Banquete de Bienvenida

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El banquete de bienvenida se celebró en uno de los tantos salones del inmenso palacio. 

Todo era impresionante, desde el techo adornado con infinidad de tallados y grabados en runas tan raras que Elys no había visto ni siquiera de la biblioteca del Castillo de Cristal hasta el piso igualmente decorado con hermosas alfombras de un millar de colores. 

La comida era exquisita y muy picante, tanto que más de una vez se puso rojo como una manzana por lo que bebió impresionantes cantidades de agua para apaciguar el ardor de su lengua.  

Una de las cosas que más le fascinó era la vestimenta de los señores y damas importantes del reino, todos vestían colores llamativos como violetas, amarillos, naranjas o tonos de colores que él nunca había visto. El mismo príncipe extranjero vestía un atuendo tradicional lerassi, una especie de túnica carmesí adornada con hilos dorados, unos pantalones dorados de seda y una especie de turbante que era más gran que su propia cabeza. Estaba incómodo de esa manera pero tenía que soportarlo. 

El dormitorio que le habían asignaron era gigante, mucho más grande que el cuarto que tenía en su madre patria. La cama era enorme con doseles de seda dorada, el piso y las paredes se encontraban alfombrados y lo mejor es que tenía una gran vista del colosal hombre alado de Leras y gran parte de la ciudad. Los dos fueron asignados como sus escuderos según la tradición castelita, cosa que no sucedía en Leras donde cada hombre era responsable de su armadura y sobre sí mismo.

—Yo me llamo Gafu —contestó en lerassi el sirviente gordo. Tenía los ojos y el cabello negro azabache y la piel negra como el carbón. Vestía un simple pantalón y un chaleco de cuero que no le cerraba. 

—Y yo soy Arajas —dijo igual en lerassi el sirviente bajo y con cara de rata. Tenía la cara picada por alguna enfermedad que tuvo en el pasado y el cabello del color de la arena mojada.

—Y nosotros seremos vuestros escuderos —respondieron ambos al mismo tiempo mientras daban pequeñas risas y no los culpaba, ser nombrados escuderos de un príncipe extranjero de apenas doce años de edad para casarse con la princesa de su imperio, viéndolo desde un punto de vista sí causaba cierta gracia.

—Muchas gracias, necesito un momento a solas. Venid cuando el banquete de comienzo —respondió en lerassi engrosando la voz para tratar de demostrar respeto.

—Cómo diga, Su Alteza —respondieron los dos sirvientes en tono burlón. 

Al parecer había obtenido el efecto contrario. 

Elys miró a su prometida, Zairee, llevaba puesto un hermoso vestido rosado con encaje y un velo azul como el cielo que le cubría toda la cabeza a excepción del rostro.

A pesar de estar sentado a su lado no habían hablado desde su encuentro apenas unas horas atrás. 

Sus ojos cafés lo hipnotizaron a la primera vista, eran grandes y algo separados entre sí, tenía las cejas gruesas pero al mismo tiempo finas, su nariz era recta y sin ninguna imperfección, su sonrisa era blanca como las perlas del mar y su piel bronceada, tan lisa e intrigante. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida. Ni siquiera Joanne o Elena, ni siquiera la pálida Luna como un muerto con sus ojos como fuego gélido le llamaron tanto la atención.

A su lado derecho había un asiento vacío donde se sentaría el hermano de Zairee, el príncipe heredero de Leras. Dos asientos a su derecha se encontraba el emperador Talad hablando en un veloz lerassi con el hombre llamado Zirar. 

Sir Edduard comía con los demás soldados de su madre patria en una mesa exclusivamente para ellos, aislados de los demás soldados lerassi. La mayoría ya se encontraban borrachos para este punto. Elys miró su cuarto plato que apenas había tocado, costillas de cerdo con varias especias y una pasta negra que según Zairee le comentó estaba hecha de una especie de legumbres. Las vasijas y copas eran del más fino oro con grabados de hombres alados y elefantes que en lugar de ojos tenían pequeños zafiros. 

—¿Has visto la nieve? —rompió el silencio Zairee en la lengua común de Castelia con un marcado acento—. Siempre he querido verla.

—Sí, sí la he visto —tartamudeó—. Es común verla durante el invierno en los ducados del norte...

—¿Cómo se siente? —interrumpió antes de que pudiera seguir—. He escuchado que es una sensación única.

—Es fría y suave, muy fría de hecho. Cuando era más pequeño jugaba con mi madre y mi hermana Elena en los patios del castillo a batallas con esferas de nieve. Recuerdo que una vez construí una fortaleza junto con Elena y nos enfrentamos a todos nuestros hermanos mayores, Luna, Brandon, Sander y Joanne,  al final Elena dio un golpe de estado y me entregó a mis hermanos. 

Una profunda tristeza lo invadió al revivir tan lejanas memorias.

—¿Por qué cosa le intercambió su hermana? —preguntó su prometida, curiosa.

La risa de ella era igual de hermosa que su físico, parecía que al final Elys tenía algo de suerte. 

