escrita, se la darás a María junto a esa hoja que te di. Ella se encargará de lo demás —dijo él, observando a su secretaria. En cuanto desapareció de la vista de ambos, Luis dejó de sonreír y dirigió su mirada a Victoria—. Y espero no tener que ver tu cara de idiota hasta enero.

Luis se dio la vuelta, entró en su oficina y cerró la puerta de un portazo que resonó en todo el pasillo.

NOTA: Este capítulo está corregido. Se corrigió la ortografía y gramática, se eliminaron partes innecesarias, redundancias/repeticiones; también se agregaron nuevos diálogos/escenas que no cambian el rumbo de la historia ni el capítulo en sí.

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