Al final parecía que los dioses le sonreían.

—Por una muñeca de trapo. ¿Sabes? Creo que es el único recuerdo que tengo de todos mis hermanos y yo divirtiéndonos.

—Al menos se divirtió con ellos. Rhasad y yo al principio fuimos unidos pero él comenzó a crecer y prefirió estar más tiempo entrenando que conmigo. Pero viendo el lado bueno ya tengo otro compañero de juegos.

—Supongo —sonrió tímidamente.

—¿De qué color es la nieve? 

—Es blanca—respondió firme y cortante aunque esa no fue su intención. 

¿Se había visto seco ahora? No lo sabía, estaba tan nervioso que escogía con el cuidado y la precisión de un médico cada una de las palabras de su boca. Entre más concisa la respuesta fuera mejor para Elys.

—¿Y por qué es blanca? 

—Las leyendas de mi reino cuentan que es debido a que olvidó de que color era y por eso es blanca, el color de la pureza, libre de los pecados de los hombres.

 —Eso es hermoso, pero cambiando de tema—La princesa asentó la barbilla sobre sus manos entrelazadas—. ¿Qué piensas de este matrimonio arreglado?

La pregunta lo atrapó por sorpresa, estuvo un silencio hasta que encontró las palabras adecuadas. Había preparado decenas de tópicos para conversaciones casuales pero no estaba preparado para aquella pregunta. 

Al final decidió ir por el camino de la honestidad.

—Al principio no sabía cómo reaccionar y cuando mi padre me dijo que tendría que viajar hasta Leras todo se vino abajo. Le tengo miedo al mar, no puedo estar en un barco sin vomitar —le confesó a su prometida—. Y escuché varios rumores por parte de soldados y hombres del castillo que las mujeres lerassi eran feas...

Y justamente lo que trataba evitar terminó pasando. Justo cuando no quería dejar una mala impresión y la cagó.

Había sido demasiado honesto.

—¿Y yo soy fea, mi príncipe?

La princesa esbozó una sonrisa de complicidad.

—No, eres de las mujeres más bellas que jamás he visto —respondió lo más serio que pudo pero por dentro se estaba muriendo de la vergüenza y la pena.

—Buena respuesta, porque si no te hubiera apuñalado en este momento —respondió como si se tratara de lo más normal del mundo—. No bromeo, tengo un cuchillo justo en mi mano.

El príncipe fue guiado por los ojos castaños debajo de la mesa, no supo que responder al ver que la princesa sostenía un daga con su mano derecha. 

¿En qué se había metido ahora?

—No ponga esa cara, mi futuro esposo —Zairee rió—. Estaba bromeando, sería mucho lío asesinaros.

—Doy gracias a ello —dijo algo aliviado, secando el sudor de la frente con la manga de su túnica.

Elys soltó una risa tímida y Zairee una carcajada. 

Continuaron hablando de muchas cosas, de sus reinos, pasatiempos y comidas favoritas; así descubrió que a ella le encantaba la comida extremadamente picante, y que era experta en el tiro con arco. Sus pasatiempos eran pintar, comer y escapar de todas sus responsabilidades.

 «Se llevaría bien con Elena» 

Por lo que le contó, Leras parecía ser más liberal comparada con Castelia: las mujeres podían integrarse a las diversas ramas del ejército y tenían voz y voto en las asambleas que se realizaban en algunas ocasiones. Eso le pareció bastante raro. ¿Cómo una mujer podría estar en un ejército? Eran mucho más débiles que los hombres y bastante más delicadas, ponía en duda que pudieran soportar el peso de una armadura de combate castelita o el peso de un mandoble o una espada bastarda. Se le hacía simplemente ridículo pero prefirió no comentar nada en contra, no quería seguir dando más malas impresiones a su futura esposa.

—¿Le puedo preguntar acerca de algo? —preguntó Elys.

—Claro, lo que sea, mi príncipe dorado.

Elys se sonrojó al escuchar eso.

—¿Quién o qué es el gigante alado que se encuentra en una de las colinas cercanas al puerto?

—Oh, es uno de los doce ángeles que ayudaron a Dios a crear el mundo. Él es Araes, el primero de todo los ángeles.

—¿Araes? —preguntó—. ¿Qué es un ángel?

—Significa Mano de Dios en la antigua lengua del extinto imperio de Nirasar. Hay en total doce ángeles y cada uno cumplió una función durante la creación del mundo. Un ángel es el mensajero de Dios, fueron sus primeras creaciones y los que ayudaron a esparcir su palabra entre todos los seres humanos. Supongo que en Castelia adoran a otros dioses, no digo que este mal pero si vais a ser mi esposo tendrás que adorar al mío por igual.

Cuando se dispuso a comentar algo acerca de adorar a dioses ajenos y abandonar los suyos las puertas gigantescas se abrieron y un joven seguido por cerca de treinta hombres en armadura de combate entraron al salón.

—Entra el príncipe y capitán de la Primera Legión de Caballería, Rhasad de la Casa real Arsud, el Príncipe que fue Prometido, el Asesino de Bestias, el Sol de la Destrucción, el Vencedor de Mil Batallas y heredero de la corona de Leras —anunció un sirviente en Lerassi.

Con porte regio entró Rhasad, un hombre alto, moreno, de unos veinticinco años de edad. Llevaba el cráneo completamente afeitado, su piel de bronce parecía brillar pero lo que resaltaba de él no era su increíble musculatura o su impresionante altura, lo que resaltaba eran sus penetrantes ojos negros que lo miraban fijamente mientras avanzaba hacia donde él estaba. Elys temió lo peor, un golpe de estado para asesinarlo. 

Era algo normal en él siempre pensar el peor escenario posible.

Rhasad habló con su padre, en un idioma que Elys desconocía, no sabía si era lerassi a una velocidad impresionante o un idioma tan antiguo como las estrellas. Finalmente los hombres de su futuro cuñado tomaron asiento en mesas aledañas y el fornido hombre fue a sentarse al lado del príncipe extranjero.

De cerca era todavía más impresionante, una cicatriz le atravesaba la mitad de su cara dándole un aspecto mortífero y cruel. Zairee ni siquiera le prestó atención a su hermano y continuó comiendo tranquilamente, Elys por el contrario estaba incómodo e intranquilo.

—Yo soy Rhasad Arsud, hermano de Zairee. A vuestros servicios, espero que nos podamos llevar bien, príncipe dorado —dijo en un castelita con un acento muy marcado, más que el de Zairee o el emperador Talad.

—Es un honor conoceros, espero que nos llevemos bien —respondió en lerassi con timidez. 

—Todavía le falta dominar un poco nuestro idioma, no se preocupe. Con el tiempo lo aprenderá —contestó mostrando todos los dientes en una sonrisa. 

A pesar de su aspecto intimidante tenía una confortante sonrisa y un aura cálida como el sol del desierto que rodeaba los desiertos rojizos de Leras.

Comieron tranquilamente durante un buen rato hasta que llegó el postre para la mesa de honor. Estuvo platicando alegremente con Rhasad, trató de hacer una plática con su prometida pero parecía que sólo la presencia de su hermano la hizo retraerse y aislarse de todo el mundo.

—¿Sabe usar la espada? —preguntó Rhasad—. Los lerassi aprendemos a usarla desde que tenemos uso razón, se vuelve una extensión de nuestro brazo en esencia.

—Sí, pero nunca he sido muy bueno en ello, mi hermano Sander es el guerrero no yo. Al contrario de mi hermano prefiero utilizar la mente. Una batalla no se puede ganar solamente usando la espada, también se necesita planear una estrategia y tácticas de batalla.

—Tenéis completamente la razón, pero un rey debe guiar a su ejército al frente para inspirarlo. Así ellos sabrán para quién y por qué luchan. No puedes pedir a miles de soldados que peleen por vos si ellos no os conocen.

—Nunca lo había pensado de esa manera. ¿Habéis escuchado del zatranju? Es un juego de estrategia, mi padre me enseñó a jugarlo.

—Jamás había escuchado hablar de el. Suena interesante, tal vez vos pueda enseñarme. Aprendo rápido. Mira, al parecer traerán el postre. Le juró que os encantará. 

Un sirviente gordo con el rostro cubierto a excepción de los ojos le sirvió una bandeja de oro, el dulce era una especie de pastel con crema pero lo que se le hizo curioso fue una nota que estaba allí. La abrió y leyó.

En ese momento escuchó como el sirviente que le trajo el postre gritaba.

—¡En nombre de Araes!

Logró voltearse y vio como sacaba una daga plateada como la estrella de su Casa para apuñalarlo, cerró fuertemente los ojos y escuchó el sonido del metal atravesando la carne, sus ropajes se mancharon con un líquido espeso y caliente. 

El sabor metálico inundó sus papilas gustativas.

Cuando abrió los ojos observó que Zairee sostenía una daga dorada con su mano derecha en el cuello de su atacante, completamente tranquila como si fuera algo de la vida cotidiana, no mostraba ningún indicio de inmutarse. Su hermoso vestido estaba manchado de espesa sangre. 

—¡Exijo saber que acaba de pasar! —gritó Sir Edduard desvainando su espada.

El resto de sus hombres desvainaron sus espadas al igual que el resto de los soldados lerassi, esto se iba a volver en una carnicería.

—Los Puristas —respondió Rhasad antes que el emperador hubiera abierto la boca.

Elys entró pánico y en su mano todavía sostenía la nota que le había dejado el hombre que lo quería asesinar, lo que recitaba le pusieron los pelos de punta, todo se puso borroso para finalmente convertirse en un negro como la noche.

La nota cayó al suelo junto con él, el príncipe se encontraba en un lago de sangre, era caliente y por unos momentos antes de perder la conciencia le recordó a la calidez de su hogar y los brazos de su hermana.

«¿Así que esto es lo que ves todos los días, hermana?»
 

El mensaje de aquella nota recitaba:

«Muerte al príncipe dorado» 





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